La comprensión antropológica de lo sucedido en mayo del 68, y en el contexto de los cambios epocales de la segunda mitad del siglo XX, requiere, por una parte, realizar una arqueología subjetiva de un nuevo sujeto histórico y metafísico, la juventud, y por otra, el estudio de la formación de una nueva morfología de la autoconciencia, la jovialidad.
The anthropological understanding of the events that took place during May’68, in the context of the historical changes of the second half of the twentieth century, requires, on the one hand, an archaeological study of the emergence of a new historical and metaphysical subject, youth, and, on the other hand, a study of the appearance of a new morphology of the conscience, joviality.
Según cuenta la tradición, cuando san Benito ascendió el Monte Cassino encontró allí erigido un altar a Júpiter. Sus piedras se habrían utilizado para edificar la célebre abadía que se convirtió en la inspiración del monacato occidental y la institucionalización de una cultura cristiana sobre las ruinas del mundo antiguo. Pues bien, en mayo del 68 se consumó eruptivamente la finalización de aquella época y la proclamación de un tiempo y un sujeto de morfología tardomoderna y postcristiana: la reposición mutante de un ‘paradigma olímpico’. El altar a Júpiter había sido reconstruido.
El final de la segunda guerra mundial viene marcado por dos explosiones. Una, antecedente y de naturaleza física, aunque desencadenada artificialmente: la bomba atómica. La otra, de naturaleza social, aunque retardada en una cuenta atrás embriológica: la explosión demográfica que pobló desde finales de los años sesenta y durante los setenta del pasado siglo los países occidentales con una muchedumbre veinteañera.
El descubrimiento a mitad del siglo XX de la energía atómica y su manipulabilidad, supuso, para decirlo con palabras robadas a Marcuse,
En esa tesitura el hombre alcanzó una visión de sí mismo nunca antes contemplada: el dominio del hombre sobre el mundo comprometía la subsistencia misma de la humanidad como especie y la del planeta como ecosistema global. Así que aquella peripecia histórica servía, una vez más, de epifanía de la esencia humana: el poder del hombre se cancelaría y destruiría a sí mismo si no devenía cuidado. De modo que, como Heidegger había apenas enseñado, el cuidado se revelaba como el requerimiento interno del poder humano para seguir siéndolo, y, por tanto, como su interno y originario designio; y se mostraba así mediante la inevitable arqueología de sí que le imponía al hombre el futuro catastrófico que él mismo había hecho posible.
Como Nietzsche atribuía a todo lo estrictamente nuevo, también en aquel tiempo vibraba “una fuerza de efectos retroactivos” que revelaba no solo la historia
La conciencia ecológica supuso la certeza de que los actos humanos tienen efectos secundarios sobre el planeta y sobre el hombre mismo que en aquel tiempo ya habían dejado de ser secundarios. Más todavía:
Se había hecho visible que las razones por las que la suerte humana estaba asociada a la del planeta no residían solo en los avatares exteriores y cósmicos, como la dependencia del sol o la posibilidad de impactos de meteoritos en tránsito, o en episodios como las mutaciones víricas y sus potenciales devastaciones pandémicas. Sino que en el núcleo mismo de la condición humana había un vínculo con el mundo en el que habitamos y del que este depende compartiendo nuestra suerte: la libertad había ensanchado su poder hasta el punto de incluir al planeta en su propio destino. Y en el empeño por evitar la catástrofe que él mismo podía causar, el hombre descubrió el destino de su señorío sobre el mundo: tomarlo a su cuidado. Se había hecho visible, pues, que sobre la libertad humana se cernía la preservación del planeta y que de ella dependía la preservación de la humanidad frente al poder del hombre (Freud,
Es lo que Hans Jonas llamó la “heurística del temor”: del temor por la autodestrucción surgía la evidencia sin precedentes de que las relaciones con las demás especies y con el medio natural se habían transformado en deberes morales y tareas políticas. De manera que, si había tenido sentido hablar de una Edad de Piedra, de Bronce o de Hierro, no había menos razones para poder hablar de una
El poder atómico transparentó la libertad humana como un acontecimiento en la historia natural de las especies a las que podía aniquilar, de la historia de la biosfera cuyas condiciones podía alterar definitivamente, y de la geología de la corteza terrestre que podía modificar y contaminar por siglos y hasta milenios. La posición del hombre en el mundo se había alterado esencialmente: la posibilidad de destruir el mundo implicaba la encomienda de su salvación, al tiempo que asociaba –y en realidad limitaba– la salvación del hombre al mundo.
Pero en el abigarrado panorama de aquellos decenios esa “heurística del temor” era solo un bajo continuo, persistente y a veces dominante, pero cada vez más soterrado tras una melodía más amable y que más bien requiere de una
No hay exageración alguna en decir que nunca hasta entonces el hombre había vivido una situación semejante: las sociedades desarrolladas de mediados del siglo XX estaban alcanzando un nivel de eficiencia en el aseguramiento de la satisfacción de las necesidades vitales y, en general, en la mejora de las condiciones de vida de sus ciudadanos como no se había conocido. Jamás antes el hombre había logrado estar tan a salvo de las lacras del hambre, el frío, la enfermedad y la violencia como lo estaban los ciudadanos de aquellas prósperas sociedades. Estar razonablemente a salvo de las guerras, las epidemias y las hambrunas era una situación de la que no habían disfrutado –y todavía no disfrutan– la inmensa mayoría de los seres humanos, y habría bastado para colmar las ensoñaciones políticas e históricas más utópicas
Por primera vez en la historia esos sueños cobraban realidad: había mucho bien objetivo en el hecho de que se pudiera hacer más que nunca antes por superar enfermedades, por eludir la amenaza del hambre, el frío, la ignorancia y la violencia; había mucha dignidad humana lograda en semejante clase de sociedad, que era en sí misma una bienaventuranza sin más tacha que el distinto grado con el que amparaba a unos y otros.
Además, la ampliación del horizonte temporal de la vida era de tales proporciones que había hecho posible lo que podría describirse como la
Y de ahí que se hiciera posible una postergación cultural y existencial de la muerte en tanto que contenido hegemónico de la autoconciencia como no había tenido lugar antes. Esa derogación fue, además, de tal alcance y novedad que bien puede decirse que lo que se desvaneció fue la
A imagen del descubrimiento de la curvatura del mundo físico, la experiencia de la curvatura del mundo de la vida presagiaba un
Esa nueva curvatura del tiempo de la vida exigía que esta se definiera desde un centro que ya no coincidía con su condición mortal: el sentido de la vida no podía afincarse fuera de ella, exclusivamente más allá de una muerte que había dejado de ser su foco estructurante. Y esa
Pero en aquella afirmación de la vida había algo más que la mera sublimación fugitiva de la angustia ante la muerte que, ciertamente, si bien no había perdido su poder soberano, lo ejercía ya desde regiones menos centrales y más remotas del discurrir vital. No se vive para morir, y aunque ningún viviente escape a ese destino mortal, se vive para vivir y en creciente plenitud, si eso fuera posible. Y esa certeza campaba entonces por primera vez entre multitudes nacidas tras la mayor hecatombe mundial conocida; unas multitudes que descubrían que si bien la muerte es ineludiblemente el final de la vida, no era su fin propio.
Probablemente nunca el hombre había estado en condiciones culturales de afirmar esa divergencia como cuando su mundo le había dejado ver la vida sin la fatídica y soberana inminencia de la muerte. Se trataba de una suerte de
Esa exigua pero encomiable derrota de la muerte forma parte de la dirección dominante de todo progreso humano, cuyo impulso parece aspirar a recomponer las felices condiciones de aquel estado original que atraviesa nuestra memoria con el nombre de “paraíso”. Aunque un siglo antes Baudelaire no lo viera, también el gas, el vapor y las plataformas de ferrocarril de su tiempo contribuyeron en su orden a “la reducción de los rastros del pecado original” en los que consistía toda “verdadera civilización” (Baudelaire,
Stefan Zweig reseña en sus memorias la irrupción de la “juventud” como un cambio efectuado por la generación de europeos sobrevivientes de la Primera Guerra Mundial: “La generación entera decidió hacerse más juvenil, todo el mundo, al contrario del mundo de mis padres, estaba orgulloso de ser joven”; y ese orgullo suponía que toda aquella “generación de jóvenes [centroeuropeos] había dejado de creer en los padres, en los políticos y los maestros” (Zweig,
Ciertamente, ese surgimiento de la juventud daba efectividad a la desautorización de las tradiciones y de sus sedes sociales, epistémicas y culturales que ya había proclamado la Ilustración europea y que, no obstante, todavía no se había encarnado en un sujeto capaz de realizarla en una etapa biológica y biográfica que se identificara con sus ideales. Ahora el repudio de la tradición y de lo viejo podía ya animar a una criatura concebida en su seno,
Este nuevo sujeto histórico ya no se configuraba por la carencia de patrimonio que caracterizaba a las muchedumbres proletarias, sino por la carencia de pasado que configura a los jóvenes. Sin embargo, en la juventud esa carencia se transmutaba y convertía en lo contrario, en riqueza y abundancia vital. Así que el pasado mismo dejaba de ser patrimonio para convertirse en carencia en tanto que necesariamente determinado y ya sin posibilidad alguna disponible. De modo que la falta de pasado que había implicado la insignificancia social de los desposeídos y de los jóvenes –lo adolescente–, ahora paradójica y novedosamente significaba la plenitud que se seguía de tener todo el futuro disponible; sin que importara que fuera solo posibilidad, porque precisamente la posibilidad se había convertido en la forma más valiosa del ser del hombre: el joven “vive de posibilidades y en la dimensión de lo posible”, había adelantado Ortega (
Futuro, juventud y posibilidad se amalgamaron así con el porvenir del mundo y de sus conquistas de un modo inédito.
Pero no eran solo las modas. En 1930, en pleno apogeo de lo juvenil, Ortega va a elevar el nuevo paradigma de la juventud a categoría de
En efecto, lo juvenil no fue un mero comienzo histórico, sino que su principalidad es también ontosocial porque “la actividad original y primera de la vida es siempre espontánea, lujosa, de intención superflua, es libre expansión de una energía preexistente”, dice Ortega (
Lo singular del caso es que esta metafísica de la juventud esclarecida entre otros por Ortega, se lleve a cabo en simultaneidad con la emergencia histórico-social de la juventud como sujeto y modalidad de la autoconciencia de lo humano. Esa elevación de la propia situación a categoría de principio tan típica como ineludible del pensar filosófico, constituye, no obstante, un signo delator de la constitución de la juventud como el naciente sujeto histórico del nuevo estado civilizatorio.
Con notables diferencias, pero en la misma dirección encontramos a Freud cuando afirma que las alianzas fraternas de hijos desposeídos contra el padre dominante componen la horda primitiva. El vigor de la pulsión sexual y la exclusión de los jóvenes por parte del varón maduro y dominante, habría generado esas “juveniles bandas de hermanos” que con el parricidio original (Freud,
También en la descripción que hace Zweig de la llegada de la juventud se adivinan los ecos de la arqueología freudiana de la psique en la que la especie evoluciona desde “la horda paterna [que] es reemplazada por el clan de hermanos” Aunque para Ortega no es la necesidad –tampoco la sexual– la que rige al principio, pero para uno y otro lo humano se define y constituye por la oposición entre lo juvenil y lo maduro. De modo que, con o sin parricidio original, en Freud y en Ortega esa energía primordial es el principio protagónico de la historia y de la cultura, e incluso de la vida misma.
Ciertamente ya no se trata solo ni principalmente de una juventud biológica, ni siquiera de la juventud como sujeto social protagónico, sino de lo joven como contenido esencial y forma de la autoconciencia de lo humano: la
De hecho, en términos sociales, el surgimiento de la juventud como fenómeno epocal se deja ver en el contexto de las singularidades de los sistemas productivos y educativos de las sociedades desarrolladas de mediados del siglo XX. En las economías de subsistencia los procesos y los medios de producción de bienes económicos entrañan una escasa complejidad cognitiva al tiempo que muy baja eficacia productiva. La baja complejidad cognitiva reduce mucho el tiempo de aprendizaje requerido para que un sujeto sea económicamente productivo, si bien, como su eficacia productiva es muy baja, se hace precisa la multiplicación de tales agentes productivos. Si lo dicho se proyecta al ámbito del agente económico principal en estos sistemas, a saber, la organización familiar, se comprenderá que una prole numerosa no solo multiplica los agentes productivos, sino que además, como estos requieren muy poco tiempo de aprendizaje, la prole resulta ser un medio para la producción de bienes; un medio que en muchas circunstancias resulta casi impuesto por el régimen general de las economías de subsistencia.
Al otro extremo del desarrollo económico están las sociedades avanzadas desde el último tercio del siglo pasado. En tales sociedades la complejidad cognitiva de los procesos y medios de producción de bienes económicos es muy alta, lo que significa que el periodo de aprendizaje para que un sujeto se convierta en agente productor de bienes económicos es muy largo. Por consiguiente, el tiempo en que la prole supone un coste para la familia –desde el punto de vista económico– es también muy prolongado, y hasta su emancipación el hijo es, en términos económicos, casi solo un puro gasto. Todo lo anterior contribuye a producir una severísima disminución del índice de natalidad en las sociedades desarrolladas. Pero, además, produce una demora en la asunción de responsabilidades laborales y, por añadidura, familiares.
Ese nuevo periodo creado para poblaciones masivas por la distensión del proceso educativo universalizado y que media entre la madurez reproductiva o salida fisiológica de la infancia y la asunción de responsabilidades profesionales (familiares y cívicas), da forma a un tiempo biográfico nuevo, no disponible en sociedades con menores niveles de desarrollo, y apenas reconocible a lo largo de toda la historia de las sociedades y culturas humanas, salvo en fenómenos episódicos y de alcance muy restringido.
En este sentido cabe hablar incluso de la juventud como un nuevo sujeto social con características propias y nuevas, con frecuencia y reveladoramente asimilado al de
Por último, y en tercer lugar, pero directamente imbricado con los anteriores, cabe hablar de la juventud como una categoría o constelación de categorías culturales. En este sentido lo jovial goza de cierta autonomía, y hasta puede darse en ausencia de la juventud en términos físicos o sociológicos, si bien su origen remite a dichas dimensiones. En tanto que categoría cultural la jovialidad admite muchas acepciones de alcance menor que van desde un estado de ánimo o temple emocional basal, a unas ciertas disposiciones positivas hacia las innovaciones y hasta un difuso optimismo actitudinal. Pero la jovialidad como modalidad de la autoconciencia no es un estado de ánimo y, por tanto, tampoco algo que se siga de una juventud psicofísica, ni un mero derivado de la juventud sociológica como si esta fuera su sustrato real preconsciente. Si lo jovial deriva en su origen de esos dos sentidos precedentes, a su vez los configura al retornar sobre ellos formalizándolos. De hecho, más bien es la jovialidad como autoconciencia la que suscita eso que llamamos
A la juventud le ha ocurrido lo que Guy Debord vaticinó para el proletariado: que no podría suceder a la burguesía sino convirtiéndose en la clase y el sujeto de la conciencia (Debord,
La juventud, o si se quiere, lo jovial, aquí no designa una etapa de la vida orgánica sino una modalidad de la existencia cuya autoconciencia la constituye. Y de ahí que la inmensa mayoría de los hombres hayan existido sin haber sido nunca jóvenes en ese sentido, sin que eso implique, obviamente, que no alcanzaran una determinada edad caracterizada por la plenitud de las potencias psicofísicas. Ahora bien, sin las nociones sociales y culturales de juventud es poco probable que esa edad tuviera la visión de sí misma como la culminación de lo humano en el orden de la conciencia. Y ambos aspectos son constitutivos de la juventud como tal, cuya gestación social caracteriza históricamente a nuestra época: la suscitación de un sujeto social que sucede y en muy buena medida sustituye históricamente a la burguesía y el proletariado; y el desplazamiento crítico y estructural de la madurez como paradigma antropológico.
Se trata, pues, de una invención (del latín
La invención de la juventud opera simultáneamente un epítome histórico y una
Por consiguiente, lo jovial no es solo ni principalmente el periodo que media entre la plena capacidad sexual y la asunción de responsabilidades laborales o familiares, ni siquiera según su insólita distensión contemporánea y su disponibilidad para la práctica totalidad de la población de las sociedades avanzadas; ni tampoco solo su configuración como un sujeto social nuevo; sino todo lo anterior elevado a la condición de paradigma antropológico y de categoría cultural axial con unos contenidos propios que se constituyen en la línea del horizonte de la autoconciencia del sujeto contemporáneo, y de los que nos hemos de ocupar.
Más exactamente: lo jovial es la modalidad de autoconciencia humana que -formalizada por la curvatura del mundo de la vida y la consiguiente postergación de la mortalidad- sustituye a la mortalidad en tanto que contenido esencial de su definición. Lo jovial surge esencialmente de (y como) la manumisión metafísica del hiperpoder de la muerte en correlación con las variables sociales, epistémicas e institucionales que lo hacen posible.
Si la segunda mitad del siglo XX alumbró un tiempo efectivamente nuevo, no fue solo por la manipulabilidad de la energía atómica o por la transformación de las condiciones materiales de la existencia, sino por la inauguración de una modalidad inédita de la autoconciencia humana. Ahora bien, la sustitución de la mortalidad por la jovialidad como forma epocal de la autoconciencia en la que las multitudes se descubrieron a sí mismas como jóvenes en el 68, es ciertamente posible por la incomparecencia de la mortalidad que deriva a su vez de una forma de inexperiencia característica, aunque no exclusivamente contemporánea.
La morfología fundamental del nuevo sujeto histórico que protagonizó mayo del 68 surge de una experiencia de la conciencia suscitada como la forma subjetiva de una transformación histórico-social: desde mediados del siglo XX los ciudadanos de las sociedades desarrolladas han vivido bajo tal régimen de aseguramiento de la satisfacción de sus necesidades que desconocen el sentido genuino de tener o padecer
En sentido estricto, hay experiencia de la necesidad allí donde la dificultad para su satisfacción es también un compromiso para la subsistencia y donde, por tanto, los estados carenciales que se expresan en los deseos transparentan la propia condición mortal. Sin la mortalidad presentida en el miedo por la insatisfacción de una carencia no hay propiamente hablando experiencia de una necesidad, aunque esta lo sea en términos fisiológicos (o incluso sociales). Propiamente la experiencia de la necesidad no es, por tanto, la de una mera privación, sino que requiere la emergencia en la conciencia de la vulnerable dependencia mortal del sujeto de la satisfacción. Dicha emergencia tiene la forma pasional del miedo, de modo que la experiencia de la necesidad es también y simultáneamente una experiencia de la propia condición mortal. Mejor: la necesidad solo es experimentada como tal, y no solo como mero apetito o deseo, en tanto que autoconciencia mortal; así que la inexperiencia de la necesidad implica también una peculiar incomparecencia de la mortalidad en el orden de la conciencia.
Además, y más allá de una mera experiencia, la necesidad puede constituirse en una circunstancia estable, un
Por consiguiente, en el régimen de garantías de las satisfacciones de la vida que dan lugar a la inexperiencia de la necesidad hay mucha humanidad o, si se quiere, hay una lograda proporcionalidad con la condición y dignidad de lo humano. Por el contrario, el estado de necesidad o miseria reduce lo humano en el hombre a preocupación por las necesidades. Vencer la necesidad es, pues, hacer justicia al hombre y liberarlo de un sometimiento postrador; pero es también exponerlo a una singular forma de olvido.
Como el estado de necesidad se expresa en la mortalidad como formalidad prevalente de la autoconciencia humana, la inexperiencia de la necesidad implica, por tanto, la venturosa incomparecencia de la mortalidad en y a través del miedo y de unas necesidades que, por eso mismo, dejan de serlo en tanto que experiencia de la conciencia. La necesidad, aunque no deje de serlo en términos fisiológicos, deja de serlo como experiencia de la conciencia allí donde no se transparenta la fragilidad mortal del sujeto a través de tales desequilibrios carenciales. Por tanto, en su sentido más decisivo, los hombres de las sociedades avanzadas, quizá por primera vez en la historia de forma masiva y como estado social, desconocen qué es el hambre o el frío en tanto que experiencias de la conciencia. Incluso si accidentalmente se ha tenido una experiencia intensa de tales estados carenciales metabólicos o térmicos, rara vez estos habrán compuesto un
La mortalidad como autoconciencia estaba asegurada allí donde la abundancia o escasez de “las cosechas ritmaban los cortejos fúnebres” (Delumeau,
Pues bien, dicha derogación o inexperiencia de la necesidad como régimen regular de la existencia, por un lado, y la postergación de la muerte, por el otro, componen lo cóncavo y lo convexo de la curvatura del mundo de la vida que está tomando forma en aquellos años, y que de manera singular encarnan aquellas generaciones ociosas desde el punto de vista de la producción. De ahí el desplazamiento de la mortalidad como centro y formalidad de la autoconciencia contemporánea, y su sustitución por la centralidad de la vida que hemos caracterizado -todavía incipientemente- como
De ahí que desde entonces y todavía entre nosotros, la muerte no solo ha cedido su primacía, sino que parece desvanecerse para el hombre contemporáneo. Como dice de sí mismo Vargas Llosa, “lo ideal para mí es que la muerte llegue como un accidente, vivir como si fueras un inmortal y en un momento dado eso se interrumpa por un accidente”
El carácter incidental que nuestro tiempo otorga a la muerte se aprecia con claridad si consideramos las únicas formas de comparecencia general de la mortalidad ante el sujeto contemporáneo en las sociedades desarrolladas: las enfermedades y los accidentes. En el orden de nuestra cultura unas y otros se han identificado: el hecho de que tras cada defunción podamos rastrear una serie etiológica de malfuncionamientos asistenciales u orgánicos, alienta la figuración social de que toda muerte es de suyo evitable en la medida en que dicha relación de impericias, azares o patologías sea superada. De donde se sigue que toda muerte tiene una naturaleza accidental y con frecuencia culposa, ya sea por negligencia activa o por falta de previsión. Parece, pues, como si detrás de cada defunción hubiera un “fracaso técnico” (Fernández del Riesgo,
Dicho fracaso sustituye a la indigencia que hizo surgir a las religiones: “el primitivo se habría inclinado ante el hiperpoder de la muerte con el mismo gesto con que parece desmentirla” (Freud,
Ahora bien, la postmortalidad y el carácter incidental de la muerte no derivan solo ni esencialmente del portentoso y eficaz sistema de satisfacción de necesidades, ni de la insólita eficacia de los sistemas de prevención y asistencia. La incomparecencia real de la muerte consistió propiamente en su reducción ontológica –es decir, la redefinición de su clase de realidad– a la categoría de accidente. Si la autoconciencia humana dejó de comprenderse con la forma de la mortalidad y el hombre de entenderse bajo la condición de mortal es por el estatuto de incidente que devino sobre todo deceso, como si este fuera una excepción que, ciertamente, se cumple en todos los casos, si bien sin que de ahí se siga la refutación de su carácter incidental.
Se trata de la constitución de una modalidad mortal de la inmortalidad: una eternidad hecha de duración; un “eterno mientras dure” o “para siempre hasta que se acabe” que es la textura interna de la temporalidad postmortal. Una juventud finita pero perpetua y que requiere para serlo el ocaso de su ocaso, la curvatura de su mundo. Esta exaltación de la juventud que no es meramente psicológica, tiene carácter ontológico precisamente en tanto que requiere la reducción ontológica de la muerte al rango de incidente. Dicha reducción es, por consiguiente, correlativa a la configuración de la existencia humana y de su temporalidad como si de una inmortalidad finita se tratara.
Sobre esa curvatura de la existencia, es decir, sobre la inexperiencia de la necesidad y la postmortalidad, el sujeto jovial surfea –para utilizar la imagen de Baricco (
La inexperiencia de la necesidad tiene otro efecto de primera importancia para la morfología interna de la subjetividad, y muy particularmente para la que tomaba forma en aquellos decenios y decidió la suerte de los nuestros. En la medida en que parece garantizado el régimen de satisfacción de las necesidades y en que la experiencia de estas deja de transparentar la vulnerabilidad mortal del sujeto, los deseos que en el estado de necesidad casi se reducen a ser noticia psíquica de las necesidades, dejan de ceñirse a estas y cobran una autonomía y amplitud característicamente humana: el gusto.
Como es sabido
El
El gusto es, por tanto, la fuente amplificada del deseo respecto de la necesidad, y en el gusto el deseo alcanza una autonomía lúdica que está en la base de toda la cultura del
En el gusto las necesidades humanas comparecen culturalmente elaboradas y culturalmente satisfacibles. No es cierto, por tanto, que el gusto sea por sí mismo o en primera instancia una depravación del sujeto, como Rousseau aseguró. Pero ciertamente es ocasión para una peculiar impostación de lo humano: si de forma constante el gusto se encapsula y deja de referirse a la necesidad con la que ya no guarda proporcionalidad alguna -es decir, si deja de mediar entre satisfacciones y necesidades-, porque simplemente niega o ignora la necesidad, entonces la satisfacción se hace autorreferencial y nos ausenta de la común condición de seres precisados y necesitantes a la que pertenecemos con todos los demás hombres.
Así es como la satisfacción suscita su propia insatisfacción y en su falta de medida respecto de la necesidad –en su opulencia– nos aísla de las necesidades ajenas, o mejor, de la necesidad misma como carácter de lo humano. El actual régimen de satisfacción de las necesidades logrado en las sociedades desarrolladas y la consiguiente inexperiencia de la necesidad y derogación de la mortalidad, no se limita, por tanto, a habitar la mediación cultural entre deseo y necesidad que implica el gusto, sino que ha encapsulado el deseo transformando su autonomía lúdica en autorreferencial. Entre los nuevos ciudadanos de las sociedades del bienestar no es la necesidad ni su proporcionalidad libre lograda en la elaboración cultural del gusto, sino una autonomía lúdica y autorreferencial –narcisista– del deseo la que establece el régimen de las satisfacciones humanas.
El 68 es ciertamente la expresión crítica de ese malestar y la denuncia de esa opulencia, pero el denunciante es el sujeto nacido de ese régimen de satisfacciones y con los rasgos inequívocos de la ilusión histórica que supone la sociedad burguesa que deplora. Como Debord advirtió, “el hecho de que la utilidad bajo su forma más pobre (comer, habitar) ya solo exista en cuanto encerrada en la riqueza ilusoria de
Estamos, pues, ante un sujeto configurado por la inexperiencia de las necesidades que impulsa la reducción de la muerte al estatuto de incidente y la inauguración de una existencia postmortal. Una existencia en la que la autoconciencia humana se ha desprendido de su milenaria condición, y ha adoptado la de una jovialidad correlativa con la invención social de la juventud y su elevación a categoría epocal y antropológica. Pues bien, en conjunción con todo lo anterior la “supervivencia ampliada” de la que hablaba Debord, y que implica la inexperiencia de la necesidad como régimen basal de la existencia, da a luz a un super-viviente de cuya (super)vivencia se han desvanecido las referencias al trance mortal que entrañan las necesidades. Es decir, se trata de un
Como es sabido,
Los felices dioses del Olimpo comen y beben por deleite, por un sabor que sacia, es decir, por saber: por el gusto de conocer y saborear. Y ahí revelan que su divinidad es un paradigma hiperbólico del
He aquí, pues, que la forma contemporánea de la autoconciencia, la jovialidad, es la realización histórica del paradigma olímpico en el superviviente postmortal. De hecho, si los deseos del hombre jovial se cumplieran, le pasaría como a Dorian Gray y “jamás vería marchitarse una sola flor de su hermosura. Jamás sentiría debilitarse en sus venas el pulso de la vida. Sería eternamente fuerte, alegre y dulce como los dioses griegos”. Y así es en efecto, aunque se trate de una eternidad finita. He ahí, pues, el paradigma olímpico que, como si de una latencia arquetípica se tratara, ha venido a resurgir remedado casi dos mil años después de su ruina en el seno de nuestra tradición, y al que no solo no ha erradicado el desencantado cientificismo tecnológico, sino que más bien lo ha hecho inopinadamente posible.
Ser como dioses había sido un deseo tan imposible como típicamente humano. Pero a despecho del viejo Aristóteles, el desarrollo tecnocientífico y político estaba transformando lo que se podía desear, pero no elegir porque era imposible, en materia de elección. Y no se trataba de meras posibilidades físicas abiertas por el progreso científico-tecnológico. Sino de imposibilidades antropológicas, pues, como aseguraba Marcuse en 1964: “el hombre puede hacer hoy más que los héroes y semidioses de la cultura; ha resuelto muchos problemas insolubles” (Marcuse,
La centralidad de los ritos de duelo ha sido descrita y documentada por di Nola (
En castellano (y en portugués) el término
“La juventud como producto engendrado socialmente: en ningún lugar ni periodo histórico cabría definir a la juventud mediante meros criterios biológicos o con arreglo a criterios jurídicos” (Levi y Schmitt,
En una entrevista publicada por el diario