El objetivo de este artículo es el de poner en valor la naturaleza política y teórica de la filosofía deconstructiva de Jacques Derrida, disociándola de una identificación simple con las críticas de la misma que se siguen del libro de Ferry y Renaut, y que en ningún caso hacen justicia a un intento tan sostenido en el tiempo de propiciar el cambio, la reflexión y la innovación en los más diversos frentes políticos y sociales.
ABSTRACT
The main aim of this article is to highlight the political and theoretical nature of Jacques Derrida’s deconstructive philosophy, dissociating it from a simple identification with criticism derived from Ferry and Renaut’s book, which by no means do justice to a much sustained attempt through time to promote change, reflection and innovation in the most diverse political and social fronts.
Si tuviéramos que hacer un relato de esto de lo que aquí vamos a hablar elegiríamos varios hitos, diferentes marcas para señalar las distintas, y a menudo distantes, etapas de nuestro recorrido. Como punto de inicio tomaremos una tira, una bande desinée aparecida en La Quinzaine Litteraire el 1 de julio de 1966 firmada por Maurice Henry. Otro hito importante sería la publicación en 1985 de Pensamiento del 68. Ensayo sobre el antihumanismo contemporáneo, de Luc Ferry y Alain Renaut. Y el punto final sería el 8 de octubre de 2004, con el fallecimiento del filósofo Jacques Derrida, vencido por un cáncer de páncreas. Aparentemente no hay ninguna conexión entre los tres acontecimientos. Y la verdad es que el vínculo entre ellos es bastante complejo, inaccesible a un examen sumario.
He elegido el primer hito no por casualidad, sino porque define el impacto popular en los medios de masas de un estilo de pensamiento que, alejándose del marxismo, del existencialismo y de la filosofía católica en cualquiera de sus formas –desde el neotomismo de Jacques Maritain al personalismo de Emmanuel Mounier–, ha irrumpido bajo la etiqueta del estructuralismo en la escena cultural y cultual francesa. De hecho, los cuatro salvajes dibujados por Henry, representan a Michel Foucault, quien entre otras cosas pondría patas arriba las relaciones de la filosofía con la historia, a Jacques Lacan, que invita a una relectura de Freud con independencia de los senderos más pisoteados por el freudismo, a Claude Lévi-Strauss, al que debemos un relanzamiento de la etnografía en Francia, y a Roland Barthes, quien propone nuevas concepciones sobre qué significa leer y sobre las fronteras de la literatura. Una primera advertencia significativa es la de que entre estos taumaturgos, entre estos chamanes del nuevo pensamiento salvaje, abundan las ciencias sociales en cualquiera de sus formas, pero se echa de menos la filosofía. Para ser justos, dos de las personalidades principales del periodo que nos ocupa están ausentes de la viñeta y son, además, grandes amigos entre sí. Me refiero a Louis Althusser y a Jacques Derrida. Es obvio que en esa nómina de ausentes y presentes en la tira de caricaturas habría que incluir a Gilles Deleuze y a Félix Guattari, y a una lista casi interminable de sociólogos, pensadores y publicistas de la época.
El segundo hito solo a primera vista resulta más sólido desde el punto de vista intelectual que el primero. En efecto, la publicación del ensayo de Ferry y Renaut no es tanto un acontecimiento filosófico como uno político, en el que, como es lógico y afín a la problemática de los 60, habrá que incluir la política académica, la restauración de los modos tradicionales de producción de conocimiento, así como la política editorial bajo los modos del capitalismo financiero. Luc Ferry pone en circulación no tanto un diagnóstico filosófico genuino, como tendremos ocasión de evaluar, cuanto un programa de anulación y desarme de la filosofía de izquierda, si es que no de la filosofía pública en general. En este sentido no es ni siquiera comparable a lo que pretendieron los llamados nuevos filósofos, quienes intentaron un espacio junto a la filosofía surgida del 68, ya que Ferry no pretende sustituir nada sino efectuar una enmienda a la totalidad, aunque para ello se valga de un viejo artefacto intelectual como el del antihumanismo, que habremos de revisar con mucha atención. También me adelanto a decir que Ferry y Renaut tuvieron éxito. Habrá que reconocerlo sin ambages. Muchas de las propuestas o actitudes de finales de los 60 estaban ya desarmadas por la fuerza de los acontecimientos. El socialismo era ya una empresa espectral, y no olvidemos lo que debe el pensamiento 68 a cierto apoyo institucional y a unas convicciones que eran desmentidas casi cada día por la práctica de la élite socialista. En el otro lado, justo al lado del propio Luc Ferry y de sus obvios compromisos políticos, el republicanismo de derecha abandonaba la excepcionalidad gaullista para caer en la dinámica bling-bling, esto es, en el exhibicionismo desprejuiciado de la riqueza y el mal gusto, en el que el italiano Silvio Berlusconi es verdad que iba bastantes pasos por delante de Nicolas Sarkozy. Por otro lado, los atentados del 11 de septiembre de 2001, uno de los últimos aspectos de la deriva del nuevo siglo sobre los que llegó a pronunciarse Jacques Derrida, provocaron un rearme de los esquemas de identidad menos inclusivos, de tal manera que la larga circularidad de terrorismo y nacionalismo reactivo no había hecho otra cosa que comenzar.
Porque la muerte de Derrida es un final. Morir siempre lo es, de hecho el filósofo había dicho adiós a todos los grandes nombres de los 60. Incluso había tematizado en la muerte de su gran amigo Emmanuel Lévinas qué significa decir adiós. Del mismo modo en el que la inminencia del final se le aparecía en su última entrevista concedida como el desenlace de una guerra librada contra uno mismo, lo que no solo es una metáfora del cáncer sino también de la deconstrucción misma como una apelación a una responsabilidad ética indecidible, infinita. La muerte de Derrida es un final en otro sentido más radical. Nadie como él había encarnado las luces e incluso los excesos de una edad que así se cerraba. Pero también, y este es el giro fundamental de nuestra contribución, nadie habría efectuado una crítica más inmisericorde de las ilusiones, de los espejismos y de las consignas en los que la verdadera fuerza inspiradora del 68 llegaría a perderse. Volviendo a nuestra anecdótica viñeta, la verdad es que el filósofo protagonizó durísimas diatribas con Michel Foucault y Jacques Lacan; el tercer chamán, Claude Levi-Strauss, jamás aceptó las alegrías con las que Derrida abordaba su trabajo en antropología, y puede decirse que solo mantuvo una tibia amistad con Roland Barthes. Al final, en el término, uno –también el propio Jacques Derrida– comprende cuánto hay de efímero y qué poco de duradero en los asuntos humanos. E incluso advierte cuántas cosas no habría escrito ni dicho de todas las que ha escrito y dicho, forzado por las circunstancias o los compromisos. Esto explicaría el título de nuestro artículo y la petición de disculpas. Es verdad que nadie tiene derecho a pedir perdón por otro, así que he tomado por título una cita, una disculpa, una petición de perdón citada, porque el filósofo la expresó aquí y allá. Porque la multiplicó entre la imposibilidad de decir y la de no hacerlo o guardar silencio. Estos son los tres hitos de una historia, aunque yo no voy a contar una historia, o no de una manera sustancial. Porque se trata de pensar, de seguir haciéndolo, incluso en estos tiempos en los que el pensamiento parece un esfuerzo inútil, un injustificable retardo.
LA ESCOLÁSTICA DE UNA ENEMISTAD CON EL PENSAMIENTO
Gran parte de lo que hoy se recuerda por el público común de la filosofía de Jacques Derrida, y de la llamada deconstrucción, se debe a un panfleto, dado que no creemos que alcance la categoría de un ensayo de filosofía como tal. Se trata del libro que publicaron Luc Ferry y Alain Renaut La pensée 68, subtitulado de una manera tan aparatosa como reveladora, Essai sur l’antihumanisme contemporaine (Ferry y Renaut, 1986). Y digo que de manera reveladora porque la acusación del antihumanismo viene de muy lejos. De hecho es casi tan antigua como el llamado estructuralismo. Y hemos dicho “casi” porque justo en el año 1968 no puede decirse que todavía sea el del antihumanismo un aspecto recurrente en la crítica del estructuralismo. No, por ejemplo, en las dos sesiones públicas que se siguieron en febrero de aquel año en la Sorbona, y que estaban centradas en el tema mucho más técnico de la pertinencia o no del análisis sincrónico (estructuralista), frente al diacrónico o histórico (defendido, en este caso, por el teórico marxista franco rumano Lucien Goldmann) (Labrousse, Zazzo et al., 1969). En cambio, un año más tarde, y desde allí hasta la intervención de Luc Ferry y Renaut, la cuestión del antihumanismo está bien presente, como se recoge en un ensayo de Eugenio Trías de 1969, titulado Luz roja al humanismo, que es a su vez la presentación de un volumen de conjunto (VV.AA., 1969).
Ferry y Renaut consideran, lo que en cierto modo es obvio, que el llamado antihumanismo tiene su origen en un libro de Michel Foucault publicado en 1966, que llegaría a ser muy popular Las palabras y las cosas. Sin embargo, a partir de aquí se inicia la especulación, porque subtienden la genealogía de ese antihumanismo a la influencia del filósofo alemán Martin Heidegger en Francia, lo que pone en el epicentro de este antihumanismo sesentayochista a Jacques Derrida. A este respecto conviene que deslindemos aquí la posición de Derrida con respecto al estructuralismo, ya sea el de Foucault, el del psicoanálisis de Jacques Lacan o el antropológico de Levi-Strauss. En medio quedaría el caso del antihumanismo de Louis Althusser, que es un caso con características particulares por muchas razones. Del mismo modo habrá que precisar a qué tipo de recepción de Heidegger se refieren Ferry y Renaut, y a qué recepción de Heidegger se opondría siempre Derrida en general. Digamos que el conjunto de la estrategia de Ferry y Renaut es el de identificar al pensamiento del 68 con el antihumanismo, del que es reo al menos parcialmente el llamado estructuralismo. En segundo lugar ese antihumanismo habría que localizarlo en la difusión de la filosofía heideggeriana en Francia, y Jacques Derrida sería el gran heideggeriano francés, luego Derrida es el pensamiento 68.
Todo tiene el aspecto de una operación ad hominem, de hecho el propio filósofo tuvo la oportunidad de desmontar parte de la argumentación, y sobre la otra a estas alturas ya contamos con toda la información necesaria para hacerlo por nuestra cuenta. Así que vamos a detenernos un instante en la relación con cada uno de los protagonistas relevantes de la caricatura estructuralista no sin antes apuntar a la conexión entre la deconstrucción y el estructuralismo. Esta la expondrá Derrida en su largo diálogo con Elisabeth Roudinesco, que es también un reencuentro con una amiga alejada (Derrida y Roudinesco, 2001, pp. 19-27) y, aunque a regañadientes, un ajuste de cuentas con el libro de Ferry y Renaut, probablemente inútil, es verdad, porque no se trataba de un ataque filosófico propiamente dicho, pero sí muy rico en contenido para nuestros propios intereses: “Yo comencé a escribir entre 1962 y 1966, en los [años en] que el estructuralismo era no solo un pensamiento sistemático, sino un nuevo pensamiento del sistema, de la forma sistémica, con la prevalencia del modelo lingüístico en Lévi-Strauss y en Lacan, ya sea con la complicación con la que cada uno afectaba a ese modelo”. Y aquí, desde el principio, el homenaje, la recepción de la herencia, se confunden con la crítica. “Yo sentía, en verdad, la fecundidad y la legitimidad de ese gesto, en ese momento, como respuesta a los empirismos, a los positivismos o a otros ‘obstáculos’ epistemológicos”. Este esperanzado optimismo juvenil se mezcla no obstante con un actitud por completo diferente. “Pero yo percibía no menos el precio a pagar, a saber, el de una cierta ingenuidad, la repetición un poco alegre de viejos gestos filosóficos, la sumisión un poco sonámbula a una historia de la metafísica de la que estaba entrenado a descifrar el programa, las combinaciones, todas las posibilidades a mis ojos ya agotadas, fatigadas. Creí poder discernir lo que este programa podría comportar de esterilidad, o de precipitado y dogmático”. Entre esos motivos de distancia con respecto a la promesa estructuralista, precisamente cuenta, y mucho, la denegación práctica de la historia y de la fuerza del cambio. Pero, insiste Derrida, “yo no he dicho nada nunca contra el estructuralismo”, lo que subraya Roudinesco citando una frase del filósofo en Fuerza y significación, que es un verdadero homenaje: “Si se retirase un día, abandonando sus obras y sus signos en las playas de nuestra civilización, la invasión estructuralista llegaría a ser una cuestión para el historiador de las ideas. Quizás incluso un objeto” (Derrida, 1989b, p. 9). De hecho, es muy difícil evitar la tentación de pensar que Derrida está imitando en este fragmento una de las especialidades de Michel Foucault, a saber, la de los pronósticos algo ampulosos. De hecho es un pronóstico ampuloso de Foucault el que dará origen a la leyenda del antihumanismo a la hora de abordar la filosofía estructuralista: “En todo caso, una cosa es cierta: que el hombre no es el problema más antiguo ni el más constante que se haya planteado el saber humano. (...) El hombre es una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento. Y quizá también su próximo fin. Si esas disposiciones desaparecieran tal como aparecieron (...) entonces podría apostarse a que el hombre se borraría, como en los límites del mar un rostro de arena” (Foucault, 1966). Dos playas, dos rompeolas de profecía, pero a decir verdad la de Foucault es anterior a la Derrida.
La relación entre ambos fue desde el principio muy complicada. No hay que olvidar que las disensiones de Derrida con el estructuralismo no solo fueron teóricas sino que estuvieron cruzadas de asperezas personales. Y el principio es nada menos que la conferencia de 1963 Cogito e historia de la locura que, publicada cuatro años más tarde, y aunque reconociéndose el autor como discípulo de Foucault, emprende un desmontaje algo despiadado de su obra capital hasta la fecha (Derrida, 1989b, pp. 47-89). El ataque fue devuelto, desde luego, precisamente en un apéndice de Historia de la locura, en el que describe el trabajo de Jacques Derrida como un mero comentario de textos en el que se desvincula cualquier implicación de los sujetos en prácticas discursivas que excedan a la filosofía misma (Foucault, 1976, p. 371). La ruptura entre ambos será radical, de hecho contaminará ocasionalmente la relación de Derrida con el propio Gilles Deleuze, quien a su vez también se enemistará con Foucault por otras razones (Dosse, 2009, p. 409). De tal manera que la deconstrucción como práctica textual se juzgará durante los setenta como un elemento recesivo y escolar, al menos en relación con las filosofías entonces juzgadas como más innovadoras y comprometidas.
La ruptura con Foucault durará hasta 1981, diez años, pues durante la detención de Derrida en la prisión de la Checoslovaquia socialista, Foucault será uno de sus más activos defensores (Eribon, 1992, p. 169). En cualquier caso la amistad nunca se recompondría del todo. De hecho, probablemente solo estuvieron juntos una vez más en una cena en casa de Foucault, pues su prematura muerte en 1984 no permitió otra cosa (Peeters, 2013, p. 412). Lo que se suele olvidar es que la ruptura entre ambos tuvo consecuencias para el conjunto de la escena filosófica francesa de aquellos años, cuyos protagonistas se veían de un modo u otro impelidos a tomar posición. Por ejemplo, Jean Braudillard, quien comparte editorial con Derrida (Galilée) y lanza una andanada terrible contra el esquema de la producción tal como se articula en la filosofía de Foucault (Baudrillard, 1978), y al que opondría los brillos de la seducción. El propio Deleuze, aunque de un modo más incisivo, señalaría su diferendo con el principio de placer foucaultiano en favor de una teoría del deseo, que enfatiza la carga y la distancia encendida entre máquinas deseantes. Pero el que inequívocamente está del lado de Derrida es su amigo y maestro Maurice Blanchot quien, apelando a su indudable autoridad como uno de los más infatigables protagonistas de los sucesos del 68, subraya la ausencia de Foucault del asunto, en esa extraña despedida publicada dos años después de su muerte (Blanchot, 1988).
Con Claude Lévi-Strauss nunca existió intimidad alguna, aunque es manifiesto que al antropólogo no le agradó en absoluto que fuese elegida su obra por un muy joven Jacques Derrida en el congreso de la John Hopkins University en 1966. Aparentemente se trata de una modesta comunicación, pero supone dos cosas fundamentales para el futuro desarrollo de la deconstrucción, a saber, la aparición de un discurso propiamente postestructuralista y la introducción de Derrida con extraordinario éxito en Estados Unidos (Derrida, 1972a, pp. 269-293). Afirmar el ocaso del enfoque estructural debido a su ausencia de centro, a la vez que se lo invoca con un gesto netamente metafísico, solo podía incomodar al más científico y menos espectacular de los estructuralistas. Una consecuencia no menos importante, pero mucho más complicada, de esta intervención americana sería la del inicio de una larga disensión con el psicoanalista Jacques Lacan, puesto que él mismo había participado en tal encuentro, cosechando lo que cuando menos podría describirse como un moderado fracaso, a pesar de sus más que notables esfuerzos por ganarse la simpatía del público (Lacan, 1972, pp. 205-220). Las diferencias con Lacan, aunque con un componente personal llamativo, tienen mayor alcance teórico. En particular advierte Derrida cómo el psicoanálisis de este último, aunque travestido de ambición filosófica, en realidad solo se sirve de los aspectos más pedestres y afines a la convención metafísica de una inspiración de Heidegger, con una perspectiva bastante ingenua sobre el sujeto y su relación con la verdad (Derrida, 1977b).
Esta deconstrucción de la clausura metafísica del psicoanálisis de Lacan tiene su expresión más radical y agresiva en el comentario que se propone de una lectura privilegiada, a saber, la que el psicoanalista hiciese sobre el relato de La carta robada de Poe (Lacan, 1978). Digamos que esta crítica de la ilusión del análisis como una simple correspondencia o asimilación de la verdad, como una llegada a destino de la carta que permanecía en demora o souffrance, es lo que pone en un plano sustantivo el propio Derrida en la parte principal de su trabajo sobre el cartero de la verdad, y lo más importante es que no lo hace acudiendo a ninguna instancia externa al texto, sino a partir de una close reading, de una lectura más atenta de la obra de Poe que viene a inquietar la interpretación de Lacan (Derrida, 1977a). No estamos hablando de un escrito cualquiera del psicoanalista, sino de uno de los más brillantes y celebrados en la escena filosófica de aquellos años. En efecto, para Deleuze ese análisis de posiciones en torno a un objeto que circula, la carta o lettre, es lo característico de una perspectiva estructural, de lo inconsciente estructurado como un lenguaje (Deleuze, 1982, pp. 569-599). Claro que esto no es sino el principio de una respuesta por parte de la deconstrucción al desafío que el psicoanálisis planteaba a la filosofía. La amistad y colaboración de Jacques Derrida con Jean-Luc Nancy y Philippe Lacoue-Labarthe se traduce en un demoledor escrito, en el que se acentúa la pertenencia estricta del pensamiento de Jacques Lacan a una matriz metafísica y al papel que juega cierta intromisión pedestre de Heidegger en ella (Nancy y Lacoue-Labarthe, 1981). Esta exposición del sistema Lacan, aparecida en 1973, tendrá un eco peculiar en el propio psicoanalista, a la vez complacido en su vanidad (casi infinita, todo hay que decirlo) e inquieto por la manera en la que se desmonta su presentación o apariencia filosófica (Lacan, 1981, p. 80). Parte de esta diatriba tiene que ver con algunos modos de atribución por parte de Lacan de las inquietudes y contribuciones ajenas. Por ejemplo, del interés de Jacques Derrida por la escritura en Platón en su época más afín a la revista Tel Quel (Derrida, 1972b, pp. 77-213). De aquel mismo periodo proviene el énfasis, igualmente usufructuado de manera poco ética, por la chora platónica, que probablemente ha conocido Lacan o bien por la lectura del libro de entrevistas Posiciones, que le afectaba de un modo tan directo, o de su eco en Julia Kristeva, de nuevo en el entorno de Tel Quel (Kristeva, 1977, p. 57)1. Aunque es verdad que Derrida tardaría mucho tiempo en publicar un desarrollo amplio de su lectura del Timeo platónico (Derrida, 1993a).2
Y esto nos lleva a la relación de Derrida con uno de los pensadores más relevantes del 68, a saber, con Louis Althusser, con el que mantuvo una sólida y probada amistad a lo largo de muy dramáticas vicisitudes. Althusser, desde el marxismo más ortodoxo, supone la otra vuelta de tuerca al real o presunto antihumanismo estructuralista, singularmente en su afirmación de que la perspectiva materialista es la de la lucha de clases, entendida como un proceso sin sujeto ni fines (Althusser, 1974). Todavía en 1982, y frente a la interpretación, tan común dentro del marxismo estricto, de la deconstrucción como una especie de oscurantismo escolástico, Althusser defenderá lo que considera una verdadera radicación materialista del empeño de Derrida (Althusser, 1994, p. 553). Por cierto que este reconocimiento no es separable de un interés del maestro marxista por Martin Heidegger.
Es que el último aspecto de la crítica a Derrida vertida por El pensamiento del 68 se refiere a la identificación de ese constructo teórico con la recepción de la filosofía de Martin Heidegger en Francia, y por lo tanto con la asunción de que este sea su intérprete privilegiado. Esto es una forma de omitir cuestiones más complejas. En primer lugar, si nos referimos a la influencia de Heidegger en el antihumanismo del 68, desde luego habría que mencionar la Humanismusbrief, dirigida por el pensador alemán a Jean Beaufret, y que plantea una ruptura con la interpretación dada por Jean Paul Sartre del existencialismo como una manera de humanismo. Es verdad que esta carta es fundamental para comprender qué sea la deconstrucción con respecto a la metafísica, dado que el reverso de la misma es también metafísico, por ejemplo al invertir la noción de esencia por la de existencia (Heidegger, 1991, p. 19). No hay algo así como un afuera de la metafísica y desde luego no lo hay como su contrario, dado que la táctica de la inversión siempre está presa de aquello que se quiere invertir. Sabemos, sobre todo a través de la monumental biografía de Peeters, que Jacques Derrida no simpatiza en absoluto con Jean Beaufret y su círculo de allegados, que no solo parecía afecto de la pedantería de un culto idolátrico laico a Heidegger sino también de cierto antisemitismo casi nauseabundo.
Y sin embargo Ferry y Renaut no yerran, o no lo hacen del todo, cuando asignan a la propia deconstrucción una genealogía heideggeriana. En efecto, la deconstrucción, en un sentido nada convencional, estaría relacionada con lo que en Ser y tiempo el filósofo alemán determinaría como la destrucción de la historia de la ontología (Destruktion der Geschichte der Ontologie), con ese célebre epígrafe seis de la Introducción. La Destruktion así entendida no tiene el sentido de quitarse de encima la tradición ontológica, sino el de acercarse hacia las experiencias originarias que llevaron a plantearse a los humanos el problema del ser. Esto conlleva mostrar la naturaleza derivada y secundaria de los conceptos metafísicos. Sin embargo “La destrucción no quiere sepultar el pasado en la nada; tiene una mira positiva: su función negativa resulta indirecta y tácita (unausdrücklich und indirekt)” (Heidegger, 1979, p. 23). No obstante, y desde el principio, el abordaje de la filosofía de Heidegger que emprende Derrida no pasa sino por una deconstrucción de la misma, de todo lo que en ella permanece anclado a una ontología de la presencia, con un origen dado y alcanzable, así como con unos fines. En realidad el trabajo deconstructivo no tiene origen ni término, de ahí que privilegie la escritura, la differance, en lugar de una difference que pueda reducirse de manera más o menos obvia a la unidad. En este diferirse sin origen ni final de la escritura, entra en juego toda la dinámica de la huella o de la traza, en la que ocupa los primeros años de su producción Derrida, una vez que se ha desprendido de su inicial ocupación fenomenológica (Derrida, 1967, pp. 42-108). En cualquier caso lo que nunca fue Jacques Derrida, contra lo que opinan Ferry y Renaut, es un devoto heideggeriano. El hecho de que se rebelase a menudo contra aquellas formas de no lectura debidas a la condenada política del pasado nazi heideggeriano no significa en absoluto que intentase proteger u ocultar nada de ello, antes al contrario. Lo que sucede es que la deconstrucción nunca debe sustraerse al imperativo de la lectura y a la seriedad de la misma, si es que de verdad se pretende dislocar, inquietar o disociar los procedimientos convencionales de interpretación y transmisión. Lo demostraría, al producirse la enésima y más oportunista revisión biográfica –la de Víctor Farías– con un texto denso y cuidadoso que es sobre todo una lectura atenta y perturbadora del discurso del rectorado de Martin Heidegger, que en cierto modo también puede considerarse una actualización de la pneumatología, dado que se centra en la interdicción del uso sencillo de la noción de espíritu, y de cómo esta se vulnera en el discurso rectoral (Derrida, 1989a).
A posteriori, el filósofo reconocerá que con el estructuralismo no mantiene en absoluto la misma distancia, sino que se separa de aquellos principales pensadores o bien por motivos de estilo o por bien por razones conceptuales. Cerca teóricamente de Foucault, de su análisis de dispositivos sociales y de sus efectos textuales. Bastante lejos del elemental retorno freudiano de Lacan y sin embargo muy cerca de su estilo y de su tratamiento cuidadoso de la lengua. Digamos que Ferry y Renaut fracasan en su intento de construirse una imagen unívoca, del todo fantasiosa, de ese monstruo conceptual al que se oponen. Que la debilidad de la argumentación sea manifiesta no habría de impedir cierto éxito editorial y una no pequeña respetabilidad académica. Esto no se explica por razones intrínsecamente filosóficas, que no existen, sino de tipo sociológico. Habría que interrogarse por los cambios producidos en el capitalismo financiero y por la expansión de una ideología, la del neoliberalismo, tan absurda como la de la ortodoxia leninista y no menos mortífera que ella. Que la deconstrucción era incompatible con dichos cambios es lo que veremos a continuación, así que lo de menos es que el neo humanismo individualista que se postula como alternativa sea un subproducto ya deteriorado desde la misma factoría. Y es que no se trata con esta operación de sustituir una filosofía mala o perversa por otra mejor, sino de hacerlo por ninguna filosofía.
EL GIRO DE PRAGA
A partir de 1981, esto es, de su ingreso en las mazmorras de la Checoslovaquia estalinista, el trabajo de Jacques Derrida sufre una aceleración casi desesperada, multiplicándose así en la exposición a los medios de masas y también en los compromisos sociales y políticos que la desconstrucción es capaz de asumir. Este cambio de ritmo es indiscutible, lo que no significa que haya una novedad radical en ello. La práctica textual, a la vez parsimoniosa y devoradora de prejuicios, tenía desde el principio, y el filósofo no se ha cansado jamás de repetirlo, un sentido político. Formaría parte de ese impulso mesiánico, en sí mismo no deconstruible aunque sí lo sean todos los mesianismos religiosos, ideológicos y sociales (Derrida, 1983). Es verdad que la bibliografía sobre este giro es relativamente pobre en España, al menos si la comparamos con la que existe sobre la primera etapa, y que todavía se parece a un ejercicio especulativo (Fernández Agis, 2010). De hecho sobre este desfase bibliográfico la propia deconstrucción de Jacques Derrida tendría mucho que decir, pues afecta a la propia industria universitaria, a sus modos de recepción y transmisión. Para todos los que la propuesta de Derrida no es clasificable con facilidad. Demasiado alejada de discursos antaño poderosos, como el marxismo y el psicoanálisis (a pesar de la profunda amistad con Althusser, o tal vez por ella misma) y un poco demasiado clásica en su manejo de la técnica del comentario. En otro sentido, bastante ajena al academicismo convencional, pues a diferencia por ejemplo de un Gilles Deleuze, lo único parecido a una monografía universitaria firmado por Derrida es una tesis bastante rigurosa y densa sobre la fenomenología de Husserl (Derrida, 1990a) que, aunque ajena por completo a la elaboración literaria del conjunto de sus obras, plantea un problema, el de esa incesante búsqueda de un comienzo originario dentro de la fenomenología husserliana, que no es nada extraño a la inquietud deconstructiva por un retorno y una dislocación sin término de la presunta apodicticidad, de la presencia y de lo tético en filosofía. Sostenemos que a partir de este giro ético y político es posible reinterpretar, y así lo hace el filósofo francés, lo sostenido a través de la deconstrucción en relación con ese presunto pensamiento del 68. En el caso del antihumanismo es preciso llevarlo más lejos del mero tachado estructuralista del subsuelo existencial o marxista clásico (Derrida, 1989c, pp. 145-174). Ahora y bajo diversos modos, ya sea como descentramiento de la conciencia en Jacques Lacan o como denuncia del dominio de unas ciencias humanas sin sujeto en Michel Foucault, lo que sobre todo prefiere percibir la deconstrucción es el “humanismo de otro hombre”. Lo otro, como veremos, es lo incalculable, y el acontecimiento lo que viene o llega (Derrida, 1992c, p. 193). Sería demasiado fácil objetar que esta ética de la alteridad tiene que ver con un interés tardío por Emmanuel Lévinas. No se trata de discutir la filiación de esta temática en el pensamiento de Lévinas, cosa que reconoce sin problemas Jacques Derrida. Es la naturaleza tardía de esa impostación la que puede rebatirse sin dificultad, dado que Violencia y metafísica, el primer ensayo dedicado al maestro, es del año 1963. Es decir, al principio mismo o desde el principio.
No se pueden mostrar al detalle los innúmeros compromisos en los que se desarrollaría la filosofía deconstructiva. Uno de los fundamentales, que se vincula a cierta actitud crítica hacia el admirado Lévinas, sería el de una relativa afinidad con el feminismo (Derrida, 1987a), con la denuncia de la omisión de la diferencia y el género en favor de un falologocentrismo, dando de nuevo un giro de más a su deconstrucción del fonocentrismo, mediante el suplemento de la escritura, que acompañado en esto por Paul de Man, habría seguido hasta Jean Jacques Rousseau (De Man, 1979). En esa adhesión tendría un peso importante su amistad de larga duración con Hélène Cixoux, proveniente como él de una familia franco judía y argelina (Cixoux y Derrida, 1998). En cualquier caso se convierte en una referencia importante a la hora de interpelar al pensamiento desde una óptica feminista (Chanter, 1995). Y entre sus aportaciones en este terreno yo no pasaría por alto su sorprendente relectura femenina de la filosofía de Nietzsche, en torno a la pregunta “y qué si la verdad hubiese sido siempre mujer”, ¿no afectaría esto a una metafísica de la presencia, de lo que se muestra o aparece a plena luz? (Derrida, 1978).
Ese otro con respecto al sujeto del humanismo liberal no es solo la mujer sino incluso el animal. Derrida hablará a veces de un genocidio animal, sistemático y despiadado, aproximándose así a la lucha animalista, pero sin renunciar por ello –no lo hará jamás– a una reflexión de alto nivel a la vez que se afronta este aspecto de lucha, por ejemplo mostrando el extraño efecto de opacidad de nuestra propia desnudez ante la mirada de un animal (Derrida, 2008), o la responsabilidad sin límite a la que nos expone el cuidado de nuestro gato con respecto al resto de los gatos (Derrida, 1992a), como si al dar la vida a alguien necesariamente, y más allá de cualquier satisfacción, tuviésemos que señalar que estamos dando la muerte a muchos otros, como un innumerable reproche que nos viene silencioso desde el otro. Este es un aspecto crucial de la deconstrucción, por lo que se refiere a todo tipo de compromiso ético. Me refiero a la naturaleza inagotable de la responsabilidad, esto es, a lo incalculable del efecto de nuestras decisiones y a la constricción con la que las efectuamos, lo que las acerca lógicamente a lo que en psicología cognitiva se denomina double bind, doble nudo o doble vínculo (Zoletto, 2003), uno en el que hagamos lo que hagamos lo hacemos mal.
En nada se observa mejor este doble nudo, que a menudo llamará aporía, en un sentido clásico, que en el planteamiento político y filosófico del principio de hospitalidad, que es el de un mandato a la vez inevitable e insuficiente (Derrida, 1998a). Hay una antinomia insoluble entre la ley de la hospitalidad (incondicional) y las leyes o regulaciones de la hospitalidad, de tránsito o emigración (Derrida, 1997, p. 73). Esa antinomia sacude en realidad los atributos del estado, de la nación, y plantea la existencia de ciudades-refugio. De tal manera que la ley incondicional sobrevive en esos burgos más allá, o mediante el desborde de las leyes condicionadas del estado-nación (Derrida, 1996a). Esa apertura hacia el otro, hacia el extranjero o extraño, no es independiente de lo que nos está dado esperar de nosotros mismos. De lo europeo mismo (García Caparrós, 1999, pp. 367-372). Así que por este lado, por el de la arribada del otro, es nuestra democracia la que se pone a prueba, porque a diferencia de otros sistemas la democracia siempre queda para otro día, es perfectible, está por venir (Derrida, 1992b). A partir de esta idea creo que puede entenderse mejor la posición política del filósofo, y en particular su juicio en torno al 68: “No he sido nunca lo que se dice una persona del sesenta y ocho. Es verdad que he participado en aquellos momentos en las manifestaciones u organizado la primera asamblea general en la calle Ulm, pero me he mantenido en reserva, incluso inquieto ante una cierta euforia de espontaneidad, de fusión y antisindicalismo, ante el entusiasmo de la palabra por fin ‘liberada’, de la ‘transparencia’ restaurada, etc. Nunca he creído en esas cosas...” (Derrida, 1992c, p. 358). Conviene no perder de vista esta perspectiva y esta memoria escindida de esa ilusoria inmediatez. A menudo fue considerado con circunspección por otros actores debido a esa reserva, puede que hasta el final de su vida, por lo que resulta todavía más injustificada la acusación de Ferry y Renaut; una que podría haberse aparejado con más exactitud a Julia Kristeva o Alain Badiou, por ejemplo, quienes tuvieron una actitud hostil a menudo hacia el filósofo por su falta de entusiasmo revolucionario en aquella hora.
No obstante, Derrida es consciente de que algo que viene de más lejos ha ocurrido entonces. A través de esa espontaneidad política ingenua se ponía en cuestión la legitimidad de las instituciones. Y en particular se producía una interrogación social, de facto, sobre el origen de los poderes de sanción, publicación y distribución. De ahí el interés temprano de la deconstrucción por lo que se llamarían contra instituciones, y en particular por el lugar de la filosofía, de la facultad de filosofía, dentro de la universidad, tal y como ya era planteado en la diatriba clásica entre Kant –quien era partidario de la presencia de la misma para preservar lo universal de la universidad– y Schelling, que abogaba por su desaparición o fusión entre todas las disciplinas (Derrida, 1984; Derrida, 1986; Derrida, 2001b). No obstante, el interés de Derrida era todavía de más largo alcance, y afectaba a la idea misma de la docencia y a la enseñanza de la filosofía en bachillerato, con la constitución del Groupe de Recherches sur l’Enseignement Philosophique (GREPH) (Derrida, 1982, pp. 57-108). Por no hablar de su compromiso personal con una contra institución como el Colegio Internacional de Filosofía (Derrida, 1998b, pp. 91-129). Podríamos multiplicar la exposición de los frentes de combate político: derechos de minorías, racismo, defensa internacional de los escritores, derecho y pena de muerte, etc., pero eso excedería los límites de este trabajo. Ese incesante activismo, que no renuncia en absoluto a la potencia especulativa, es el que incomoda al individualismo neoliberal, que solo aspira a una restauración del orden económico e institucional.
En realidad la deconstrucción es incómoda en más de una dirección y por más de un motivo, dado que interrumpe o pone en suspenso las adscripciones políticas simples. Así se muestra en el debate, en algunos casos hasta furioso, que se levantó en 1993 con sus Espectros de Marx, que es una reivindicación de cierto espíritu de Marx frente al intolerante dogmatismo de un olvido, realizada precisamente por quien nunca fue militante comunista ni marxista teórico (Derrida, 1993c). Sobre esa furia yo subrayaría la violenta respuesta de Antonio Negri, a pesar de los más elementales principios de gratitud que le debía a Derrida, por la acogida e incluso refugio de este al inicio de su fuga de la justicia italiana. Dogmatismo y petrificación leninista obligan. Tampoco sus acercamientos a la democracia radical o al populismo de izquierda podrían ser muy fructíferos (Mouffe, 1998). De entrada, y sin mayores profundizaciones, de este populismo le separa la ecuación entre democracia y secreto que ha resaltado frente a la peligrosa utopía de la absoluta transparencia, que es en sí misma totalitaria (Derrida, 1994; Derrida, 1993b). A estas resistencias políticas, y a veces coincidiendo con ellas, se unen las más convencionales de escepticismo (Goodheart, 1991).
LO REAL Y NOSOTROS QUE LO AMAMOS APASIONADAMENTE
Una de las actividades más serias dentro de la filosofía europea es la de una restauración del realismo en ontología, singularmente la que se produce bajo la dirección del italiano Maurizio Ferraris, y que de manera explícita se presenta como una crítica a la deconstrucción de Derrida (Ferraris, 2010). Este nuevo realismo prestará una gran atención a los hechos sociales, a su naturaleza y a su inequívoca realidad diferente a la de los hechos físicos, como así sucede desde la filosofía analítica del americano John Searle (1997). Una diferencia no pequeña entre ambos es que Ferraris fue un gran amigo del francés mientras que la enemistad con el mismo es notoria por parte de Searle, y tiene que ver con el intento deconstructivo de hacer uso de la filosofía del lenguaje de John Austin, de quien el propio Searle se considera heredero intelectual (Searle, 1991; Derrida, 1990b). De hecho, y siempre según Ferraris, la eficacia de la deconstrucción en el desmontaje de las realidades que tienen que ver con la documentalidad, es inversamente proporcional a la misma cuando se aplica a otro tipo de realidades. El poder textual se transforma en impotencia (Scholes, 1985).
Creo que es una crítica injusta. De hecho Derrida no ha dicho que no exista algo así como lo real. Más bien ha dicho que la realidad es imposible (Derrida, 2001a, pp. 283-319). Que algo sea imposible, en el sentido en el que lo plantea, no lo hace menos real sino todo lo contrario. Es que lo real es lo que viene, lo que llega u ocurre de manera imprevisible, de una vez por todas. La deconstrucción de Derrida, aun admitiendo un cierto giro político, social y ético –uno que se identificaría como una aceleración de los ritmos e intervenciones, de las tomas de posición y las denuncias– no se sustrae con ello a un movimiento o a una posibilidad que estaba allí desde el inicio. Acercarse a lo real como lo que se acerca, como el acontecimiento, supone retomar la orientación inicial de la deconstrucción de Jacques Derrida, que era precisamente la de la fenomenología. El fenómeno es lo que se aparece. Es verdad que la ontología de la fenomenología de Husserl está determinada por una metafísica de la presencia, que es ontoteología de parte a parte, privilegiando el logos, el sentido, el estar sobre sí mismo o presente a sí del ser, etc. Esto es algo que, lejos de negar, enfatizaría una filosofía deconstructiva al abordar la perspectiva husserliana. De allí que se volviese a lo que problematiza ese discurso metafísico: la escritura, la huella, la diferencia, el género, etc. Por eso, y solo por eso, debido a razones estrictamente filosóficas, la deconstrucción siempre fue una política, incluso cuando lo que aborda políticamente es el discurso político o la ideología. No es casualidad que la deconstrucción haya estado tan lejos y a la vez tan cerca del marxismo revolucionario, del reformismo socialdemócrata o de la democracia radical populista, como que todos esos discursos, todas esas prácticas, todas esas ideologías obedecen, en un caso o en otro, a lo calculable, a lo previsible, a lo determinado y determinable. Lo hace, y de un modo superlativo, la ideología neoliberal, como si la dinámica del mercado estuviese más exenta de una metafísica de la presencia que la planificación socialista, por ejemplo. Por eso no es posible situar con precisión a Derrida ni en el acomodo de la revuelta ni en la seguridad de la reforma o en la arrogancia de la restauración derechista. A todo ello se opone lo que ocurre y lo hace de una vez por todas: “Intentar pensar el azar sería antes de nada interesarse en la experiencia (subrayo esta palabra) de lo que llega de modo imprevisible. Y con seguridad estarían inclinados a pensar que la imprevisibilidad condiciona la estructura misma del acontecimiento. ¿Un acontecimiento anticipable, y por lo tanto aprehensible o comprensible, un acontecimiento sin encuentro absoluto, es un acontecimiento en el sentido pleno de la palabra?” (Derrida, 1987b, p. 358).
Lo previsto, lo presente en su anticipación está en lo horizontal de un horizonte, se anuncia o pronostica. En cambio el acontecimiento es el venir de la alteridad de lo otro. Pero eso otro, dice, y en esto muy pegado a la escucha de Emmanuel Lévinas, es vertical, viene desde lo alto. En realidad el otro es lo más alto. Con esta idea de la realidad imposible y de la responsabilidad sin límite hacia esa llegada de lo otro, de un otro que es también lo alto, es obvio que la deconstrucción –sin alterar en absoluto la laicidad de su pensamiento– se hace hospitalaria incluso con esa dimensión religiosa de la espera, del arriba, pero con la atención muy puesta en todo lo que en aquella dimensión pertenece a la misma clausura metafísica. Así a veces asocia la deconstrucción con todo lo que hay de negativo en la teología negativa, o incluso se abre a una cierta vitalización del agustinismo cristiano al reconstruir, al confesar, su biografía argelina (Derrida, 1991).
Esta venida, lo que sale al encuentro, es el efecto del lenguaje, la lengua en efecto y afecto. A esto ha dedicado innumerables páginas, pero a nosotros nos basta con resumir las finales de El monolingüismo del otro (Derrida, 1996b, pp. 125-128). La improvisación de cualquier inauguralidad es lo imposible mismo. La aporía permanece como un lenguaje imposible, ilegible, irrecibible. Por eso, dicho sea de paso, la existencia de la literatura, de su libertad de producción y distribución, no es un asunto entre otros, sino el asunto mismo de la libertad y del cambio. Gracias a esa lengua, que no es una dada, sino un acontecimiento prometido más que dado, a que hay la donación de la lengua, a que ella la lengua se da (escribe en alemán es gibt die Sprache). La lengua viene del otro, es la venida del otro. Pero ese venir, y cada vez que abrimos la boca, es el performativo de una promesa. Lo que afirma Derrida es que esa promesa ha de disociarse de los valores de la verdad, de la intención o de un querer decir. Es esa apertura estructural y mesiánica que existe en el decir. Paul de Man, el crítico americano de origen belga y amigo de Derrida, bromeaba trucando la célebre frase de Heidegger, Die Sprache spricht, el habla habla, por lo que tiene de tautológico y de presente así, con esta otra Die Sprache vespricht, el habla promete. Pero lo prometido está en lo abierto, no previsto, porque todo lo que acontece, si es que algo sucede, lo hace con un margen de imprevisión, incluso de perversión. Esa hospitalidad hacia lo que llega, con sus amenazas y sus bendiciones, todas ellas imprevistas, ese enamorarse del aparecer de lo que aparece, es lo propio de la deconstrucción, lo que la desapropia de cualquier discurso político simple, incluido el de la mitología de la inmediatez del 68. Pero eso es a la vez lo más característico del 68, esa idolatría pasional por el cambio. Y esto es lo que la restauración de la filosofía convencional, planteada por Ferry y Renaut, pretende sacrificar, sin tener en cuenta (o tal vez teniéndolo demasiado presente) que con ello no se desarticula solo el pensamiento de Jacques Derrida, sino tal vez cualquier pensamiento en sentido radical o profundo.
Alguien que no dejó, hasta el último instante, de decir, de escribir y pronunciarse, supo desde el principio cuánta era su responsabilidad: “Hablar me da miedo porque, sin decir nunca bastante, digo también siempre demasiado. Y si la necesidad de hacerse soplo o palabra estrecha el sentido –y nuestra responsabilidad del sentido–, la escritura de nuevo estrecha y constriñe más la palabra. La escritura es la angustia de la ruah hebrea experimentada desde el lado de la soledad y de la responsabilidad humanas” (Derrida, 1989b, pp. 18-19). A sabiendas ya del pésimo pronóstico de su enfermedad, Derrida concede una entrevista a Jean Birnbaum, en la que afirma lo siguiente: “La supervivencia es la vida más allá de la vida, más que la vida, y el discurso que pronuncio no es un discurso mortífero; al contrario, es la afirmación de un viviente que prefiere el vivir, y por tanto el sobrevivir, a la muerte, pues la supervivencia no es solo lo que queda: es la vida más intensa posible” (Derrida, 2007, p. 50). Y así, en su trabajo, arrancado sí, pero no vencido. No creo que el tiempo que viene necesite menos pensamiento sino mucho más.
NOTAS
El artículo sobre Artaud y el sujeto en proceso es de 1973.
Y que es, además, una versión ampliada de un estudio aparecido en 1987.
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