ArborARBOR Ciencia, Pensamiento y CulturaArbor0210-19631988-303XConsejo Superior de Investigaciones Científicasarbor.2020.797n300810.3989/arbor.2020.797n3008VARIA / VARIANarrar la crisis medioambiental: Eco(teo)logía, discurso audiovisual y comunidadNarrating the environmental crisis: Eco(teo)logy, audio-visual discourse and communityNarrar la crisis medioambiental: Eco(teo)logía, discurso audiovisual y comunidadRodríguez SerranoAarónUniversitat Jaume ICorreo-e: serranoa@uji.es
Pretendemos reflexionar sobre la manera en la que los discursos audiovisuales están hilvanando las relaciones entre crisis medioambiental y quiebra de los marcos comunitarios sociales. Partiendo de una metodología híbrida basada tanto en la filosofía del arte (y de la ecología) de Heidegger como del análisis narratológico, proponemos pensar el campo mediante dos modelos: las representaciones mainstream que se basan en la repetición de estructuras narrativas clásicas donde la amenaza climática es un conflicto solucionable mediante una intervención heroica y aquellos textos complejos en los que se exige el replanteamiento de una eco(teo)logía que ponga en su foco la necesidad de reactivar la comunidad.
We intend to reflect on the way in which audio-visual discourses are weaving together the relationships between environmental crisis and the breakdown of social community frameworks. Starting from a hybrid methodology based both on Martin Heidegger’s philosophy of art (and ecology) and on narratological analysis, we propose contemplating the field through two main models: mainstream representations based on the repetition of classic narrative structures where the climate threat is a conflict that can be solved by means of heroic intervention, and other complex texts in which what is called for is to rethink an eco(teo)logy focused on the need to reactivate the community.
Cambio climáticomarcos socialesnarrativa audiovisualMartin Heideggerfilosofía del arteeco(teo)logíaClimatic changesocial frameworksaudio-visual narrativeMartin Heideggerphilosophy of arteeco(teo)logyUniversitat Jaume I18I390.01/1El presente trabajo ha sido realizado en el marco del proyecto de investigación Análisis de identidades discursivas en la era de la posverdad. Generación de contenidos audiovisuales para una Educomunicación crítica (AIDEP) (código 18I390.01/1), bajo la dirección de Javier Marzal Felici, financiado por la Universitat Jaume I, a través de la convocatoria competitiva de proyectos de investigación de la UJI, para el periodo 2019-2021.
INTRODUCCIÓN
Quizá no sería demasiado apresurado aventurar que la emergencia ecológica se filtró en el espacio de la gran filosofía del siglo XX a partir de ciertos textos de Martin Heidegger. Hay, por lo tanto, buenos motivos para tomarlo aquí como punto de partida. Más allá de su complejo pensar sobre la técnica y sus relaciones con el desencantamiento del mundo (Berciano, 1982; Miranda, 2017), lo que ahora nos interesará es la misteriosa manera en la que, especialmente en la segunda etapa de su pensamiento, comenzó a conectar lo que llamó la era atómica (Atomzeitalter) (Heidegger, 2003) o la cibernética (Kybernetik) (Heidegger, 2013) con la presencia misteriosa de una suerte de divinidad (o divinidades) capaces de salvar al mundo de una catástrofe ecológica global más o menos explícita e inminente. Es, sin duda, en su célebre entrevista en Der Spiegel donde formuló con absoluta precisión lo que ya se intuía como un gran fracaso del pensamiento -en el que el dominio de lo científico/positivista se había encarnado en la parcelación de los campos de saber más limitados a lo ente-, así como las consecuencias concretas que nos esperaban al otro lado de su célebre olvido del ser (Die Seinsvergessenheit):
La filosofía no podrá operar ningún cambio inmediato en el actual estado de cosas del mundo. Esto vale no sólo para la filosofía, sino especialmente para todos los esfuerzos y afanes meramente humanos. Sólo un dios puede aún salvarnos. La única posibilidad de salvación la veo en que preparemos, con el pensamiento y la poesía, una disposición para la aparición del dios o para su ausencia en el ocaso; dicho toscamente, que no «estiremos la pata», sino que, si desaparecemos, que desaparezcamos ante el rostro del dios ausente (Heidegger, 1989, pp. 71-72).
De ese “dios” con minúscula y oculto únicamente se puede esperar un advenimiento a partir de dos vectores: el pensamiento y la poesía. Y vaya por delante que la doble referencia a una cierta manera de entender el arte en relación con el mantenimiento de la tierra no estaba únicamente en sus textos crepusculares, sino que se puede detectar por ejemplo en sus análisis de los textos de Hölderlin de los años cuarenta (Heidegger, 2005b) o en las inevitables menciones a los templos griegos y a los espacios sagrados que puntean su particular filosofía del arte y a los que volveremos en unos epígrafes. Parecería, por tanto, que su postura está más cerca de una eco-teo-logía, si bien ese Teo que hemos situado en mitad de la palabra no puede ser toscamente cambiado por una cierta religión concreta, por un cierto culto o un cierto sistema de valores verificable y fundamentado en una tradición delimitada.
De igual manera que Lévinas utilizó su profundo conocimiento de las fuentes judías para levantar una onto-teo-logía (2003), Heidegger se valdrá de su muy particular proceso hermenéutico de la filosofía presocrática para actualizar de una manera absolutamente impura y filológicamente discutible -pero indudablemente efectiva a un cierto nivel simbólico- esa conexión entre los dioses de Parménides y Heráclito en un contexto en el que el señorío de la técnica amenaza con nuestra propia supervivencia como especie. Dicho con mayor sencillez: sus dioses -los dioses que “pueden salvarnos”- no se manifiestan de manera explícita en la Historia frenando los desmanes de esos humanos descarrilados que contradicen la voluntad divina -en este caso, destruyendo los recursos naturales y dirigiéndonos por un camino irreversible de consumo exacerbado hacia la autodestrucción-, sino que se limitan a comparecer, silenciosos y quizá mudos en un gesto de horror, realizando sus signos mediante el pensamiento y la poesía.
Bien se podría preguntar el paciente lector por qué hemos decidido partir de Heidegger y no de otros filósofos eminentemente materialistas -pues después de todo, es lo material lo que está en juego- que también han contribuido al debate de la ecosofía en fechas más recientes como, pongamos por caso, Guy Debord (2006. pp. 73-89) o Félix Guattari (2015). Sin duda, ambos sistemas ofrecen valiosas claves para entender con precisión la conexión entre mecanismos de producción y catástrofe global. Pues bien, prescindimos de ellos en tanto en su escritura la dimensión de lo teológico ha sido borrada en lo que toca a su conexión sociológica concreta con cada comunidad. Y si aquí nos interesa lo teológico es, sin duda, porque -llegamos a la hipótesis central que intentaremos defender en las siguientes páginas- cuando el audiovisual contemporáneo intenta narrar nuestra compleja relación con la tierra y con sus procesos de creación y destrucción, apunta en muchas ocasiones a una suerte de fractura entre dios, planeta y grupo social, como si en nuestras narraciones poéticas -especialmente en aquellas que se enfrentan, cara a cara, con la destrucción inminente del mundo- se formulara a menudo la pregunta en sordina por la divinidad en mitad de este caos. Este es, como ya han demostrado muchos autores (Lack, 2014; Oñate, Cubo Ugarte, Zubía y Núñez, 2012) -dos de ellos, recientemente y ya con el telón de fondo de la urgencia del cambio climático (Marder, 2018; Morton, 2018)-, una de las grandes herencias del pensamiento de Heidegger: traer aquí su conexión entre comunidad, Φυσις (physis) y teología en la dimensión más propia del acto poético.
Permítasenos poner algunos ejemplos de partida bien concretos de esta situación. Los documentales de la Trilogía Qatsi (1982-2002) rodados por Godfrey Reggio -el primero de los cuales, por cierto, citaba explícitamente a Debord en sus créditos- se apoyaban en los cantos y el lenguaje de la comunidad Hopi en torno al término Koyaanisqatsi: “[Palabra que] engloba a toda la comunidad (an entire community) y constituye un punto de no retorno: únicamente un nuevo comienzo puede remediar la situación. Para erradicar el mal y comenzar de nuevo, debe hacerse tabula rasa, lo que generalmente implica la destrucción de la comunidad corrupta” (Malotki, 2002, p. 36). Las obras de su director de fotografía y discípulo, Ron Fricke giran sobre la misma idea: Sacred Site (1986), Baraka (1992), Samsara (2012). En un registro opuesto -mainstream, si se nos permite la palabra- encontramos casos como las inefables catástrofes climáticas dirigidas por Roland Emmerich, que admiten explícitamente una lectura textual teológica (Casanova, 2010) -no en vano, el director fantasea con la destrucción del Vaticano en 2012 (2009). Y dentro del documental-espectáculo, no está de más recordar que Al Gore concluyó su más que discutible ópera prima -Una verdad incómoda (An Incovenient Truth, David Guggenheim, 2006), cuyas carencias ya han sido estudiadas en otros lugares (García Catalán, 2012)- recomendando la oración a través de un proverbio indio. En una tierra que se destruye, parece obvio que la comunidad tenga que alzar sus ojos hacia el cielo en busca de respuestas.
Este es el marco en el que se pretende avanzar en las siguientes páginas. Para ello, intentaremos trabajar en paralelo a partir de diferentes piezas recientes que han ahondado en esta tensión entre naturaleza, comunidad y crisis postmoderna a partir de una división entre lo que podríamos definir, de manera inicial, como las escrituras mainstream de la emergencia climática y los textos poemáticos -en un sentido estrictamente heideggerano: obras en las que el acto de habitar el mundo es inseparable del poetizar dicho mundo. De ahí que el objeto de nuestro estudio no sea simplemente lo cinematográfico -entendido en sentido general como el conjunto de textos que se preguntan por las relaciones entre medio ambiente y comunidad- sino el encabalgamiento, el encuentro, el tránsito entre lo que ha quedado escrito (por el cine) y lo que quedó escrito por el propio Heidegger a propósito de la poesía medioambiental. Nuestra búsqueda no se centra tanto por lo que genéricamente se podrían llamar las “representaciones cinematográficas del cambio climático” -trabajo cubierto por diferentes autores (Pedraza, 2007; Vicente-Mariño y Vicente-Torrico, 2014; Vicente-Torrico, 2018)-, sino por la manera en la que dicha representación se relaciona con lo poético heideggereano.
Metodológicamente, hemos optado por un enfoque de análisis textual necesariamente impresionista (Marcus, 1993), tal y cómo queda reflejado en diferentes aportaciones a los textos de la cultura popular reciente (Fernández Porta, 2007; Pardo, 2007). Esto hará que prescindamos del aparataje cuantitativo propio de otras aportaciones, prefiriendo en su lugar ofrecer un marco general en el que la experiencia inmediata del texto y las huellas de su recepción (Barthes, 1974a) se superpongan sobre el discurso impostadamente científico. Esto no quiere decir, por supuesto, que prescindamos de las herramientas propias del análisis textual del discurso, especialmente en su dimensión estructural/comparativa (Barthes, 1990) y en la selección libre de la unidad de análisis o lexía: “Si se quiere estar atento al plural de un texto (por limitado que sea) hay que renunciar a estructurar ese texto en grandes masas” (Barthes, 1974b, p. 8). Se pretenderá, en cualquier caso, atender a las dos capas básicas del material audiovisual: la semántica -entendida aquí en tanto reflejo de una cierta manera de desplegar lo social- y la formal -entendida como la suma de procesos específicos en los que se sugiere la significación de la imagen en su campo narratológico (Marzal Felici y Gómez Tarín, 2015). Este análisis irá, a su vez, dirigido por las herramientas de pensamiento del segundo Heidegger, cuya relación con la imagen audiovisual en términos narratológicos y técnicos ya ha sido estudiada críticamente en otros lugares (Palao Errando, 2004; Rodríguez Serrano, 2017; Rodríguez Serrano, 2019), así como la conexión de su teoría con los films específicamente orientados a la mostración de la naturaleza o a la reflexión sobre el medio ambiente (Fusternau y MacAvoy, 2007; Pick y Narraway, 2013).
La estructura que propondremos para intentar desplegar en lo posible la problemática entre narrativa audiovisual, comunidad y emergencia teológico-climática será la siguiente: en primer lugar, partiremos de la pregunta por las relaciones entre comunidad, mito y naturaleza. Intentaremos situar el conflicto climático como una realidad que no se relaciona únicamente con coordenadas económicas, sino que tiene aspectos antropológicos y sociales en relación con las crisis de fundamentación y representación democráticas. En el siguiente epígrafe encararemos la domesticación de las narraciones climáticas en su vertiente mainstream, mostrando cómo generalmente se ha soslayado o minimizado el problema global mediante el recurso a narrativas heroicas, predominantemente masculinas y propiamente “ocultadoras” del mundo mediante el uso descarnado de una espectacularidad audiovisual impostada. A continuación, exploraremos las relaciones entre aquellas piezas audiovisuales que exploran con mayor complejidad las relaciones entre comunidad, mito y naturaleza, especialmente las que conectan la emergencia global con la caída de los grandes marcos simbólicos occidentales. Terminaremos, como marca el género, con las preceptivas y siempre provisorias conclusiones.
LA COMUNIDAD Y EL IMPOSIBLE PACTO CON LO REAL (ECOLÓGICO)
En la segunda sección del tercer libro que compone el Tratado de la naturaleza humana, Hume quebrará de manera contundente el viejo equilibrio heredado de las religiones monoteístas-creacionistas al señalar de manera inmisericorde la desigualdad absoluta entre ser humano y mundo:
De todos los animales que pueblan nuestro globo no hay ninguno con el que la naturaleza parezca (a primera vista) haberse conducido con más crueldad que el hombre, si se tienen en cuenta las innumerables carencias y necesidades con que lo ha dotado y los escasos medios que ella le proporciona para la satisfacción de estas necesidades (Hume, 2012, p. 423).
En efecto, lo que Hume dispone en este breve fragmento -por mucho que ese “a primera vista” parezca destinado a evitarle disgustos mayores con sus contemporáneos en el poder teológico- es algo más que una simple repetición de la maldición pronunciada por Yahvé al expulsar a los hombres del jardín del Edén (Gén., 3, 17-19), en tanto adquiere carta de naturaleza apriorística para el correcto ejercicio de la razón: no es únicamente que el mundo no esté diseñado para nosotros, sino que hay una irreconciliable violencia en el hecho de sobrevivir. Violencia que se impone como respuesta a la crueldad que el marco ambiental nos depara: tormentas, tifones, hambrunas, heladas. Ante la imposibilidad de tener un paraíso a su medida, el hombre no tiene más remedio que fabricarse un hábitat en el que situar las dos fuerzas inseparables que configuran eso que en la terminología psicoanalítica llamamos “lo real” (González Requena, 2010): fuerzas interiores inconscientes, voluntades filosóficas, pulsiones, desafecciones y afectos más o menos autodestructivos, pero también fuerzas exteriores, agresiones que llegan de los otros cuerpos, pero ante todo, la radical asimetría entre el propio cuerpo y el espacio natural, físico, que habita.
Razón y mito tienen, aunque parezca paradójico, una única raíz que trepa desde la asincronía entre naturaleza y hombre. Siguiendo a Joseph Campbell, el mito se imbricará en la comunidad para intentar interpretar la fascinación y el horror de ese “universo tal cual es” (Campbell, 2018b, 27, la curisva es del autor) a partir de una serie de marcos éticos, literarios, simbólicos. Ya que estamos en una situación de desigualdad con respecto al mundo, el mito emerge para suturar, para cohesionar y, en definitiva, para mejorar en lo posible nuestras posibilidades de supervivencia. Ahora bien, en el desplegarse histórico, cuando esa asimetría está razonablemente equilibrada -cuando el ser humano es capaz de mirar cara a cara a ese universo tal cual es- termina el tiempo del mito y emerge la razón como aquello que nos permite habitar no tanto desde los dioses, sino propiamente, desde los otros, los iguales -“La facultad de la razón se desarrolla no en la pura soledad, sino en sociedad” (Campbell, 2018a: 328)-. Los marcos mitológicos van desplomándose o convirtiéndose poco a poco en marcos en los que se asientan -siempre en estado de fragilidad, de permanente tensión- nuestras capacidades para vivir con la inevitable incomodidad de nuestro propio cuerpo y el de nuestros propios semejantes.
Ahora bien, el giro histórico del capitalismo avanzado ha supuesto una quiebra en este proceso de la que todavía no estamos sino entreviendo sus primeras consecuencias. Paradójicamente, en el momento en el que se celebra abiertamente la caída de los sistemas míticos surge en paralelo un proceso tecnológico de destrucción masiva de los recursos, combinado a su vez con el retorno de formas de religiosidad deformada que pasan, entre otras, por el retorno de figuras míticas reprimidas vinculadas a la patria (González Requena, 2005), por pseudoterapias basadas en la impostación explícita del bienestar (Cabanas e Illouz, 2019; Wilson, 2008) y por un replanteamiento consciente de los marcos comunitarios democráticos, considerados ya en estado de emergencia (Levitsky y Ziblatt, 2018; Mounk, 2018), entre otras manifestaciones.
En esta dirección, no resulta sorprendente que aquellos entes políticos que viven de erosionar los marcos comunitario-democráticos a base de proponer políticas excluyentes sean precisamente los primeros en negar la existencia del cambio climático. Como ha apuntado tangencialmente en su último trabajo Martha C. Nussbaum, nos movemos en una dicotomía salvaje en la que parece imposible reconciliar la idea de desamparo frente al universo con una suerte de narcisismo local empeñado en formular que unas naciones son más relevantes que otras (Nussbaum, 2019, p. 97) y, por lo tanto, que ciertas comunidades pueden ser sometidas o perecer al mismo tiempo que sus recursos naturales son expoliados. Políticas y nacionalismos locales frente a esa hipotética “economía global” que flota por encima de individuos y países.
En efecto, a nuestro juicio, emergencia climática y emergencia democrática son dos caras de la misma moneda. En ambos casos se trata de síntomas que señalan la ruptura de las fuerzas de equilibrio entre las dos fuerzas pulsionales de “lo real” de las que hablábamos antes: el interior y el exterior, el Otro y nuestro universo habitable. La función inicial del mito -explicar, controlar la fascinación del abismo, cohesionar- una vez quebrada se deposita en una lógica cuantitativa que, seamos sinceros, sirve para medir pero no para pensar el mundo ni sus relaciones. El hecho de que una gran parte de la Academia esté destruyendo sus discursos humanistas en aras de publicaciones explícitamente cuantitativas y de corto recorrido (Zafra, 2017) no es sino un efecto colateral de que el pensamiento del mundo, al desencantarse, es profundamente inútil para dar cuenta de la angustia que emerge de nuestras posiciones.
Es aquí donde comparece el poema, el arte, el relato. Y no lo hace, digámoslo desde el inicio, con esa posición ingenua de quien piensa que por visibilizar una cierta problemática social estamos ya generando una acción salvífica intachable -pongamos por caso, esa vieja idea lindante con el pensamiento mágico que afirma que simplemente por recordar el pasado estamos evitando su repetición-. Tampoco nos referimos a ese ritual audiovisual laico por el que unos conversos acuden a ver piezas audiovisuales que les reafirman en sus propios postulados ideológicos, sean del signo que sean, como si la simple asistencia a la sala fuera un acto de resistencia. Antes bien, en la confusión de los tiempos que corren, el relato se introduce como una sorprendente celebración de la supervivencia y, a su vez, un diagnóstico siempre inagotable de los males que la amenazan. El audiovisual, ante este vacío, tiene la obligación frente a la comunidad de “rechazar, resueltamente, las significaciones demasiado simples y las afecciones demasiado brutales que nos embargan ante ciertas imágenes de lo que el hombre hace padecer al hombre” (Didi-Huberman, 2019, p. 125) . En esta dirección, no es suficiente con las cadenas de imágenes catastrofistas que habitualmente decoran las noticias sobre el cambio climático1 -los parajes desolados, los animales moribundos, los glaciares quebrándose, los tejados de las casas emergiendo de pueblos súbitamente anegados-. Ni siquiera la incorporación de figuras humanas genera una cierta empatía que marque la brutal diferencia entre esas imágenes -cuyo contenido apunta directamente a la destrucción total de los modos de habitar el planeta- y las de otras catástrofes provocadas en conflictos bélicos o grandes migraciones.
Es precisamente ahí -ante la crisis evidente de la imagen en un momento de extraordinaria saturación audiovisual- donde cabe reivindicar el relato como fuerza mayor capaz de visibilizar, formar, construir el (sin)sentido del texto. Y es necesario hacerlo para no caer en la banalidad de un Al Gore o en la espectacularidad absurda que dominaba obras aparentemente aleccionadoras “comprometidas con el compromiso medioambiental” tan peregrinas como Los inmortales II: El desafío (Highlander II: The Quickening, 1991), Deep Impact (Mimi Leder, 1998) o la más reciente Geostorm (Dean Devlin, 2017). El hecho de que una película como Waterworld (Kevin Reynolds, 1995) haya acabado convertida en una de las atracciones más celebradas del parque temático de la Universal (Kermode, 2012, pp. 118-120) es lo suficientemente elocuente como para dar cuenta de los riesgos de la banalización que acechan detrás de las propias lógicas del ecosistema mediático contemporáneo. Analizaremos, por tanto, los mecanismos discursivos de dicha banalización.
EL DESIERTO CRECE: LA NATURALEZA COMO ESPECTÁCULO DEL TERROR
Y es que si titulábamos nuestro artículo precisamente a partir del verbo narrativizar es para marcar cómo los efectos que una cierta disposición relatada de los acontecimientos -sin entrar en este trabajo en los mecanismos discursivos más bien dudosos que hacen que una pieza sea catalogada como ficción o como documental (Zumalde y Zunzunegui, 2015)- propone una significación sobre ese súbito “desencantamiento del mundo” heideggereano con la crudeza necesaria para no espectacularizarlo. Acotar la precisión conceptual de un término que aquí estamos utilizando de manera claramente peyorativa -el mainstream- no es tarea fácil, si bien fue especialmente bien acometida en obras como La mirada cautiva (Company Ramon y Marzal Felici, 1999), que en el mismo umbral del milenio alertaron de una cierta deriva escritural donde los efectos, el trampantojo, la “atracción” vaciada de cualquier lógica discursiva eran la garantía de éxito -comercial, estético- frente a otros valores cinematográficos. Esta idea de lo mainstream se vincula también a las pantallas de exhibición (Naficy, 2010), a la imposición de modelos seriales que trascienden las narrativas cinematográficas clásicas (Gómez y Bort, 2009), a la mostración obscena del poder en pleno estallido de las crisis económicas (Marzal-Felici y Soler-Campillo, 2018) y, por supuesto, a ciertas derivas del cine documental (de la Fuente, 2016).
Los ejemplos mainstream que citábamos hace unos párrafos son extraordinariamente claros al respecto, en tanto parten de una disposición estructural heredada de la forja de aventuras clásica (Sánchez-Escalonilla, 2002) y, por lo tanto, fácilmente intercambiable y actualizable: Obras que sitúan la catástrofe climática como un “conflicto solucionable” gracias a la muy loable acción de uno o varios individuos que confunden su particular aventura personal -su cuestionamiento como individuos en un catálogos de crisis banales y estereotipadas- con la gran aventura global -la supervivencia de la raza humana-. De nuevo, retornando a los esquemas mitológicos de Campbell (2005) -inmisericordemente saqueados por la pueril reducción que Vogler (2002) acometió para los aspirantes a guionistas-, este tipo de obras combina un “viaje interior” -por ejemplo, la paternidad insatisfactoria de El día de mañana (The day after tomorrow, Roland Emmerich, 2004) o de Armageddon (Michael Bay, 1998)- con la épica rudimentaria de un “viaje exterior” -hacia las tierras desoladas o hacia el espacio exterior, respectivamente-. El hecho de que, además, este tipo de películas tiendan a poner en el centro figuras masculinas que viven la paternidad como un trauma apunta, a nuestro entender, con esa caída mayúscula de los marcos referenciales heredados del cristianismo -esto es, con la idea de un Dios-Padre que, en su infinito amor, nos ha cedido generosamente una tierra para que la habitemos-.
Ahora bien, si analizamos detenidamente estas películas, es fácil detectar cómo el planteamiento visual de la naturaleza es, en esencia, eminentemente espectacular. Por empezar a introducir elementos heideggereanos en la ecuación, el tratamiento de las relaciones entre naturaleza y habitar están completamente dislocado precisamente por el uso y abuso de elementos técnicos de manipulación de la imagen. Así, el poder destructivo de la naturaleza es reconstruido mediante técnicas infográficas, CGIs, trucajes más o menos elaborados donde lo que se busca es la pulsión escópica, el estremecimiento, la sugerencia más o menos elaborada del terror. Y, por cierto, que aunque en un primer momento podríamos pensar que nos encontramos ante una simple reelaboración postmoderna de lo sublime kantiano, resulta necesario leer despacio el siguiente fragmento de la Crítica del juicio para ver hasta qué punto este tratamiento de la naturaleza funciona en dirección contraria:
Nubes de tormenta que se amontonan en el cielo y se adelantan con rayos y truenos, volcanes en todo su poder devastador, huracanes que van dejando tras de sí su desolación, el océano sin límites rugiendo de ira [...] reducen nuestra facultad de resistir a una insignificante pequeñez, comparada con su fuerza. Pero su aspecto es tanto más atractivo cuanto más temible, con tal de que nos encontremos nosotros en lugar seguro, y llamamos gustosos esos sublimes objetos porque elevan las facultades del alma por encima de su término medio ordinario y nos hacen descubrir en nosotros una facultad de resistencia de una especie totalmente distinta que nos da valor para poder medirnos con el todo-poder aparente de la naturaleza (Kant, 2007. p. 196).
Sin duda que una sala de cine es un lugar seguro desde el que contemplar las fuerzas destructivas de la naturaleza, ahora bien, el problema clave es esa “facultad de resistencia” que Kant no pudo conectar -no había llegado todavía el momento de la “era atómica” de Heidegger- con la situación contemporánea de explotación y crisis medioambiental. Dicho con mayor claridad, Emmerich y el resto de los directores contemporáneos ya saben que detrás de sus fábulas épicas lo que hay es un proceso técnico que queda subrayado por la imposibilidad de que las obras humanas reposen en la naturaleza.
Tomemos un primer ejemplo, al contrario, de la escritura de Heidegger. En su célebre descripción del templo griego en El origen de la obra de arte, el filósofo también apuntaba a las tormentas y a las manifestaciones -ahora sí- sublimes de la fuerza de la naturaleza:
Allí alzado, el edificio aguanta firmemente la tormenta que se desencadena sobre su techo y así es como hace destacar su violencia. El brillo y la luminosidad de la piedra, aparentemente una gracia del sol, son los que hacen que se torne patente la luz del día, la amplitud del cielo, la oscuridad de la noche […] Esta aparición y surgimiento mismos y en su totalidad, es lo que los griegos llamaron muy tempranamente physis. La physis ilumina al mismo tiempo aquello sobre y en lo que el ser humano funda su morada. Nosotros lo llamamos tierra. De lo que dice esta palabra hay que eliminar tanto la representación de una masa material sedimentada en capas como la puramente astronómica, que la ve como un planeta. La tierra es aquello en donde el surgimiento vuelve a dar acogida a todo lo que surge como tal. En eso que surge, la tierra se presenta como aquello que acoge (Heidegger, 1995, p. 30).
En efecto, el templo reposa a partir de la acogida, incluso precisamente cuando se desata esa tormenta que, en lugar de confrontar al edificio, lo hace comparecer con mayor fiereza incluso en sus dos rasgos básicos: proteger al dios que cobija en su interior, servir de protección a los seres humanos que se cobijan bajo su techo cuando el temporal se desata -imposible no pensar, por cierto, en los planos de la tormenta rodados en la puerta de Rashōmon (Akira Kurosawa, 1950), la única película que arrancó una palabra positiva de la pluma de Heidegger (1990, p. 95)-. Se puede aducir, sin duda, que el templo no es una obra de carácter figurativo -como generalmente lo suele ser el cine-, pero merece la pena recordar que, unos párrafos después, el filósofo añade, hablando de la estatua del dios: “No se trata de ninguna reproducción fiel que permita saber mejor cuál es el aspecto externo del dios, sino que se trata de una obra que le permite al propio dios hacerse presente y que por lo tanto es el dios mismo” (Heidegger, 1995, p. 30). Ese ser el dios mismo no es, evidentemente, una apuesta teológica en la que Heidegger señale de manera ingenua un desprejuiciado retorno al politeísmo griego, sino muy al contrario, una valorización, una apuesta decidida por la posibilidad de que el arte, en su despliegue simbólico, suture nuestra dolorosa relación con la naturaleza.
Ciertamente, los recursos de las películas espectaculares que tratan del cambio climático funcionan al contrario: pasan por el deleite de ver destruidos los “templos” de la era contemporánea: célebres rascacielos destruidos, edificios políticos arrasados, paisajes urbanos tomados por las malas hierbas, por el óxido, abandonados. ¿Qué placer arranca el espectador de esas imágenes si no es, dicho claramente, el del posible derrumbe de unos símbolos -económicos, sociales, religiosos- que han devenido ya intolerables, que han sido desactivados (González Requena, 2008, p. 17) y que, por lo tanto, pueden ser eliminados en una alegre zarabanda postmoderna? Del mismo modo, si invertimos el punto de vista de la obra y dejamos por un momento de lado al buen-padre-sacrificado que se enfrenta a su titánica misión, lo que generalmente emerge es una certeza mucho más brutal: que la naturaleza nos empuja hacia la asimetría de origen que, en una paradoja propia del pensamiento mítico inicial, se toma cumplida venganza de décadas de expolio desmesurado. Donde no hay símbolo alguno se intenta generar una malla de sentido alrededor de lo real -proyecto, por lo demás, del todo imposible-, y la película usa sus mecanismos figurativos no para ser ese dios de Heidegger, sino para celebrar visualmente su ausencia.
Ahora bien -y aquí está, después de todo, la trampa mayor de la estructura narrativa de estos films- a nadie se le escapa que el Happy End resulta incompatible con lo que ocurre fuera de la sala. La catástrofe climática suele ser suturada con un montaje de escenas en el que ciudadanos de todos los credos, religiones y partes del mundo se abrazan, emocionados, dejando a un lado sus diferencias. El símbolo muere por la acción de la naturaleza, y se entierra en esa idea explícitamente anti-Heideggereana de una primacía del hombre, del sujeto, de lo antropológico y lo psicológico, humanista (Heidegger, 2000), donde la tierra vuelve a ser arrojada fuera de la ecuación, lista para ser expoliada de nuevo y para ser dominada con procesos técnicos sin el menor reparo. Como quizá ha detectado el lector, hemos titulado este epígrafe con el fragmento de Zaratustra -El desierto crece- que Heidegger tomó como referencia en sus seminarios de 1951 y 1952. Allí mismo dejó escrito que no había posibilidad alguna de habitar, donde “no se da la posibilidad de obtener una comida, de conseguir bebida y alimento. Allí no hay ningún morar para los mortales en el sentido de habitar” (Heidegger, 2005a, p. 160). Habitar es, como veremos en el siguiente epígrafe, la enorme problemática que nos sale al paso en un mundo donde comunidades y naturaleza han sido dislocadas.
COMUNIDAD, NATURALEZA Y DESTRUCCIÓN
A lo largo de muchos de sus textos, Heidegger propuso de manera más o menos explícita una conexión entre su particular concepto de comunidad y el marco natural habitable en el que se desplegaba. No vamos a negar que ciertos aspectos fueron y siguen siendo problemáticos, especialmente en el contexto insoslayable de Heidegger con cierto pensamiento nacionalsocialista. Basta con recordar el parágrafo 74 de Ser y tiempo (2009, pp. 396-400) y sus más que resbaladizas referencias al Destino Colectivo (Geschick), el gestarse histórico de una comunidad (Gemeinschaft) o la lucha (Kampf). Hay, no obstante, un matiz ante las interpretaciones apresuradas que se encuentra, muy precisamente, en su filosofía del arte por la vía del seminario de invierno de 1934 sobre Germania (Heidegger, 2010, p. 73) y su apuesta por una idea de la creación de la comunidad no por la pertenencia a una tierra, terruño o frontera determinada, sino antes bien, por la conciencia que les une ante la inevitable cercanía de la muerte. El lenguaje originario (Ursprache) no es un atributo que descienda gratuita y automáticamente sobre todos los nacidos en un cierto territorio, y desde luego, no se aplica a todos los miembros de la Gemeinschaft. La problemática mayor que sale al paso es la radical escisión entre la unión (social) de cuerpos que van a morir -y que habitan, como es sabido, en el lenguaje compartido- frente a la radical soledad en la que cada uno, de manera propia e inevitable, debe aceptar el acontecimiento de su propia muerte (Beistegui, 2013, p. 49).
Volviendo al problema de la catástrofe climática, nos encontramos por un lado con la idea de que la responsabilidad de tomar decisiones prácticas y concretas nos atañe a todos, pero al mismo tiempo, con la insondable experiencia de la responsabilidad individual para moverse en ese mundo en crisis. Tomemos como ejemplo de trabajo la extraordinaria El reverendo (First Reformed, Paul Schrader, 2017). Como si fuera el cuidador del templo de Heidegger, un pastor solitario vive encargado de arreglar, mantener y hacer funcionar una antigua iglesia situada en una zona rural a las afueras del condado de Nueva York. El templo que cuida es pura fragilidad y pura historia: en su enmaderado reposa la fundación, el origen de su culto. La sede de su Iglesia se ha desplazado a una gigantesca instalación donde muestra su poderío con pantallas, espacios diáfanos, comedores y grandes despachos. Sin embargo, el templo de Toller (Ethan Hawke) reposa en el centro de la comunidad, asolado por las nevadas y los árboles, guardando a la vez un modo de vida y una cierta aproximación a la creencia.
Ahora bien, la experiencia del pastor está arrasada por el duelo, dominada por el consumo de alcohol y arrojada a ese paraje que también deviene hostil -dominado por la nieve y el frío, exige constante trabajo físico- y al que apenas asisten una limitada comunidad de feligreses. El suicidio inesperado de uno de ellos -un militante medioambiental que no puede aceptar su futura paternidad en el horizonte de la destrucción climática- le hará tomar conciencia hasta límites desgarradores de la manera en la que su propia fragilidad -y la fragilidad de su propia fe- está conectada con la fragilidad de nuestro mundo.
Vayamos despacio. En primer lugar, El reverendo propone una problemática especialmente eco(teo)lógica. Toller, el pastor protagonista, es una suerte de reescritura del viejo Tomas (Gunnar Björnstrand) de Los Comulgantes (Nattvardsgästerna, Ingmar Bergman, 1963). Ambos nombres están conectados con el apóstol Tomás, que como bien sabemos, es la figura central de la duda en el imaginario cristiano por la vía del Evangelio de San Juan (Jn. 20, 24-29). Dudar, o mejor dicho, mantener el símbolo ante la duda, es el rasgo que se les exige a estos hombres que han aceptado voluntariamente la responsabilidad de transmitir la Palabra de ese Dios silencioso ante los acontecimientos.
Heidegger comparece de nuevo: Allí donde Bergman situaba la catástrofe propia de la “era nuclear” -el feligrés Jonas (Max von Sydow) se suicida por el pánico ante el uso de armamento atómico por parte de China-, Schrader incorpora las profecías científicas del cambio climático. En ambos casos, es el nacimiento de un ser humano -los hijos que llevan en sus vientres Karin (Gunnel Lindblom) y Mary (Amanda Seyfried), respectivamente- donde realmente la película deposita todo su dramatismo: en nuestra capacidad para acoger, para acompañar, para recibir cuando el marco global estalla en pedazos.
Precisamente, cuando Heidegger escribió uno de los textos más hermosos de su bibliografía -la conferencia Construir, habitar, pensar-, afirmó lo siguiente:
Los mortales habitan en la medida en la que salvan (-retten) la tierra […] La salvación no solo arranca algo de un peligro; salvar significa propiamente: franquearle algo la entrada a su propia esencia. Salvar la tierra es algo más que explotarla o incluso estragarla. Salvar la tierra no es adueñarse de la tierra, no es hacerla nuestro súbdito, de donde sólo un paso lleva a la explotación sin límites […] Los mortales habitan en la medida en que conducen su esencia propia -ser capaces de la muerte como muerte- al uso de esta capacidad, para que sea una buena muerte (Heidegger, 1994, p. 132).
El salto entre Los comulgantes y El reverendo únicamente puede entenderse en el marco de esta cita: lo que está en juego en la primera película es una cuestión estrictamente teológica -el fallo del pastor frente a su congregación al no encontrar las palabras adecuadas (palabras sagradas) para salvar una vida- frente a la enorme dimensión eco(teo)lógica de su actualización. Para poder acompañar a la “buena muerte” es necesario que exista una tierra no violentada, o mejor dicho, un horizonte -dado por el propio planeta- en el que los que sobrevivan, a su vez, puedan habitar poéticamente desde el legado e incluso -esto lo añadimos incluso contra Heidegger-, más allá de los márgenes del mismo o de la propia Gemeinschaft. Pero para que esto ocurra, tiene que existir un planeta en el que se despliegue la posibilidad misma de la supervivencia, espacios a los que huir, otras comunidades con las que confundirse y en las que colaborar, otros lenguajes que abran otras maneras de habitar no previstas o cortocircuitadas por la propia Ursprache. Para que un hijo pueda morir (simbólicamente) es necesario que haya otra/tierra que le reciba: “El lugar del hijo muerto es, a fin de cuentas, ese lugar vivaz que ocupa quien reniega de la madre patria porque lo que desea es comenzar una nueva vida en el coloreado ancho mundo” (Parrondo, 2014, 165).
Esa incapacidad de los marcos sociales contemporáneos para dar sentido a los procesos de luto no está únicamente en El reverendo, sino que se encuentra también en el núcleo de dos de las cintas que con más brutalidad han enunciado nuestra capacidad para relacionarnos con la naturaleza: Anticristo (Antichrist, Lars von Trier, 2009) y Midsommar (Ari Aster, 2019). Ambos casos parten de una premisa similar: ciudadanos que habitan las grandes ciudades que, tras un proceso traumático familiar (la muerte de un hijo, el suicidio de unos padres y una hermana) deciden iniciar su curación en un espacio completamente natural -una cabaña en el bosque, una bucólica comunidad sueca-, descubriendo en el proceso la brutalidad que encierra su cuerpo y la disimetría humeana a la que hacíamos referencia anteriormente entre ser humano y naturaleza.
Ambas películas proponen motivos visuales similares -el cuerpo de la mujer fundiéndose con las plantas-, remiten a una concepción mitológica propia de los cultos de los espíritus arbóreos (Frazer, 1951, pp. 142-151) y concluyen con un crescendo narrativo violento en el que algunos elementos propios de la diferencia sexual acaban siendo elevados a polos de una dialéctica cósmica y universal (hombre/mujer, creación/destrucción, bondad/maldad) propia de ciertas lecturas de la mitología oriental. Lo que aquí nos interesa de ambos proyectos es que su lectura del medio ambiente ya no tiene la pátina “aleccionadora” de las películas de Emmerich, Bay o incluso Reggio, sino que apunta directamente a lo que señalábamos al comienzo del artículo: la naturaleza señorea allí donde los mecanismos simbólicos (matrimonio, pareja, universidad, psicología) simple y llanamente se han desvanecido. Su apuesta poética es mucho más extrema y da por sentado que el retorno de la asimetría con la naturaleza tendrá necesariamente un aspecto traumático, demoledor, inevitable, precisamente porque aquellos elementos que deberían habernos servido para habitar la tierra han funcionado, justo al revés, como disparaderos explícitos de su destrucción.
CONCLUSIONES
Inmediatamente después de Anticristo, Lars von Trier acometió el rodaje de una espeluznante obra que anunciaba desde sus primeras imágenes la destrucción completa del planeta tierra: Melancolía (Melancholia, 2011). A grandes rasgos, la división de la cinta en dos grandes bloques funcionaba como una suerte de razonamiento en línea recta: si la primera mitad mostraba lo absolutamente absurdo que se habían vuelto las ceremonias sociales -una boda salpimentada de humillaciones-, la segunda desplegaba la imposibilidad de la técnica para predecir e impedir la colisión de otro planeta contra la tierra. El “científico” (Kiefer Sutherland) decidía suicidarse con una sobredosis de pastillas -símbolo inevitable del malestar sociológico de nuestro tiempo ultramedicado- en el momento en el que comprobaba que todos sus cálculos y predicciones habían fallado.
El último plano de la película –el planeta colisionando contra el objetivo mismo de la cámara, seguido por un asfixiante campo en negro y el silencioso roll de los títulos de crédito- negaba la mayor a todas las fábulas comerciales que, durante décadas, habían señalado que habría un héroe, de naturaleza más o menos divina, que vendría a salvarnos. La afirmación de von Trier no está muy lejos de la de Hume: la naturaleza, en su absoluta brutalidad que nada sabe de la razón, siempre está por encima de las vidas minúsculas que van valiéndose de ella en inferioridad de condiciones. A nivel cinematográfico, ese negro total sumergía la sala en una profunda oscuridad de carácter explícitamente poético: ese era el fin del concepto mismo de habitar, y en él, de cierta manera, se podía experimentar el agrio sabor de las profecías sobre las catástrofes naturales.
A lo largo de las páginas previas hemos propuesto, hasta donde el espacio disponible nos ha permitido, la confrontación entre diferentes modelos audiovisuales de representación de las crisis medioambientales. Por un lado, contamos con una colección de títulos que hemos etiquetado provisionalmente bajo la idea de la ecoteosofía mainstream y en los que el relato es una simple excusa para desplegar el espejismo de una “lucha” más o menos controlada, un telón de fondo sobre el que proyectar estructuras míticas y estrategias narrativas más bien convencionales. Por otro lado, hemos propuesto la idea de que hay un modelo más cercano a la idea poética de Heidegger, idea que pasa por el replanteamiento de los ritmos y los tiempos del habitar, que se establece más allá del lenguaje fílmico clásico, y que impone una experiencia propia y claramente diferenciada sobre el espectador. En este segundo modelo es precisamente donde se produce el célebre desvelamiento que nos hace tomar consciencia de la verdadera problemática ontoteológica en la que nos encontramos inmersos. La tensión entre el mundo que habitamos, la gestión que hacemos de nuestros recursos y los marcos políticos en los que nos insertamos parecen haber disparado una suerte de alarma que quizá se ha convertido en el gran síntoma del cine de nuestro tiempo. Nota bene: el día anterior al envío de este artículo para su preceptiva revisión por pares se estrenó Joker (Todd Phillips, 2019), una obra que arrancaba con un mar de basura que invadía una urbe punteada por ratas salvajes gigantescas y terminaba con una revuelta global disparada por un ciudadano en riesgo de exclusión. Una y otra vez, los motivos se multiplican y configuran esa suerte de inconsciente de los pueblos que teoriza Didi-Huberman. Con una salvedad, claro: aquí el Pueblo no es una unidad local, sino todos nosotros en tanto comunidad, súbitamente amenazados por la destrucción de los marcos mínimos necesarios para marcar el habitar.
El hecho de que propongamos un retorno eco(teo)lógico de largo recorrido a los escritos de Martin Heidegger como una herramienta para pensar la tensión de nuestro mundo es una apuesta que pasa por encima de dos grandes problemas de los que somos bien conscientes: el desprecio manifiesto de Heidegger por el audiovisual y su postura indudablemente nacionalista-reduccionista. Y, sin embargo, ahí están también las conexiones entre una filosofía del arte -una fe en el relato, en las capacidades de la acción y de la memoria compartida- y una apuesta por repensar nuestra naturaleza. Esa es la belleza de sus textos sobre la técnica, sobre la arquitectura, sobre su aproximación al verbo Andenken, e incluso, en esa afirmación sobre el futuro -siempre abierto- que dejó flotando en la penúltima lección que impartió en la Universidad de Friburgo:
Conmemorar, pensar-en lo sido es pensar-por-anticipado en lo impensado, en dirección a lo cual hay que pensar. Pensar es pensar por anticipado que piensa-en, que conmemora; ni se adhiere -historiográficamente y de manera representativa- a lo sido, como si éste fuera cosa pasada, ni se rigidifica representándolo, con profética desmesura, en un futuro presuntamente sabido (Heidegger, 2003, p. 134).
Ciertamente, esta es la idea de llegada que queríamos situar en el final de nuestro trayecto: que el cine, incluso a la contra de la voluntad del propio filósofo, ha encontrado sus propios mecanismos de expresión audiovisual para provocar, de alguna manera, esa llamada de urgencia hacia la tierra, ese atravesamiento simbólico que va más allá de la evidencia racional y que nos hermana, como ocurre en la trilogía Qatsi, frente a la posibilidad de un desastre planetario.
AGRADECIMIENTOS
El presente trabajo ha sido realizado en el marco del proyecto de investigación Análisis de identidades discursivas en la era de la posverdad. Generación de contenidos audiovisuales para una Educomunicación crítica (AIDEP) (código 18I390.01/1), bajo la dirección de Javier Marzal Felici, financiado por la Universitat Jaume I, a través de la convocatoria competitiva de proyectos de investigación de la UJI, para el periodo 2019-2021.
NOTAS
En esta dirección, merece la pena señalar la existencia de diferentes investigaciones que tanto a escala nacional (Teso, Férnandez, Gaitán, Lozano y Piñuel, 2018; Fernández Reyes, Teso Alonso y Piñuel Raigada, 2013; Picó Garcés, 2017) como a escala internacional (Boykoff, 2008; Lester y Cotten, 2009) -incluso desde una focalización propia en el contexto español (León y Erviti, 2015)- han venido desgranando los diferentes problemas en la comunicación mediática del cambio climático desde una perspectiva estrictamente visual. Como se apreciará, nuestra aportación aquí es la posibilidad de incorporar -como, de hecho, lo hacen artistas como Reggio, Bennings o Fricke- la dimensión suprema del acto poético como una manera de otorgar un plus de significación sobre los elementos meramente informativos o noticiables.
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