Marañón ha pasado a la historia del siglo XX como arquetipo, debido a su actitud coherente y a su “talante liberal”. Marañón fue, sobre todo, un moralista en el sentido kantiano. Una persona autónoma que no se rigió por criterios externos, sino por deber; un convencido del papel transformador de las ciencias positivas en pos de una sociedad más feliz y más justa gracias a una profunda reforma intelectual. Marañón, como Fernando de los Ríos, integró krausismo, neokantismo y socialismo y desde esa plataforma ideológica, propugnó el necesario cambio moral del pueblo español.
As a result of his consistent attitude as citizen and doctor and his “liberal spirit”, Marañón has gone down in the history of the twentieth century as an archetype. Marañón was, above all, a moralist in the Kantian sense, an autonomous person not governed by external criteria but by duty; a thinker convinced of the transforming role of the positive sciences, towards a happier and more just society through a deep intellectual reform. Marañón, like Fernando de los Rios, integrated Kraussism, neo-Kantianism and socialism and from this ideological platform sought the necessary moral change in the Spanish people.
Marañón es una de esas pocas personas que han pasado a la historia del siglo XX español como arquetipo. Por eso forma parte del espíritu colectivo de nuestra sociedad, y por eso también se le recuerda una y otra vez. Y si se preguntara a los ciudadanos por qué creen que Marañón es un arquetipo, o cuáles son sus notas fundamentales, muy probablemente responderían que por su “talante”. No es decir mucho, pero sí algo significativo. Marañón ha pasado a la historia como prototipo de un talante muy peculiar: el de una persona liberal, tolerante, culta, respetuosa, sensata, muy preocupada por el ser humano, amante de la verdad e investigador de los secretos de la naturaleza humana, médico humano, preocupado por sus enfermos, europeísta convencido. ¿No es todo esto admirable? Muchas de las cosas que Marañón escribió o dijo ya no conservan vigencia. La medicina ha avanzado de modo pasmoso en estos últimos cincuenta años, los que nos separan de su desaparición física, la endocrinología ya no es lo que era, y así tantas otras cosas. El tiempo hace que en la vida de las personas se vaya diferenciando, cada vez con mayor claridad, lo que es coyuntural, eso que pasa con el tiempo para nunca más volver, y lo que tiene carácter permanente. Hoy vemos con claridad qué es lo vivo y lo muerto de la vida y la obra de Marañón. En muchos personajes el tiempo se traga todo, hasta el punto de que su figura se esfuma, desaparece en la oscuridad del pasado. En otros, cerne una parte de su personalidad, la contingente, la pasajera, la coyuntural, dejando en primer plano la permanente, la intemporal. Diríase que el tiempo selecciona lo imperecedero de las personas o de los personajes, hace una labor de limpieza, de modo que la figura resultante es más pura, de más nítidos perfiles, más esencial. No es el mismo el individuo de carne y hueso, que nació y murió en un cierto momento, que aquel que pasa a los anales de la historia. De algún modo cabe decir que este segundo es, por paradójico que parezca, más real que el primero.
La tesis que voy a defender es que Marañón fue sobre todo un moralista, y además un moralista en sentido kantiano. Esto no tiene nada de extraño, habida cuenta de la importancia del neokantismo en el pensamiento europeo, sobre todo alemán, y también en el conjunto de pensadores españoles, contemporáneos de Marañón, que influyeron en él decisivamente. No es que Marañón fuera un lector directo y sistemático de Kant y de los idealistas alemanes, o de los neokantianos de Marburgo, Cohen o Natorp. No es así. Marañón no fue un filósofo, ni tampoco mostró especial interés por la filosofía pura. Las influencias las recibió de modo colateral, por ósmosis desde fuentes que le eran muy próximas y a las que prestaba enorme atención. Como telón de fondo hay que situar el idealismo krausista de la Institución Libre de Enseñanza, cuya estricta moral del deber derivaba directamente de la kantiana. Marañón la vio realizada en personajes como Patricio de Azcárate, Julián Sanz del Río, Fernando de Castro, Francisco Giner de los Ríos o Gumersindo de Azcárate. Más próximos a él, Ortega y Gasset, que sin duda fue su inspiración fundamental a lo largo de toda la vida, y junto a él los neokantianos de la Facultad de Filosofía de Madrid, en especial Morente y Besteiro. Y, en fin, los santones laicos de la izquierda política e intelectual española, como el propio Besteiro, o Fernando de los Ríos, sobrino de Giner, el hombre en que convergen krausismo, neokantismo y socialismo.
Decir que fue un neokantiano en ética supone afirmar que puso como norte de su vida el ser una persona autónoma y regirse, no por criterios heterónomos, venidos de fuera, sino por deber, como Kant enseñó y aceptaron todos los movimientos poskantianos, y supone también creer que la ciencia positiva ha de jugar un papel fundamental en la construcción del reino de los fines kantiano, la sociedad sin clases propugnada por el socialismo, pero conseguida no por la vía de la lucha de clases sino por la de la moral kantiana. Frente al socialismo dialéctico marxista, lo que el neokantismo propuso fue un socialismo moral, basado en la reforma de las costumbres y la promoción de la autonomía de las personas.
De esta toma de posición inicial, derivaron muchas y muy importantes consecuencias, no sólo en Marañón, pero también en él. Una, fundamental, es que consideró necesario combatir, no sólo en su persona sino también en su pueblo, en España, la inercia de las morales heterónomas, en nuestro medio representadas paradigmáticamente por la moral eclesiástica. Esto le llevó a buscar la reforma de la cultura y de la política españolas, luchando por desterrar de nuestro medio los hábitos ancestrales basados en el despotismo, la obediencia sumisa, la ignorancia, el caciquismo, el sometimiento, la culpabilización y la pobreza. Como los filósofos neokantianos alemanes, y como en la España de principios de siglo pregonaba Ortega, Marañón creyó que la revolución que necesitaba nuestro pueblo era antes que nada moral. Parejas a ella eran la reforma intelectual, en la que el concepto de ciencia cobraba un papel nuevo y revolucionario, y la social, mediante la promoción de la justicia. Todo esto necesitaba un cauce para su realización, y ese no podía ser otro que el político. De ahí el interés de todos estos personajes, y concretamente de Marañón, por la política. Pero no nos equivoquemos. Marañón no fue, como tampoco lo fue Ortega, un político. Fue un moralista, o como quizá preferiría él que se le denominase, un intelectual. Igual que los filósofos neokantianos. Lo mismo que Ortega.
La defensa de esta tesis tiene necesariamente dos partes. Una primera es negativa. Se trata de las cosas que obliga a rechazar. Son muchas, sobre todo en un país con la historia y la tradición de España. La defensa de un ser humano emancipado, autónomo, exige luchar contra todos aquellos que han exigido, precisamente por imperativos éticos, la obediencia sumisa, ciega, a la autoridad, tanto civil como eclesiástica, la infantilización de las gentes, el paternalismo, la ignorancia, el desprecio de la modernidad, de Europa, de la ciencia, de la libertad, del espíritu liberal. Es preciso montar una impresionante cruzada contra la superchería, la superstición, la falta de espíritu crítico. Esto es lo que Marañón buscó en todas sus empresas, y lo que puede verse en varios de sus estudios, a la cabeza de todos los que dedica a figuras que se han distinguido y han sufrido por hacer esto mismo que él pretende, como Luis Vives o el padre Feijóo. Utilizando la metáfora médica, tan del gusto de Marañón, cabe decir que España está enferma, en el sentido etimológico del vocablo, es decir, falta de firmeza, débil, infantilizada, sin fe en sí misma y en las posibilidades de la razón y el trabajo humanos. Anda desorientada, como un niño pequeño que busca la salida en figuras paternas omnipotentes. Esa es la fe que deposita en la jerarquía eclesiástica, y esa es también la que ha deteriorado la vida política española desde la época de la Restauración, primero con un simulacro de democracia, después con la dictadura de Primo de Rivera. España es un enfermo que necesita de una cura radical. Y esta no puede venir más que de la emancipación no sólo política, sino cultural y espiritual del país; es decir, de un cambio moral que permita romper decididamente amarras con la heteronomía que la ha consumido a lo largo de los siglos y que haga posible el surgimiento de una ciudadanía sana, adulta y autónoma.
Esto tiene graves consecuencias en muchos ámbitos de la vida humana. Uno que Marañón exploró repetidamente fue el de la sexualidad. En 1926 publicó su libro
Si la reforma moral de Marañón tenía una parte negativa, el combate contra toda forma de heteronomía moral, necesariamente había de tener también otra positiva. No se trataba sólo de luchar contra lo negativo, sino también de construir, de edificar sobre las ruinas. Y esta parte positiva en Marañón, lo mismo que en Ortega, tiene un nombre. Este es el de “liberalismo”. Hay que infundir en el pueblo español un nuevo espíritu, el espíritu liberal. De hecho, esta es la parte de Marañón que hoy sigue vigente, viva, que sigue interesando, porque es tan actual hoy como entonces. Frente al espíritu más clásico en la historia española, el contrarreformista, el inquisitorial, el dictatorial, el de “sostenella y no enmendalla”, el “que inventen ellos”, el opuesto a Europa, a la democracia y a la ciencia; frente a ellos, el “espíritu liberal”. Marañón ha sido y sigue siendo uno de los modelos, de los paradigmas de lo que significa ser liberal en la España del siglo XX. Muchas otras cosas de su vida y de su obra han pasado, pero esta permanece viva y es, quizá, su máxima aportación histórica. De ahí que debamos analizarla con un cierto cuidado.
Liberal es término de larga historia. Si no se analiza ésta en detalle, es muy probable que acabe por no entenderse, o que se entienda torcidamente. Es frecuente pensar que su sentido primario es el político, pero esto no es así. El término liberal tuvo sentido moral mucho antes de que lo adquiriera político. De hecho, y como es bien sabido, la acepción política del sustantivo “liberal” nació en las Cortes de Cádiz, y desde ahí se extendió por todo el mundo. Pero la palabra liberal tenía ya muchos siglos de vigencia en las lenguas derivadas del latín.
El vocablo liberal procede del sustantivo latino
Este sentido amplio del término
¿Cuál sería, de entre las virtudes analizadas por Aristóteles en la
Veamos cómo lo razona Aristóteles. La liberalidad o generosidad es la virtud del recto uso del dinero y las riquezas. El dinero tiene valor de “uso”, y por tanto pertenece a los bienes de “utilidad” (Aristóteles,
Quizá esto explica que el término “liberal” nunca perdiera en nuestras lenguas el sentido amplio, no limitado al correcto uso y gestión de los valores económicos, conservando el de persona magnánima o de hombre bueno. La magnanimidad no tiene que ver con el recto uso de las cosas útiles, sino con la posesión de las virtudes en general, especialmente de aquellas que no son útiles pero que sí son las más importantes, dado que las útiles deben estar a su servicio. Esto identifica al magnánimo con la persona “excelente” o el hombre “bueno”. Veamos cómo lo expresa Aristóteles: “El verdaderamente magnánimo tiene que ser bueno. Incluso podría parecer que es propia del magnánimo la grandeza en todas las virtudes, y en modo alguno le cuadraría huir desenfrenadamente o cometer injusticias: ¿con qué fin, en efecto, haría cosas deshonrosas quien no sobreestima nada? Y si lo consideramos punto por punto nos resultaría completamente absurdo un hombre magnánimo que no fuese bueno. Además, tampoco sería digno de honor si fuera malo, porque el honor es el premio de la virtud y se tributa a los buenos. Parece, por tanto, que la magnanimidad es un como ornato de las virtudes: pues las realza y no se da sin ellas. Por eso es difícil ser magnánimo, porque no es posible sin cabal nobleza” (Aristóteles,
Está claro que el magnánimo no tiene sólo la virtud de la gestión correcta de los valores de uso, sino de todos los valores, especialmente de los llamados intrínsecos o valores en sí. Por eso se identifica con el excelente, y por lo mismo con la persona buena. En su sentido amplio, liberal significa magnánimo, es decir, persona que se ha dedicado al cultivo de los valores intrínsecos más que los instrumentales, y que por ello mismo puede gestionar también correctamente éstos, poniéndoles, como es debido, al servicio de los valores intrínsecos. De ahí la crítica de Marañón al “tecnicismo”, “es decir, a la técnica como fin y no como medio” (Marañón,
Lo que hemos hecho en este último párrafo es traducir el lenguaje de las virtudes, propio de la ética antigua y medieval, al lenguaje de los valores. El magnánimo, el liberal, es quien se ha dedicado al cultivo de los valores intrínsecos, y, de algún modo, se ha convertido en un modelo de ello. El magnánimo, o el liberal en su sentido amplio, es un modelo, pero que no coincide con ninguno de los modelos definidos por Scheler, el del santo, el del genio, el del héroe. Marañón, que conoce estos modelos descritos por Scheler, no se ve en absoluto reflejado en ellos (Marañón,
La literatura española ha dado desde muy temprano al término “liberal” estos dos sentidos. Muy tempranamente aparece el estricto de gestión correcta del dinero en el
En la literatura clásica del siglo de Oro liberal sigue manteniendo la misma ambivalencia. En el capítulo 50 de la primera parte del
Pero donde el sentido del término queda más claro es en la novela “ejemplar” cervantina titulada
Éste es el sentido clásico del término “liberal”; como se verá, estrictamente moral, y además siempre “ejemplarizante”. El sentido político vino mucho después, en 1811 y fue hijo de la revolución intelectual que se operó en Europa en el siglo XVIII. También cabe decir que fue fruto de la secularización que en ese periodo irrumpió con enorme fuerza en el continente europeo. Quiere esto decir que el liberalismo político no fue sólo político, ni tampoco consistió en la trasposición al ámbito de la cosa pública del liberalismo clásico, que como puede verse en la obra de Cervantes, seguía siendo a comienzos del siglo XVII rigurosamente estamental y aristocrático. Durante el siglo XVIII el liberalismo cobró nuevo rostro, no sólo político sino sobre todo intelectual. El político fue una mera consecuencia. Por liberalismo intelectual hay que entender a la altura del siglo XVIII la defensa de la libertad del individuo en materia de valores, fueran estos religiosos, filosóficos o culturales. Ni que decir tiene que los grandes enemigos del liberalismo comenzaron a ser en este momento las estructuras estamentales clásicas, es decir, la monarquía y la nobleza, y aún más las estructuras ideológicas tradicionales, a la cabeza de todas la eclesiástica. De ahí que en el orden ideológico el liberalismo comenzara a ser en el siglo XVIII el gran promotor y defensor de la secularización, entendida ésta como la defensa de la autonomía de todo aquello que no fuera pura religiosidad, respecto de las manos eclesiásticas. En 1908 escribía Ortega: “El poder educador de las religiones, su energía socializadora ha cumplido su tiempo: no puede esperarse de ellas una renovación del hombre. Por otro lado, la edad moderna ha traído sus nuevas virtudes, los deberes públicos y sociales. Son virtudes terrenas, virtudes municipales, virtudes laicas. Aquí se nos ofrece la cuestión moral española: hay que hacer laica la virtud y hay que inyectar en nuestra raza la moralidad social” (Ortega,
Ni que decir tiene que así concebido, el liberalismo político suponía el intento de organizar la sociedad de acuerdo con los principios liberales, y que por ello mismo fue repetidamente condenado por las instancias más recalcitrantes, a la cabeza de todas la eclesiástica. En el fondo, los nuevos liberales seguían teniendo el mismo talante que los anteriores, los clásicos, sólo que ahora en un nuevo medio y con nuevos contenidos. El nuevo liberal quería ser, como el antiguo, magnánimo, generoso, comprensivo, buena persona, etc. Sólo que ahora eso significaba, además, ser muy respetuoso con los principios de “tolerancia” y “libertad de conciencia”, y sobre todo, defensor acérrimo de la secularización de todos los espacios distintos del estricta y directamente religioso. Uno de esos espacios era el ético. La moral había sido hasta el siglo XVIII materia reservada a teólogos y pastores. Ahora se comenzaba a defender que era una cuestión estrictamente civil, humana, que una cosa era la ética y otra la religión, y que el no separarla de la religión era ya situarse en el orden de la “heteronomía”, que a partir de Kant ha sido y es el orden opuesto al de la ética humana, por necesidad “autónoma”.
El ejemplo paradigmático de este proceso de secularización lo representa la obra de Kant, y en particular la moral kantiana. No puede extrañar, por ello, que fuera inmediatamente condenada por la Iglesia, y que, en contraste, se convirtiera en el santo y seña del liberalismo moral a partir de su mismo nacimiento. De este modo, los liberales fueron personas las más de las veces descreídas (los devotos cristianos estaban, casi por obligación, en los partidos conservadores), pero con una finísima y elevada conciencia moral.
El espíritu liberal se vivió en la España del siglo XIX en forma dramática. Lo que en los años de la guerra de la Independencia fueron los “afrancesados”, los traidores a las esencias tradicionales de lo español, lo representaron más tarde los “liberales” (Marañón,
Como puede advertirse, Ortega llama no a los políticos sino a los intelectuales a una cruzada liberal. Los convoca a una tarea nacional. No hay duda de que Marañón leyó esta convocatoria, y que además la hizo suya inmediatamente. No se ha estudiado aún con el suficiente detalle la influencia de Ortega en Marañón, o si se prefiere, el magisterio intelectual y moral de Ortega sobre algunos de los más importantes personajes de su generación, muy en primer término Gregorio Marañón. El liberalismo de Marañón es el de Ortega. Éste, pocos meses después, en febrero de 1908, añadía: “Llamo liberalismo a aquel pensamiento político que antepone la realización del ideal moral a cuanto exija la utilidad de una porción humana, sea ésta una casta, una clase o una nación. La dirección conservadora, por el contrario, se desentiende de exigencias ideales, niega su valor ético y se atiene en este punto a lo ya logrado, cuando no fomenta el regreso a formas superadas de constitución política” (Ortega,
Ortega tiene claro que en los ámbitos conservadores y clericales el término “liberal” había adquirido un matiz negativo, de persona blanda de carácter, incapaz de defender sus convicciones, tornadiza, no fiable. “[A la palabra Libertad] se la ha reducido a la significación de tolerancia, y en la tolerancia hemos imbuido después un sabor de complicidad” (Ortega,
Como no podía ser de otro modo, el jefe del partido conservador, Maura, replicó a Ortega, defendiendo que lo bueno del liberalismo ya lo había asumido la derecha, y que por eso los partidos liberales se habían hecho conservadores. Ortega le concede que “en España no hay sino conservadores” (Ortega,
El liberalismo es, por tanto, una filosofía, un modo de ver el mundo, una ética, y también, pero sólo también, un modo de hacer política. No sólo son cosas distintas sino que con frecuencia no van unidas. Ortega duda de que Moret, el jefe del partido liberal, sea verdaderamente un liberal en el primer sentido de la palabra, y por supuesto hay liberales en todos o casi todos los partidos del espectro político.
Esta distinción es importante, porque de Ortega y Marañón hay que decir que fueron liberales en el primer sentido más que en el segundo. Quiero decir que fueron más moralistas que políticos. Porque actuaron así, quisieron moralizar la vida pública española, combatiendo un modo distinto de entender la moral del que derivaban desastrosas consecuencias políticas, el conservadurismo y reaccionarismo frailuno y clerical. En su polémica con el partido conservador, esto es lo que dice claramente Ortega. Son dos modos de entender la vida y la propia ética. Ser liberal significaba romper con buena parte del lastre de la historia de España y buscar un horizonte nuevo para el país.
Marañón quiso eso mismo, y tal es la razón que, como Ortega, buscara romper con toda la costra tradicional de España, con la monarquía, con la farsa de los partidos turnantes, y también con la dictadura de Primo de Rivera. Lo que España necesita es un nuevo estilo de ser humano, con una conciencia autónoma de su deber, al modo kantiano y neokantiano, que por lo demás era el que él había visto en sus mayores y en los maestros a quienes admiraba. Hay que remoralizar España, y hay que hacerlo desde un modo nuevo de entender la moral, menos leguleyo y más auténtico. La moral católica de las derechas estaba gobernada por el Derecho canónico, y la moral laica de las izquierdas por el Derecho político. Pero tanto unas como otras lo fiaban todo del derecho. Marañón, exactamente igual que Ortega, piensa que eso es un error. Que el concepto primario no es el de derecho sino el de deber, y que es preciso, a partir de él, reformar completamente la moral de nuestro pueblo.
En un artículo que lleva por título “Los deberes olvidados”, Marañón hace “examen de conciencia” (Marañón,
Esta cruzada a favor del deber frente a la invasión del derecho, le obligará a tomar partido activo en la batalla que en los años de la Segunda República se libra en España en torno al tema de la ética médica. La Iglesia católica y los partidos conservadores abogan por elaborar unos “códigos deontológicos” que definan las obligaciones de los médicos y unos comités sancionadores de infracciones deontológicas dentro de los Colegios de Médicos, como modo de preservar de la mala práctica el ejercicio profesional. De lo que se trataba, en última instancia, era de trasladar al ámbito profesional los mismos procedimientos sancionadores vigentes en el orden canónico y en el civil. Marañón, inmediatamente, se opone a ello, y pronuncia en la Universidad de Santander unas famosas conferencias sobre
Ése es el contexto en que Marañón escribe
¿Y qué es vocación? ¿Algo así como una emoción romántica surgida en el interior de uno mismo? Nada más alejado de la realidad. Para Marañón se trata de “una emoción primordial del deber, con detrimento de los posibles derechos” (Marañón,
Esto le lleva a Ortega a distinguir el “deber ser”, propio de las reglas y normas genéricas, y el “tener que ser” específico de cada persona humana. Este último es el que define nuestro verdadero “deber”, no el específico o genérico, sino el propio, personal e intransferible deber de cada uno. Esto es lo que Ortega llama “autenticidad” o “responsabilidad”. En Marañón se encuentra la misma idea: es la distancia que hay “entre las normas teóricas y la propia personalidad” (Marañón,
La verdadera vocación no tiene nada que ver con reglamentos o leyes. “La vocación genuina, pudiéramos decir ideal, es algo muy parecido al amor. ‘Es, ha dicho Pierre Termier, una pasión de amor’. Por lo tanto, una pasión que tiene las características del amor, a saber: la exclusividad en el objeto amado y el desinterés absoluto en servirlo” (Marañón,
Ahora podemos entender mejor el contexto en que Marañón escribe sobre la “vocación” médica como tarea moral. No será buen médico quien se limite a cumplir las normas o reglas establecidas por los códigos y reglamentos. Tampoco lo será quien actúe por miedo a las sanciones. Del médico se espera más; se espera que sea excelente, que haga las cosas lo mejor posible, que ponga su vida al servicio de su profesión. Y esto, dice Marañón, sólo se conseguirá a través de la vocación y de la fidelidad a la vocación. “La ética profesional brota, como una flor espontánea, de la vocación. Cuando el maestro descubre en el alumno la vocación verdadera y la conforta; y cuando en el terreno de la vocación demostrada siembra los conocimientos, está haciendo no sólo un buen médico, sino un médico bueno, de profunda moral profesional. De aquí mi convicción, un tanto revolucionaria, de que no se precisan reglas de moral expresas ni cursos de Deontología. En las Facultades de Medicina, la moral, como asignatura, no se enseña por lo común. Y esto, que escandaliza a algunos, tiene esta razón fundamental. El médico bien preparado en el sentido humano e integral que hemos expuesto, el médico de vocación y no el de pura técnica, ése no necesita de reglamentos para su rectitud. Al médico mal preparado, las reglas y consejos morales le serán perfectamente inútiles. Sobran aquí, como en todos los problemas de conducta moral, las leyes” (Marañón,
La vocación es el nuevo nombre del deber. Lo que a comienzos de siglo era deber puro y duro, kantianamente entendido, frente a los rituales obsesivos de purificación y perdón de preceptos que se violan sistemáticamente, y que los mismos ritos purificadores propician el transgredir, el deber concreto, situado, personal, intransferible, de quien se sabe obligado a cumplir con una vocación propia, personal, única e irrepetible, de tal modo que si no la lleva a cabo él nadie más podrá hacerlo. Es la idea de la vida como “misión”, de la que comenzó a hablar en España a la altura de 1935 Xavier Zubiri.
Esta es la ética de Marañón. Y esto es lo que sigue vigente de su pensamiento. Hoy como entonces, necesitamos combatir la heteronomía moral, propiciada por todo tipo de instituciones y agentes sociales, tanto eclesiásticos como civiles. No hay más ética que la autónoma. En este punto el legado de Kant hay que considerarlo definitivo y resulta hoy tan insustituible como cuando lo formuló su autor. Necesitamos personas autónomas, responsables, conscientes de su deber, auténticas, coherentes con su vocación de seres humanos, y de seres humanos concretos, con las circunstancias propias de cada uno y las aptitudes también de cada uno. Necesitamos personas de vocación. Los españoles de la generación de 1914, y muy particularmente Ortega y Marañón son, en este sentido, sujetos ejemplares, representantes paradigmáticos, modelos de comportamiento. Por eso han pasado a la historia. Por eso siguen interesándonos hoy. Así entendían ellos su “liberalismo”, como una conducta moral, como autonomía frente a heteronomía, como responsabilidad frente a obediencia ciega, como seriedad ante la vida frente a todo tipo de mistificaciones; por tanto, como un estilo, un modo de ser. “El liberalismo es una conducta y, por lo tanto, es mucho más que una política. Y, como tal conducta, no requiere profesiones de fe sino ejercerla, de un modo natural, sin exhibirla ni ostentarla. Se debe ser liberal sin darse cuenta, como se es limpio, o como, por instinto, nos resistimos a mentir” (Marañón,