ANÁLISIS DE NUESTRA AMÉRICA Y CONEY ISLAND
En el ensayo Nuestra América es posible advertir un eje semántico que se articulará a partir de dos conceptos, la “tierra” y la “sangre”, estableciéndose una malla de relaciones que vinculará otras imágenes con estas dos primigenias, por medio de lo cual Martí construirá su visión del hombre americano.
En Nuestra América la tierra funcionará como matriz fundadora a partir de la cual se gestarán varios de los elementos importantes considerados por Martí. Siempre pensando en la creación de una República, dirá que “la revolución que triunfó con el alma de la tierra […] con el alma de la tierra había de gobernar” (Martí, 1977, p. 35), o sea sentará como base para el buen gobierno de la República el conocimiento ligado a todos los aspectos que se enlacen con la tierra.
Pero la tierra no bastará para conformar al hombre americano. Será necesaria la unión de ella con la “sangre cuajada de la raza india” (Martí, 1977, p. 33) y que servirá de estandarte para proponer el modelo del hombre americano, cuya “virtud superior” (Martí, 1977, p. 35) estará “abonada con sangre necesaria, de la república que lucha contra la colonia” (Martí, 1977, p. 35). De esta forma Martí verá siempre en la sangre un abono que se mezclará con la tierra para concebir un suelo fértil desde el cual emergerá el hombre americano en una América que estará “manchada sólo con la sangre de abono que arranca a las manos la pelea con las ruinas.” (Martí, 1977, p. 38).
Una vez abonada la tierra, ya es posible que germine vigorosa la semilla, aquella “semilla de la América nueva” (Martí, 1977, p. 39). Como se aprecia, Martí va tejiendo una red, sobre la base de estos dos elementos, que sostendrá el discurso acerca del hombre americano y la naturaleza. Es así como la semilla se desarrollará y crecerá para dar vida a otra de las figuras relevantes: el árbol. Martí lo llamará “el árbol glorioso” (Martí, 1977, p 37), los que “se han de poner en fila” (Martí, 1977, p. 31) exigiendo la unidad del continente y que serán desdeñados, como veremos más adelante, por los hombres que se avergüenzan de América. A partir de estos árboles, símbolos de lo natural, lo autóctono, dirá que los pueblos americanos estarán “nutridos de savia gobernante” (Martí, 1977, p. 35), es decir los verdaderos hombres americanos serán aquellos que beban de aquel elixir final que estará almacenado en el interior de los árboles y que será el resultado de la combinación de la labranza de la tierra con el abono de las venas. De esta manera, el hombre natural se nutrirá a partir de la savia para volver a generar una sangre que, finalmente y cerrando el círculo de la naturaleza, fertilizará nuevamente su tierra para las próximas generaciones, con lo que “el camino [quedará] abonado por los padres sublimes” (Martí, 1977, p. 39).
También es importante recalcar que Martí parte de imágenes de las cuales, gran parte, cumplen funciones internas: la sangre que está dentro del cuerpo; la semilla que se planta dentro de la tierra y que luego será el núcleo del fruto; el abono que se mezcla también con la tierra; la savia que recorre los tallos de los vegetales; las raíces que atraviesa subterráneamente a la cordillera, “como la plata en las raíces de los Andes” (Martí, 1977, p. 31); todas representaciones naturales. Si bien Martí también utiliza al árbol, que es un ente externo, este no es más que el resultado final de un proceso que parte desde lo profundo de la tierra y que será su agente abierto hacia el exterior. Martí dirá: “injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser de nuestras repúblicas” (Martí, 1977, p. 34), aquel tronco que nace y se forja desde lo interno. Con todo esto, a la categoría natural que Martí ocupa para definir al hombre americano, habría que agregar el carácter interior que él le incorpora, rasgo muy importante, como veremos más adelante, para que estructure la psicología del hombre americano.
Pero hay otros hombres a los cuales Martí se refiere y que podemos separar en dos tipos: por un lado los hombre nacidos en América, que desdeñan de su pueblo originario, a los cuales Martí en Nuestra América llama “sietemesinos” y, por otro lado, os habitantes de los Estados Unidos, quienes aparecen tanto en Nuestra América como en Coney Island.
Así, Martí va a proceder a asignar a estos hombres cualidades opuestas a las que consideró para el hombre original americano, dejando en claro que los primeros no poseerán ni se ajustarán a las anteriormente enaltecidas propiedades naturales con que contaban los segundos. Por el contrario, de los hombres americanos que desdeñan su propio origen Martí dirá que “los que no tienen fe en su tierra son hombres de siete meses […] y dicen que no se puede alcanzar el árbol” (Martí, 1977, p. 31), desvinculándolos desde el principio de dos de las imágenes más destacadas para el autor, la tierra y el árbol, y a quienes también emparentará con representaciones naturales, pero al contrario que en el caso de los “hombres naturales de América”, en etas quedará de manifiesto que aquella “armonía serena de la Naturaleza” (Martí, 1977, p. 36) no solo no pertenecerá a los “sietemesinos”, sino que además eta última se mostrará de forma enferma y que su desenvolvimiento en ella incurrirá indefectiblemente en agudizar su crisis. Es así que Martí los señalará como “insectos dañinos” (Martí, 1977, p. 32), es decir los transformará en plagas para la naturaleza, obligadas a vivir “de su sustento en las tierras podridas, con el gusano de corbata.” (Martí, 1977, p. 32). Y lo mismo ocurre para el caso de los nacidos en Estados Unidos. Al comenzar su ensayo Coney Island, lo primero que se preguntará Martí es “si hay o no en ellos falta de raíces profundas” (Martí, 1881, p. 1), agregando luego que los líquidos que beben estos hombres son “desagradables aguas minerales” (Martí, 1881, p. 4).
Por otra parte y considerando todo lo enunciado anteriormente, creo que el hecho de que Martí llame a los hombres que repudian a su propio suelo “sietemesinos” no es gratuito: serían hombres que habrían renegado no solo de su origen, sino también del interior que los cobijaba y de la sangre que los regaba. Serían hombres prematuros, ansiosos por dejar atrás todo lo primigenio para acceder lo antes posible a lo foráneo. Es por esto que Martí podrá decir también, ahora refiriéndose a los ciudadanos de Nueva York, y repitiéndolo dos veces, como remarcando la importancia de la frase y su oculto mensaje, que “Todo está al aire libre: los grupos bulliciosos; […] el teatro, la fotografía, la casilla de baños; todo está al aire libre.” (Martí, 1881, p. 3), es decir no solo Martí los dejará fuera de lo natural, sino que, tal como sugerí antes, los exiliará del interior mostrándolos como hombres que solo pueden tener vida externa, es decir “al aire libre”.
Como se aprecia, el autor va confeccionando esta red utilizando las categorías que antes sinteticé, asignando a los hombres naturales cualidades positivas y a los “otros” negativas, tal como explica Van Dijk (1980) y, por supuesto, ocupando todas las marcas anteriormente descritas dentro del marco teórico.
He insistido en la posibilidad de que Martí, al escoger los símbolos que representen al hombre americano, no solo haya optado por connotaciones que apunten hacia lo natural, sino también a imágenes que de una u otra manera se dirijan hacia el interior. Como adelanté, esto se debe a que ahora, al caracterizar su psicología del hombre americano, considerará como sustancial esta distinción de su carácter. En Coney Island dirá que en los pueblos americanos “vivimos devorados por un sublime demonio interior, que nos empuja a la persecución infatigable de un ideal de amor o gloria […] la nostalgia de un mundo espiritual superior [nos] invade y aflige.” (Martí, 1881, p. 3). Es decir, la semilla que antes daba paso al árbol ahora será, para Martí, aquel espíritu profundo que todo hombre americano debe poseer para desarrollarse hacia el exterior y aquella sangre que corre por sus venas será ahora aquel demonio que sacude la conciencia. Y tal como la sangre es emblema no solo de lo interno, sino también de lucha y sufrimiento, del mismo modo este demonio interior no solo representará aquel anhelo de consecución de un ideal, sino que agregará el ingrediente final para caracterizar del todo al verdadero hombre americano: una melancólica aflicción y la comunión ante el dolor.
Martí dirá que “es fama que una melancólica tristeza se apodera de los hombres en nuestros pueblos hispano-americanos […] que por mucho que las primeras impresiones hayan halagado sus sentidos, enamorado sus ojos, deslumbrado y ofuscado su razón, la angustia de la soledad los posee al fin” (Martí, 1881, p. 3). Y, aunque parezca paradójico, será aquel desconsuelo el que fomentará la unidad en Hispanoamérica. Al abrir Coney Island, se preguntará “si son más duraderos en los pueblos los lazos que ata el sacrificio y el dolor común que los que ata el común interés” (Martí, 1881, p. 1), realizando la comparación entre Hispanoamérica y Estados Unidos. Lejos de ver el sentido trágico de aquella desdicha, Martí la ensalzará asumiéndola como representativa de lo que él quiere rescatar. Así indagará: “¿en qué patria puede tener un hombre más orgullo que en nuestras repúblicas dolorosas?” (Martí, 1977, p. 32). Y más adelante volverá a desarrollar la idea de: “que no hay patria en que pueda tener el hombre más orgullo que en nuestras dolorosas repúblicas americanas” (Martí, 1977, p. 34). En consecuencia, postula que el sufrimiento cumple un rol fundamental dentro del pueblo hispanoamericano. Es por medio de su aceptación que se establecerán vínculos de unidad entre los americanos. Martí en este sentido se preguntará: “Pues, ¿quién es el hombre? ¿El que se queda con la madre, a curarle la enfermedad, o el que la pone a trabajar donde no la vean?” (Martí, 1977, p. 32). Aquí, por madre podríamos entender tierra, naturaleza, indios, campesinos, negros, todos enfermos en el continente hispanoamericano. Pero es gracias al esfuerzo que implica el velar por el cuidado de los oprimidos que puede surgir “el pudoroso, tierno, y elevado amor de nuestras tierras” (Martí, 1881, p. 3). Sin dolor no hay amor, podría haber concluido Martí.
Por el contrario, los ciudadanos de Norteamérica nuevamente se harán cargo de las características opuestas a las de los de Hispanoamérica. En ellos aquel “demonio interior” que puja por darse a conocer en los hombres americanos será reemplazado por “una intimidad superficial, vulgar y vocinglera” (Martí, 1881, p. 2). Esta falta de interioridad profunda percibida por Martí ya no propiciará aquella unidad otorgada gracias a un pesar común, sino que impulsará hacia una “exagerada disposición a la alegría […] facilidades para todo goce [y una] absoluta ausencia de toda tristeza o pobreza visibles” (Martí, 1881, p. 3). Esto último es importante: si bien no sería “visible” la “tristeza y pobreza” en los habitantes de Nueva York, este espíritu desarraigado, “turbado sólo por el ansia de la posesión de una fortuna” (Martí, 1881, p. 3), traería consigo la falta de lazos dolorosos y lo que es más grave aún y causa directa de lo anterior, una indiferencia hacia los seres queridos y ausencia de aquel amor “pudoroso, tierno y elevado” del hombre americano. Es más, Martí denunciará a “tanta dama que deja abandonado en los hoteles a su chicuelo […] y [que] al volver de su largo paseo, ni coge en brazos, ni besa en los labios, ni satisface el hambre a su lloroso niño.” (Martí, 1881, p. 4). Y la queja continuará en Nuestra América, fustigando ahora a los “sietemesinos”, esos “¡hijos de carpintero, que se avergüenzan de que su padre sea carpintero! ¡Estos nacidos en América, que se avergüenzan […] de la madre que los crió!” (Martí, 1977, p. 32). Así, la red martiana sigue su curso: primero elementos de la naturaleza; luego la búsqueda del interior; finalmente Martí nos entrega otro par de ejes fundamentales en su búsqueda de las raíces del hombre americano: el dolor y el amor, puntales interdependientes para su construcción del hombre natural.
Otras cualidades que el autor verá en la estirpe del hombre americano serán su valor y su genio impetuoso cuando se trata de defender sus derechos. Para él “los pueblos originales [poseerán] una composición singular y violenta […] dispuesto[s] a recobrar por la fuerza el respeto de quien le[s] hiere la susceptibilidad o le[s] perjudica el interés” (Martí, 1977, p. 33). En cambio, de los desdeñadores de la patria, Martí dirá que “les falta el valor [y que tienen] el brazo canijo, el brazo de uñas pintadas y pulsera [y que son] delicados” (Martí, 1977, p. 31), todas peculiaridades que mermarán su virilidad y engrandecerán aún más la de los hombres naturales. Es decir, a las características románticas que antes estableció para identificar al hombre americano -melancolía y sentimiento de soledad; valoración e incorporación de la Naturaleza3- Martí no restará como componente esencial la hombría que deben de poseer los pueblos originales para la consecución de sus esperanzas.
Pero no todo serán loas para los hombres primitivos. Martí también reconocerá en ellos la falta de conocimiento que poseen y que dificultará la posibilidad de concretar la unidad. Refiriéndose a los pueblos autóctonos dirá: “La masa inculta es perezosa, y tímida en las cosas de la inteligencia, y quiere que la gobiernen bien.” (Martí, 1977, p. 33). Esta ignorancia que detecta en los pueblos americanos es para Martí uno de sus mayores peligros, ya que perjudica el intento de estrechar lazos entre los que debieran de estar juntos. De esta manera, para Martí será necesario que “los pueblos que no se conocen [se den] prisa para conocerse […] Los que se enseñan los puños, como hermanos celosos [deben] de encajar, de modo que sean una, las dos manos.” (Martí, 1977, p. 31), ya que de lo contrario surge la amenaza de ser devorados por pueblos más fuertes que el hispanoamericano, específicamente por los Estados Unidos, país al que verá como “el gigante de las siete leguas” (Martí, 1977, p. 31), dado su gran empuje y su tamaño portentoso, o como un pulpo (“sobre algunas repúblicas está durmiendo el pulpo” (Martí, 1977, p. 36)), tal vez por su gran cantidad de tentáculos para coger a los desprevenidos o por la tinta que deja escapar y que no permite ver cómo son en verdad las cosas. También Martí empleará la figura del tigre, pero en este caso no solo para referirse a los Estados Unidos: “El tigre de adentro se entra por la hendija, y el tigre de afuera.” (Martí, 1977, p. 37). Habría entonces dos tigres: uno sería claramente Norteamérica, aunque “la colonia [también] continuó viviendo en la república” (Martí, 1977, p. 35), o sea que el “tigre de adentro” no representaría sino a todos aquellos que repudian de alguna forma a los pueblos originales, aquella colonia que aún persiste y que pretende gobernar “las dolorosas repúblicas americanas” con “leyes heredadas de cuatro siglos de práctica libre en los Estados Unidos, de diecinueve siglos de monarquía de Francia4.” (Martí, 1977, p. 32). Consciente de todos estos riesgos, Martí alentará a que “¡los árboles se han de poner en fila, para que no pase el gigante de las siete leguas!” (Martí, 1977, p. 31). En este enunciado es posible advertir uno de los recursos formales de Martí para hacer frente al “gigante de las siete leguas.” Se trata de una tríada de conceptos que en varias ocasiones utiliza para estructurar sus pensamientos, la cual está conformada por los términos naturaleza, palabra y signos bélicos. Con respecto a la escritura y como si se tratase de un ser vivo, Martí señalará: “han de podarse de la lengua poética, como del árbol, todos los retoños entecos […] con lo que, con menos hojas, se alza con más gallardía la rama” (Martí, 1882). Pero es al conferirle la categoría de defensa bélica cuando el autor logra que sus sentencias tengan la consistencia necesaria para ir al frente. Al respecto explica: “cuando el verso quede por hecho ha de estar armado de todas armas, con coraza dura y sonante, y de penacho blanco rematando el buen casco de acero reluciente.” (Martí, 1882). Es decir, Martí convierte a la naturaleza y a la palabra en los estandartes de su ejército de ideas que servirán en su lucha a favor del hombre americano. Así es que puede decir: “Trincheras de ideas valen más que trincheras de piedra.” (Martí, 1977, p. 31).
Si por un lado observa cierto atraso por parte del pueblo americano, por otro reconocerá su disposición a ser bien gobernado y educado. Él expresará que “el hombre natural es bueno, y acata y premia la inteligencia superior […] y quiere que [lo] gobiernen bien” (Martí, 1977, p. 33). Y para Martí “gobernante, en un pueblo nuevo, quiere decir creador” (Martí, 1977, p. 33). No en vano he puesto aquí este último pensamiento. ¿De qué instrumentos se valdrá para colaborar en la cruzada educativa de los pueblos americanos? ¿Cuál será su estrategia creativa, con el fin de que aquel hombre natural, bondadoso y tosco, se impregne con sus enseñanzas? Si atendemos a la forma en que está estructurado, podremos percatarnos que en el ensayo Nuestra América, casi siempre al final de cada párrafo, aunque en ocasiones en medio de los mismos, Martí incorpora aforismos, a veces muy breves, cuya función acuerda muy bien con lo antes sugerido. He escogido tres, a modo de ejemplo: “El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país.”; “Conocer es resolver.” y “Pensar es servir.” Como se aprecia, en sus sentencias Martí intenta sintetizar en una frase todo su pensamiento, de modo que este sea sencillo de digerir tanto para los cultos como para los incultos. En el primero, Martí enuncia su hipótesis de que para la constitución de un gobierno es fundamental la armonía de los caracteres naturales de la región. Luego agrega que es gracias a esta instrucción que es posible dar una resolución a los problemas. Por último, explica que todo este proceso debe estar sentado en el pensar, que más que motivo de orgullo o de soberbia es una piedra basal para la nueva construcción de los pueblos americanos: la inteligencia dirigida hacia la búsqueda de un equilibrio entre los principios naturales del país.
Las herramientas y utensilios que utilizan los pueblos americanos también van a corroborar nuestra línea propuesta. Cada uno de ellos va a hacer referencia nuevamente a la tierra, ya que corresponderán a elementos relacionados con el campo o con lugares agrestes. Las armas representativas que portarán los hombres naturales serán el machete, el lanzón y la lanza, que Martí defenderá por cuanto habrá sido gracias a ellas el triunfo de la independencia: “al machete no le va vaina de seda, ni en el país que se ganó con lanzón se puede echar el lanzón atrás” (Martí, 1977, p. 36). Para el diario vivir, rescatará los delantales indios, las botas, los caballos y las picotas. Las principales características que el autor pareciera querer rescatar de estos recursos serán dos: por un lado, su carácter rural, lo que implica un descanso frente al progreso (“las capitales de corbatín dejaban en el zaguán al campo de bota y potro” (Martí, 1977, p. 35)) y por otro lado, lo que resultaría como consecuencia directa de lo anterior, su alejamiento de la suntuosidad, tan criticada por Martí. Así por ejemplo, enfatizará que de uno de los peligros de los cuales debe salvarse América será del que le ocurre a ciertas regiones, que “olvidando que Juárez paseaba en un coche de mulas, ponen coche de viento y de cochero a una pompa de jabón” (Martí, 1977, p. 23).
En contraposición a los pueblos originarios Martí destacará entre los “sietemesinos” el gusto por lo foráneo, del cual el máximo representante será “el libro importado” (Martí, 1977, p. 20), que solo servirá para formar “letrados artificiales.” (Martí, 1977, p. 37). El problema que ve en estos “redentores bibliógenos” (Martí, 1977, p. 35) es que caen en abusos al introducir leyes y directrices extranjeras para la dirección del gobierno en los pueblos americanos, sin comprender que “con un decreto de Hamilton no se le para la pechada al potro del llanero” (Martí, 1977, p. 32). De esta forma Martí establecerá dos tipos de ideologías: una que opera con respecto a la vida rural, en la que hallará la base para una sociedad que consigne las verdaderas cualidades de lo americano, y otra que se vincula a la vida urbana, en la que, por un lado, no desconocerá el valor de una adecuada organización para el desarrollo de la república, la cual, quiérase o no, surge desde las ciudades, pero por otro verá en ella la amenaza de una desnaturalización de lo autóctono, producto de un desequilibrio establecido entre ambas partes, dado por una “resistencia del libro contra la lanza […], de la ciudad contra el campo.” (Martí, 1977, p. 36).
Como adelanté anteriormente, otro de los rasgos que Martí notará en los “hombres de siete meses” será su propensión al lujo, del cual dirá que es “venenoso, enemigo de la libertad, [que] pudre al hombre liviano y abre la puerta al extranjero.” (Martí, 1977, p. 37). Esto es precisamente lo que más le asombrará entre los veraneantes neoyorquinos en Coney Island, “el tamaño, la cantidad, el resultado súbito de la actividad humana, esa inmensa válvula de placer abierta a un pueblo inmenso” (Martí, 1881, p. 3), es decir lo exagerado y atiborrado de los equipamientos dispuestos para la diversión y el goce de los norteamericanos. Y esta pompa irá de la mano con la idea de progreso, el cual no será dejado de lado por Martí. Esta prosperidad colmará todas las construcciones del balneario que retrata en Coney Island (incluido su nombre, “Cable”, digno representante de la llegada de la tecnología) y el riesgo que Martí verá en ella será el que traiga consigo la destrucción de la naturaleza (“los ferrocarriles echan abajo la selva” (Martí, 1882)), con lo que de paso se iría aniquilando paulatinamente la poesía, agravando aún más el problema. Recordemos que si para Martí poesía y naturaleza no pueden disociarse (su Prólogo al Poema “Al Niágara” puede leerse: “la vida personal dudadora, […] íntima febril, […] ha venido a ser el asunto principal y, con la Naturaleza, el único asunto legítimo de la poesía moderna.” [Martí, 1882]), entonces el adelanto en la urbe que no respete el hábitat natural del ser humano también lo condenará a una vida espiritual lacerada. Así podrá decir Martí, en su ensayo El Poeta Walt Whitman, que “la poesía […] es más necesaria a los pueblos que la industria misma, pues ésta les proporciona el modo de subsistir, mientras que aquella les da el deseo y la fuerza de la vida.” (Martí, 1887).
A partir del análisis efectuado es posible apreciar que Nuestra América resalta, a través de su discurso ideológico, las cualidades positivas de los hombres naturales de América en contraposición a las negativas de los otros.
Con esto, Martí establece una conexión entre los elementos autóctonos de América y sus habitantes, compeliendo a su utilización, por sobre lo foráneo, para el buen desarrollo de la República.
En cuanto a la posibilidad de extensiones futuras de esta investigación, es posible complementar este análisis utilizando otras herramientas proporcionadas por los estudios del discurso, para proseguir con este tipo de análisis de la obra martiana.
Una aplicación directa al respecto sería la incorporación de la teoría de la valoración (Peter White, Nora Kaplan y James R. Martin) dentro del marco de este análisis, sobre todo del concepto de actitud, con sus tres subcategorías (afecto, juicio y apreciación), que posibilitaría profundizar los aspectos relacionados la ideología martiana y realizar un examen minucioso, párrafo por párrafo, de los ensayos Nuestra América y Coney Island.