Los orígenes intelectuales del nacionalismo y de su idea de cultura hallan en la obra del pensador alemán Johann G. Herder (1744-1803) una referencia ineludible. Herder propuso una versión de la Ilustración contraria a la
The intellectual origins of Nationalism and its idea of Culture found an unavoidable reference in Johann G. Herder’s work (1744-1803). Herder put forward an approach to Enlightenment contrary to the
Johann Gottfried Herder (1744-1803), pensador alemán nacido en la Prusia oriental en una familia de escasos recursos y fe pietista, constituye el eje alrededor del cual proponemos esta indagación sobre los orígenes intelectuales de la ideología nacionalista. Su defensa de la singularidad de los pueblos y culturas, su visión del lenguaje como elemento clave de la identidad cultural, su crítica acerba del racionalismo ilustrado, que tanta repercusión ha tenido en la crítica actual de la globalización como forma estandarizada de vida, su humanitarismo pacifista y, en fin, su propia condición de intelectual impaciente, insatisfecho y marginal en un mundo que le dio la espalda hacen de él una atalaya privilegiada para entender el fenómeno nacionalista en sus orígenes.
No pretendo decir que el nacionalismo saliese completamente formado y definido de la cabeza de Herder, sino que, en torno a este autor, a su época, ideas y personalidad, los elementos constitutivos del nacionalismo empezaron a girar y combinarse de una manera que dejó huella. El pensador alemán fue una auténtica
Herder formó parte de esa constelación de pensadores alemanes que, en la segunda mitad del siglo XVIII, revolucionaron el panorama europeo. El nacionalismo surge así de una obra inserta en el proceso de alumbramiento de la filosofía crítica, del idealismo, del romanticismo, etcétera. En este sentido, quizás sin saberlo y en una ominosa segunda fila respecto de los autores nombrados, Herder hizo su contribución a aquella revolución. Para ello, fue capaz de absorber un número llamativo de novedosas tendencias intelectuales y recrearlas a su modo y manera, de tal forma que semejante recreación le llevó a ser un autor enciclopédico donde convivían especialidades hoy separadas. Herder fue filólogo, crítico literario, historiador de la literatura, estudioso del folklore, filósofo, antropólogo, teólogo y Pastor luterano. Esta precisión resulta importante para comprender que el nacionalismo inició su andadura en un mundo en el que prevalecían cualificaciones no tan mostrencamente académicas ni especializadas como las actuales, sino de más altos vuelos. No se trataba, entonces, de ser un crítico literario que escribiese en revistas ultraminoritarias o un historiador de la literatura entregado a la elaboración de infumables tratados con millones de notas al pie, sino de ser un crítico y un historiador para reformar a la humanidad. Este tono moralizante, reformista y, en fin, ideológico de la enciclopédica obra herderiana nos habla no solo de su concepción ilustrada del saber como vía de perfeccionamiento moral y social, sino de una actitud rebelde e inconformista que se sirve del estudio y la erudición para remediar los males existentes.
No conviene olvidar que Herder, junto con Goethe y otros jóvenes airados, fue uno de los impulsores del movimiento prerromántico alemán conocido como
Esta impronta subversiva, de crítica del
Herder, que nada tiene que ver con aquellas élites, salvo que les preparó el brebaje que consumirían con delectación, era un ingenuo, un reformador bienintencionado de la humanidad, un ilustrado radical y utópico. Pero esa ingenuidad, bondad y humanitarismo, por los elementos involucrados en su satisfacción, tendrían un destino histórico inesperado ya que lo que, en su origen, fue una utopía emancipatoria terminó engendrando una política de dominación. Y aquí la idea de cultura, tal y como fue configurada por Herder aprovechando la inagotable imaginación intelectual de la segunda mitad del siglo XVIII, jugó un papel decisivo y explosivo.
La perspectiva desde la que abordo el fenómeno nacionalista lo considera una
La empresa intelectual de Herder resulta relevante para el nacionalismo en tanto abordamos este como idea. Pues aquel involucró en tal empresa una
Herder, en ese año crucial, se arrepiente de toda una formación que lo convirtió en un “tintero de cultura sabihonda”, en “un estante que solo pertenece al cuarto de estudio” y que lo apartó de “conocer por extenso el mundo, los hombres, las sociedades, las mujeres, el placer”. Este lamento le hace exclamar: “¿Cuándo llegaré a destruir en mí cuanto he aprendido y a descubrir por mí mismo lo que pienso, lo que aprendo y lo que creo?”.
Para lograr ese objetivo, se apremia a elevarse “por encima de las discusiones y méritos librescos”, a consagrarse “al provecho y a la formación del mundo vivo”. En un ejercicio sorprendente de autoconciencia, que tan bien evoca el espíritu inconformista del
En estos fragmentos, ya está entero el Herder cuya insatisfacción personal consigo mismo y el mundo le impulsará a emprender su particular viaje de la impaciencia a la tierra soñada de un
Goethe trabó relación con Herder en el Estrasburgo de 1770, donde el segundo había llegado como maestro y predicador de viaje de un joven príncipe. En
La ansiedad de Herder recuerda vivamente al Rousseau que no soportaba la vida de los salones ni, en general, esa sociabilidad del trato educado donde el parecer prevalece sobre el ser, tan definitoria del mundo de la Ilustración. Herder afirma que “en las amistades y en sociedad: inoportuno temor previo o demasiadas expectativas de los demás, lo primero me paraliza de entrada, lo segundo me induce al error y me hace ridículo” (Herder,
El gran Lichtenberg, contemporáneo de Herder, tiene un aforismo memorable donde nos previene contra esos autores que, por hablar con
La insatisfacción de Herder, su malestar, provoca que lo identitario, la cultura nacional, no se tramita en su obra como una mera pasión de anticuario, como un asunto meramente erudito inocente en términos políticos. Herder se sabía inmerso en una lucha ideológica contra el afrancesado y cosmopolita racionalismo ilustrado y contra su plasmación política en la forma del reformismo monárquico. Lucha que le llevará, como a su amigo Hamann, a proponer un concepto alternativo, sublime, radical de Ilustración.
Es esa conciencia de participar en una batalla intelectual y política, de entender que su obra posee, en última instancia, un cariz ideológico, la que permite establecer una relación entre Herder y el nacionalismo. Y ello a pesar de que el nacionalismo del pensador alemán posea unas características que lo distancian del nacionalismo posterior.
Mi punto de vista choca con dos visiones centrales en los estudios sobre Herder y el nacionalismo, las de Isaiah Berlin y Ernest Gellner.
Berlin niega el vínculo entre Herder y el nacionalismo despolitizando la exploración identitaria del autor alemán y presentándola como una exploración sin relevancia ideológica, puramente erudita y sentimental (Berlin,
Gellner sitúa el nacionalismo en la órbita del Estado y su dinámica de unificación lingüística y cultural en sociedades transformadas por la división del trabajo (Gellner,
Mi noción del nacionalismo conecta con la intuición de Elie Kedourie en su breve y enjundioso libro sobre el tema. Kedourie lo entiende como un “producto del pensamiento” alemán del siglo XVIII que ejemplifica la patología de un
Kedourie dice que “revestir los problemas de poder con una terminología religiosa o estética puede conducir a una confusión engañosa y peligrosa”. En virtud de tal revestimiento, “no son los filósofos quienes se convierten en reyes, sino los reyes quienes logran servirse de la filosofía para sus fines”. La política, para los creadores como Herder de la idea nacionalista, era “una llave de oro que franqueaba la entrada a reinos de fábula”, un medio para saciar la “sed metafísica”, un “mundo interior” donde “el límite entre literatura y vida” se halla completamente desdibujado (Kedourie,
Herder utiliza el término
El término cultura carece de una determinación clara, aunque de las palabras de Herder se desprenden dos ideas asociadas con él:
Una, que forma parte de la experiencia histórica de los pueblos en que la humanidad se ha organizado a lo largo del tiempo.
Otra, que contrasta en su sentido histórico y antropológico con la versión unilateral y etnocéntrica del mismo suministrada por esa Europa ilustrada que desprecia Herder.
La cultura de la que habla el autor alemán no es la de la filosofía ni la de los salones, la de ese mundo elitista y cosmopolita de origen francés que Federico el Grande se empeñó en importar a Berlín gracias a su amistad con un Voltaire o un Mapertuis. Herder reaccionó furibundamente en 1769 contra esta atmósfera de literatos y filósofos que, pregonando la autonomía de la razón, se olvidaban de las raíces populares del pensamiento y la literatura y establecían un régimen cultural tutelado por la monarquía. Su reacción afecta no solo a dicho régimen, sino a las estructuras profundas del Antiguo Régimen; en concreto, a un reformismo de inspiración ilustrada, despótico y racionalista al mismo tiempo, cuyo burocratismo uniformador, activo militarismo y arrogante elitismo amenazaban con secar las fuentes populares. Conduciendo así a una sociedad de filósofos engreídos y burócratas dominantes sin espacio para el abigarrado y colorido mundo de las costumbres, tradiciones y oficios del
Cultura evoca, en Herder, un acto de insumisión respecto del
Esta unión entre tradicionalismo y progresismo, este uso del pasado popular no para consagrar el
Desde la impotencia política y el sentimiento de aislamiento intelectual, dos claves fundamentales para entender la idea nacionalista de cultura elaborada por Herder, este atribuirá a dicha idea tres significados:
Uno, la cultura como poder creador y vital opuesto a las frías reglas del racionalismo burocrático. En este punto, Herder romperá con el dualismo cartesiano y su prolongación en Kant y propugnará, siguiendo a Spinoza y Leibniz, una filosofía inmanentista, pluralista y vitalista. Filosofía donde las facultades humanas no están escindidas unas de otras y donde historia y naturaleza constituyen dos caras del mismo poder creador originario (Reill,
Dos, la cultura como misión redentora de la humanidad, como vanguardia ideológica de una regeneración universal a la que no le son ajenos los tonos mesiánicos y religiosos. En este punto, Herder asumirá el legado de Lutero bajo la forma, más que de una confesión religiosa, de una obra cultural. Es el Lutero creador de la lengua alemana y forjador del espíritu alemán, inspirador, en fin, de una auténtica religión nacional el que más huella dejará en Herder y su proyecto reformista (Büttgen,
Tres, la cultura como ciencia del hombre. En este punto, Herder postulará que la filosofía debe dejar el paso a la antropología, que el conocimiento metafísico y especulativo debe ser sustituido por una filosofía de la historia abierta a las realidades del hombre (Zammito,
Estos tres significados afloran en el ensalzamiento de lo primitivo tan peculiar del autor alemán: “…cuanto más primitivo es, cuanto más activo sea un pueblo –pues no otra cosa significa la palabra- tanto más primitivas, tanto más vivas, libres, sensibles, líricamente activas, serán sus canciones”.
La pureza de lo ancestral contrasta con el “pensamiento, el lenguaje y los modos literarios artificiosos, científicos”. La expresión vigorosa y firme de “los salvajes” obedece a que no han sido pervertidos “por artificios, por esperanzas de esclavos, por una furtiva y medrosa política y una premeditación confusa”. Vestigios de aquella firmeza y vigor no se hallan entre los eruditos, sino en “niños inocentes, mujeres, gente con buen sentido natural, más formados en la acción que en la especulación”. Herder exclama apesadumbrado: “Apenas vemos y sentimos ya, sino que solo pensamos y sutilizamos, no hacemos poesía con el mundo vivo (…). Después de todo, tenemos metafísica y dogmática y actas… y dormimos tranquilos” (Herder,
Los estudios de Herder sobre el lenguaje, su labor de crítico literario, sus recopilaciones y comentarios de “canciones de los pueblos antiguos”, en definitiva, toda su labor de erudito es incomprensible sin asumir su malestar típicamente rousseauniano. Lo importante de la obra herderiana para la fabricación de la idea nacionalista se relaciona con su propósito de volver a hacer, como antiguamente, antes de que la política de poder y la filosofía ilustrada estableciesen su dominio, “poesía con el mundo vivo”. El trasfondo polémico de su aventura intelectual debe tenerse presente en todo momento a fin de no sucumbir a la sublimidad de su discurso, que desconcertó a Kant por su falta de rigor analítico y verbosidad incontrolada. Herder puede resultar plúmbeo y oscuro, pero sus sarcasmos e insatisfacción lo hacen girar en una órbita ideológica muy definida de valor incuestionable para entender la política contemporánea.
Si lo primitivo exuda una idea dinámica, vital, redentora y valiosa como forma de conocimiento es debido al hecho de que, en manos de Herder, lo primitivo conecta con lo más esencial de su ideológicamente cargada idea de cultura. En el mismo sentido, opera su ensalzamiento de la singularidad e individualidad históricas, su tesis de que la historia no se acomoda a un patrón unificador y que, por ello, el destino de cada pueblo consiste en dilucidar dentro de sí mismo su propio centro de felicidad. De nuevo aquí despunta la crítica de una filosofía de la historia practicada al modo de Voltaire, con los pies orgullosamente puestos en la Europa del XVIII, lo que permite mirar por encima del hombro a las sociedades salvajes y primitivas. Herder propone
Para sentir lo que representa cada nación “debiera comenzarse por simpatizar” con ella, con la “naturaleza anímica que domina sobre todo”. Solo así uno puede persuadirse de que no hay en el mundo dos momentos que sean idénticos: “… si la historia centellea y vacila ante tus ojos, si se convierte en una maraña de escenas, pueblos y periodos, comienza por leer y aprender a ver. Todo cuadro general, todo concepto universal es pura abstracción”. El hombre no es “una divinidad espontáneamente orientada hacia el bien” porque debe aprenderlo todo, desarrollarse progresivamente y avanzar paso a paso en una lucha constante.
Herder critica, frente a esta versión individualizada y contextualizada de las actividades humanas, “la imagen ideal de virtud extraída del manual de su propio siglo”. Esta imagen impide percibir que las deficiencias y excepciones, contradicciones e incertidumbres de otras culturas y siglos “son perfectamente humanas” y atienden a su propio objetivo. En una frase redonda, que suscribiría cualquier nacionalista o multiculturalista de nuestros tiempos globalizados, dice: “Al igual que cada esfera posee su centro de gravedad, cada nación tiene su centro de felicidad en sí misma”.
No haber advertido esto hace de autores ilustrados como Hume, Voltaire y Robertson “clásicos fantasmas del crepúsculo” que, con su soberbia eurocéntrica, se privan de entender el misterio de la diversidad humana, los muchos caminos por los que el hombre, las culturas, los pueblos llegan a conquistar la felicidad. La naturaleza humana “no es un vaso de felicidad absoluta, independiente, inmutable; es un barro dúctil, susceptible de adoptar diversas formas”. De ahí que toda comparación entre dos hombres, dos pueblos, dos culturas resulte incierta y dudosa pues “¿quién puede comparar la distinta satisfacción de sentidos distintos en mundos distintos?”. Y es que el bien se halla diseminado por toda la tierra y “como una sola forma de humanidad y una sola región eran incapaces de abarcarlo, se dispersó en mil formas de humanidad y recorre ahora –eterno Proteo- todos los continentes y todas las épocas” (Herder,
La argamasa de la cultura, el cimiento del
En los años 70 del XVIII, sostiene Robert S. Leventhal (Leventhal,
El ser humano no es una entidad que preexista a sus posibles modos de expresión.
La base de la identidad política no reside en el soberano, sino en la comunidad histórica y lingüística forjadora de una cultura.
La humanidad no es una sustancia metafísica, sino una hipótesis interpretativa que permite relacionar diferentes formas de existencia histórico-culturales.
No existe soporte natural o metafísico para el lenguaje. Este constituye la posibilidad de la distinción y el conocimiento, pero él mismo flota en el vacío. Es suma de fuerzas, poderes y energías y, por ello, debido a su esencial indeterminación, no hay un criterio objetivo para diseñar el mundo humano. La cultura sería una emanación de dicha indeterminación, una fuerza misteriosa y proteica que hace de lo humano un mundo de
Con el lenguaje, dice Herder, “el género humano recibió un prototipo de todo lo que le restaba por hacer”. De ahí que el
Si la cultura es la expresión de lo que somos, el lenguaje es el arma con que la cultura nos convierte en lo que somos. El lenguaje constituye el vínculo intergeneracional a través del cual los pueblos preservan su identidad y son capaces de integrar los cambios sin adulterarla. El lenguaje incorpora valores, juicios sobre la realidad, concepciones del mundo que impregnan nuestros pensamientos y sentimientos, piensa y siente por nosotros. De ahí que Herder, contra Kant, pueda aseverar que la razón “no subsiste por sí misma separada de otras facultades” pues “el alma que siente y se forma imágenes, que piensa y se forma principios, constituye una facultad viviente en distintos actos”.
Dado que el alma piensa con palabras, “en materia de razón pura o impura, hay que oír a este viejo testigo universal y necesario” que es el lenguaje. Apurando esta idea, Herder llega a formulaciones que más de un filósofo contemporáneo del lenguaje podría suscribir. La palabra que designa el concepto “suele indicarnos cómo hemos llegado al concepto, qué significa y qué es lo que le falta”. De ahí que “gran parte de los malentendidos, contradicciones y absurdos atribuidos a la razón no se deberán seguramente a ella misma, sino al defectuoso instrumento del lenguaje o a su incorrecto uso…” (Herder,
La especulación herderiana sobre el lenguaje, muy ligada a la crítica del ídolo ilustrado y kantiano de una razón emancipada donde la lógica del concepto prevalece sobre su expresión lingüística, propone no tanto un rechazo de la Ilustración como una superación de esta. Herder, al igual que su mentor y amigo, el esotérico Johann Georg Hamann, trataría de canalizar el espíritu emancipatorio de la Ilustración liberándolo de las cadenas
La idea de cultura en Herder, con la filosofía de la historia que postula, con su énfasis en el lenguaje como realidad humana fundamental y con sus acentos vitalistas y redentores, cumpliría una neta función ideológica en absoluto retardataria, sino progresista. La función de liberar a la sociedad de su corsé absolutista, aristocrático y racionalista y permitir que aflore la espontaneidad no corrompida de las siempre puras energías del
¿Qué sería de muchos nacionalismos sin la lengua? ¿Y qué sería de muchos nacionalistas sin la poesía? Herder no solo ofrece argumentos a los primeros para subrayar el valor central que ocupa el lenguaje en el alma y las sociedades humanas, sino que destila también toda una batería de reflexiones sobre el alcance de la poesía popular como forma de conocimiento y como mitología capaz de dar un sustento político a las comunidades culturales.
En tanto forma de conocimiento, la poesía reflejaría aquellas
Herder se terminó persuadiendo de que los valores de la poesía primitiva poseían una indudable relevancia epistemológica opuesta al imperio de la razón discursiva y del método racionalista y emparentada con la religión. Experimentó la necesidad de reeditar en su época el sueño de un poeta que creara una “nueva mitología” (la expresión es de Herder) con tanto empuje como la mitología de los antiguos: “Queremos estudiar la mitología de los antiguos –dice Herder- para poder llegar a ser inventores nosotros mismos”.
Según Manfred Frank, dicho sueño representa el intento de fundamentar religiosamente el espíritu de la época, de inventar “un lenguaje plástico que soporte nacional y políticamente, y con parecida autoridad a la de los antiguos, la concepción del mundo de los contemporáneos”. Tras ese sueño, subyace el deseo de “recuperar la fuerza de renovación de la antigua mitología como instrumento de síntesis social, acuerdo mítico y fundamentación axiomática a partir de valores supremos” (Frank,
Herder tenía una clara conciencia de la fragmentación y división de la Alemania de su tiempo, un mosaico de territorios política y jurisdiccionalmente dispares unidos apenas simbólicamente por la figura del emperador del Sacro Imperio Germánico. Una Alemania que, ya desde la
El sueño de Herder trascendía lo estético pues, a su juicio, la verdadera poesía es política de por sí. Hecho demostrado por el patriotismo de los poetas antiguos, israelitas y griegos, principalmente. A diferencia de Kant, Herder se sirve de la estética para restaurar la armonía social en la modernidad. Su proyecto poético-político convierte la categoría de lo sublime, según Jochen Schulte-Sasse (Schulte-Sasse,
La conciencia histórica herderiana respecto de las diferencias entre antiguos y modernos le lleva a resaltar el carácter negativo, por demagógico, del antiguo modelo republicano de comunicación pública. El orador político representa “la magia retórica del charlatán”, que contamina la atmósfera de las asambleas favoreciendo la manipulación de las pasiones populares. Frente a la demagogia de las repúblicas antiguas, Herder, como Pastor luterano, enfatiza el valor de un tipo de comunicación pública basado en las “homilías”, en la acción discursiva de predicadores que no buscan manipular, ni obtener ventajas personales, sino llevar la luz a su audiencia, formar moralmente a esta. La oratoria política tendría, por el contrario, debido a su base demagógica, un carácter tumultuoso y oportunista, retóricamente sofístico.
A esta diferencia en cuanto a los modelos de comunicación pública predominantes, se une la distinción que se hará clásica entre la libertad de los antiguos y la libertad de los modernos. Esta contrasta con aquella por ser menos audaz e impetuosa, “más fina y modesta”. La de los modernos engloba “la libertad de conciencia”, “la libertad para disfrutar el hogar y la viña de uno bajo la sombra del trono” y “para poseer el fruto del esfuerzo propio”. A juicio de Herder, en tal género de libertad, que nada tiene que ver con la libertad participativa del republicanismo clásico, descansa el “sentimiento del patriotismo” típicamente moderno, sin que dicho género aboque a los planteamientos individualistas y egoístas de un Helvetius, un Mandeville o un Hobbes, todos ellos calificados como “fríos misántropos” (Herder,
La manera de institucionalizar este modelo de comunicación pública, y así establecer las bases para que arraigue una nueva mitología capaz de vertebrar orgánicamente el fragmentado mundo alemán, consiste en que la “Historia de la literatura” aspire a ser “la voz de la sabiduría patriótica y la reformadora del pueblo”. Dice Herder que “un pueblo que posea grandes poetas sin lenguaje poético, competentes escritores en prosa sin un lenguaje flexible, grandes filósofos sin un lenguaje exacto es un absurdo”.
El problema a la hora de crear una nueva mitología desde presupuestos ya no político-republicanos, sino político-culturales; ya no desde la figura del orador, sino desde las figuras del literato, el historiador de la literatura y el crítico literario; ya no desde una versión asamblearia del espacio público, sino estrictamente literaria radica en que obliga a hacer un uso innovador de los referentes antiguos a fin de interpretar los acontecimientos modernos. Y, para ello, se precisan, según Herder, “dos poderes que no suelen aparecer juntos: el analítico del filósofo y el sintético del poeta” (Herder,
El crítico e historiador de la literatura debe ser una mezcla de filósofo, filólogo y poeta. Debe ser capaz de esclarecer la relación entre obra, autor y época; de entender cómo la clave de dicha relación descansa en la lengua materna mediante la que el genio contribuye a la formación de una literatura nacional. Tal esclarecimiento y entendimiento sitúan al crítico e historiador en un país como Alemania, aún falto de literatura nacional, en la posición de inspirador de un cambio, de guía moral del mismo. Tal cambio remite a una acentuadísima conciencia histórica según la cual ha de romperse con la mera imitación de los modelos antiguos.
No existe un criterio universal y atemporal de lo bello, de lo bueno y del gusto. El crítico literario debe ayudar a definir el gusto estético y moral de su público en el presente. De ahí que el necesario conocimiento de los modelos antiguos haya de someterse a un criterio no imitativo, sino heurístico. Para, de este modo, interpretar estéticamente los acontecimientos modernos. Interpretación de la que depende la constitución de una nueva mitología que permita al disgregado
Herder fue consciente de la dificultad que entrañaba semejante tarea, fomentar la aparición de una literatura nacional basada en formas poéticas vivas y poderosas. Y ello debido en gran parte a que su época, como le desveló su sensible conciencia histórica, era “la época filosófica del lenguaje”, más filosóficamente analítica que poéticamente sintética. La tragedia de dicha época estribaba en que poseía, como época ilustrada y racionalista que era, un talento crítico más que poético, un talento para comprender más que para crear.
El crítico precede al poeta en un tiempo sin oídos para la poesía. Pero el crítico no reconciliado con esta situación, caso de Herder, que amenaza con hacer de él un instructor de normas y juez de lo formalmente correcto e incorrecto, aspira a devolver a la literatura su perdida vitalidad, a inyectar de nuevo en la poesía algo de su antiguo primitivismo y alejarla de su actual didactismo y moralismo. Por eso Shakespeare es tan importante para Herder, porque rompe con la herencia formal de los clásicos, reinventa el gesto audaz y decidido de los modelos antiguos y aplica innovadoramente ese gesto liberado de servidumbres formales a la creación de una literatura moderna y nacional.
Todo el problema reside en qué actitud adoptar respecto de los referentes estéticos y mitológicos de la antigüedad, fuese la israelita, la griega, la romana o la de los germanos. Someterse a su herencia formalmente según un concepto universal de lo bello y del gusto sería un completo desatino. Para Herder, y son palabras suyas citadas por Hans Robert Jauss, la “diferencia entre los tiempos antiguos y los nuevos, es decir, entre los griegos y los romanos en comparación con todos los nuevos pueblos europeos” es tan “manifiesta” que exime de realizar un análisis comparativo. Jauss desvela el trasfondo de estas palabras diciendo que la decadencia de la cultura antigua “obliga a reconocer el origen de la poesía moderna como una creación nueva surgida del espíritu de los himnos cristianos”. Lo que pone de manifiesto, y aquí radicaría el sentido más profundo del historicismo ilustrado de Herder, que la diferencia entre
Apostar por un uso creativo y no meramente imitativo de la herencia
El puerto anhelado por Herder se identifica con aquella versión político-cultural del espacio público donde el crítico e historiador literarios puedan desempeñar su papel de reformadores del pueblo, de auténticos predicadores de la luz del
Herder dilucidó distintos modelos de
El nacionalismo así definido aparece como una ideología contradictoria incapaz de resolver su inquietud fundacional, la cual viene a ser un doloroso desgarro en la conciencia histórica de la Ilustración, la expresión de un malestar que lleva a violentar dramáticamente dicha conciencia. Mas este gesto violento y desgarrado lo pudo hacer Herder porque la conciencia histórica ilustrada era proteica, una matriz capaz de engendrar una amplia nómina de
Cabe preguntarse si el nacionalismo no es la
La impaciencia de Herder asume la forma de una rebelión sentimental en virtud de la cual se respeta el espíritu analítico de la época inoculando en dicho espíritu el vitalismo poético e imaginativo que le falta. De esta manera, el filósofo desnortado del racionalismo y el crítico amanerado por la aplicación de las reglas clásicas dejan su lugar a esa figura intelectual que representa Herder. Poeta bajo ropaje erudito que cumple tareas de construcción nacional con su obra en sustitución de aquellos poetas que no terminan de aparecer.
Angustiado por el retardado despertar nacional de Alemania, Herder
Nuestra comprensión de Herder como un ilustrado radical obliga a replantearse los orígenes románticos del nacionalismo. Evidentemente, el romanticismo constituye una fuente fundamental de dicha ideología. Lo que suele pasar más desapercibido es el carácter proteico, multiforme de la Ilustración. Es decir, que muchas de las reacciones al mundo ilustrado
En el caso de Herder, su exploración heterodoxa y radical del espíritu ilustrado, saturada como estaba de insatisfacción personal, impotencia política y una buena dosis de resentimiento, le llevó a bosquejar la posibilidad histórica de un mundo posaristocrático y posracionalista, humanitario e igualitarista emparentado con la recuperación del alma perdida del
Si entendemos, a partir del caso representado por Herder, que la Ilustración es un concepto polimórfico y que su plasmación radical se vincula con una crítica de la oficialidad ilustrada (reyes, nobles y filósofos), de la represora alianza entre reformismo y racionalismo, fundamento de una sociedad unificada y homogénea sin espacio para la creatividad de las tradiciones populares, no será contradictorio presentar el nacionalismo utópico y humanitario de Herder como un ejemplo de
Este nacionalismo tolerante y pacífico surge de una cruzada ideológica contra la Ilustración
Lo que el pensador alemán no pudo anticipar fue que la cultura, el lenguaje y la poesía eran capaces de engendrar un nacionalismo diferente del suyo, un nacionalismo depredador y violento anclado en la política del poder, el orgullo y el desprecio. La ingenuidad de Herder fue la propia de un ilustrado radical, de un reformador bienintencionado de la humanidad que, como supo ver Kant, cometió el pecado intelectual de moralizar las fuerzas de la historia y la tradición para desmantelar la fortaleza de una razón y un poder emancipados de su vínculo con el