VARIA / VARIA

“HORAE CANONICAE”, ESPAÑA Y LOS DOS AUDEN

Gabriel Insausti

Universidad de Navarra – ICS. Departamento de Filología-Facultad de Filosofía y Letras

ginsausti@unav.es

 

RESUMEN

“Horae canonicae”, la serie de poemas incluida en The Shield of Achilles con el Gólgota por tema central, constituye una de las piezas más importantes del Auden de los años cincuenta. La crítica ha situado habitualmente este conjunto en el contexto del cristianismo ulterior del poeta y su evolución ideológica hacia un tibio conservadurismo, tras unos años de juventud en los que coqueteó con el izquierdismo revolucionario. No obstante, “Horae canonicae” contiene algunos elementos sumamente enigmáticos sobre los que conviene llamar la atención, y que permiten leer el texto como una suerte de palinodia cuyo intertexto serían poemas como el célebre “Spain”.

“HORAE CANONICAE”, SPAIN AND THE TWO AUDENS

ABSTRACT

“Horae canonicae”, the series first included in The Shield of Achilles when first published, with the Crucifixion as its central theme, is one the most crucial pieces of the later Auden. Criticism has often located these poems within the contexto f Auden’s conversión to Christianity and his ideological bias towards a growing conservatism alter his early years, in which he flirted with revolutionary leftism. However, “Horae canonicae” contains several enigmatic elements on which the reader should focus, elements that allow us to read it as a sort of palinode whose intertext would be pieces like the much better known “Spain”.

Recibido: 27-03-2012; Aceptado: 13-03-2013.

Cómo citar este artículo / Citation: Insausti, G. (2013). "'Horae canonicae', España y los dos auden". Arbor, 189 (762): a058. doi: http://dx.doi.org/10.3989/arbor.2013.762n4009.

PALABRAS CLAVE: Auden; Horae canonicae; “Spain”; sacrificio; conversión; violencia antirreligiosa.

KEYWORDS: Auden; Horae canonicae; “Spain”; sacrifice; conversion; antireligious violence.

Copyright: © 2013 CSIC. Este es un artículo de acceso abierto distribuido bajo los términos de la licencia Creative Commons Attribution-Non Commercial (by-nc) Spain 3.0.

CONTENIDOS

RESUMEN
ABSTRACT
UNA VISIÓN DEL GÓLGOTA

LINCHAMIENTO EN EL GÓLGOTA

“SPAIN”

NOTAS
BIBLIOGRAFÍA

 

UNA VISIÓN DEL GÓLGOTA
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Como anuncia el propio título, el tema de Horae canonicae es un recorrido por las horas del día —el good Friday que adelanta en su último verso una de las secciones, apoyándose en la anfibología— a través de las horas del oficio divino: “Prima”, “Tercia”… hasta las “Completas” y los “Laudes” que cierran la serie. Lo interesante aquí es que en ese recorrido Auden propone una intersección entre el acontecimiento histórico y único de la Crucifixión y el presente, en una jornada cualquiera en el mundo moderno: la muerte de Cristo sería el centro de la Historia humana, supondría la abolición definitiva de una “infancia” en la que podía aún creerse en la propia inocencia y permanecer en una visión lúdica de la vida. Tras la agonía de la víctima en el Calvario, en cambio, los verdugos saben que ese mundo ha concluido, y que allá donde estén ellos seguirá acechándoles el recuerdo del Crucificado, de su propio crimen: 


Esta carne mutilada, nuestra víctima, 


explica demasiado desnuda, claramente, 


el hechizo del jardín de espárragos, 


el fin del juego de tiza; sellos, 


huevos de pájaros, no son ya lo mismo, tras la maravilla 


de los caminos de sirga y las callejas hundidas, 


tras el arrebato en la escalera en espiral, 


siempre seremos conscientes 


del acto al que conducen, bajo 


el juego de la persecución y la captura, 


bajo la carrera y la pelea y el chapoteo, 


bajo el jadeo y la carcajada, 


siempre escucharemos el grito y la calma 


que le sigue; allá donde el sol brille 


y corra el arroyo, se escriban libros, 


siempre estará esta muerte.[1]

Es decir, que puede decirse que Horae canonicae contiene no tanto una recreación o un relato de la Crucifixión cuanto una interpretación cristiana de la Historia, esto es, una visión del acontecer humano como drama, en el que hay víctimas y verdugos y en el que se plantean cuestiones como la imputación de la culpa y la expiación.


De hecho, la sección titulada “Vísperas” subraya de modo muy particular esta centralidad del sacrifico de la Cruz, junto con las dos primeras de aquellas consecuencias que traía consigo la restauración de la interpretación ortodoxa, a saber, que en ella Cristo —y con él todo mártir, calificado como alter Christus— es inocente y que toda sociedad y toda civilización poseen un origen religioso. Se trata de un poema en versículos, que describe una escena alegórica: el encuentro entre el “Utópico” y el “Arcádico” en las calles de la ciudad, cuando la noche ha caído ya sobre ella. ¿Quiénes son estos personajes? Muy pronto se definen, el primero como un individuo de carácter aristocrático, con una visión estética de la vida, apegado a algún tipo de religiosidad fundamentalmente privada, y el segundo como un partidario de las ideas ilustradas, practicante de las virtudes racionales y del igualitarismo, que sueña con una revolución que invierta las estructuras de poder. 


Significativamente, Auden habla en primera persona desde el punto de vista del Arcádico, es decir, se identifica con lo que podríamos considerar como un liberal aferrado a sus placeres privados y escéptico ante toda posibilidad de mejorar el mundo, que contempla con horror el fanatismo unilateral y severo de los utópicos y prefiere no imaginar el empobrecimiento del mundo que se produciría si ellos lo gobernasen por entero. O sea, que si el Auden de los años cincuenta toma en principio partido por el Arcádico, bien puede pensarse que el Utópico encarna el fantasma de su propia juventud. Entre ambos parece existir un antagonismo irresoluble: los dos personajes se espían a distancia, se contemplan bajo sospecha, no se dirigen la palabra. No obstante, el final de “Vísperas” introduce una novedad, que resuelve ese encuentro fortuito con una sugerencia que viene aquí muy al caso: 


¿Fue (como parecerá a cualquier dios de las encrucijadas) simplemente una intersección fortuita de trayectorias vitales, fieles a distintas mentirijillas? 


O quizá también un encuentro entre dos cómplices que, pese a sí mismos, no pueden evitar verse / para recordarse el uno al otro (¿acaso, en el fondo, desean ambos la verdad?) esa mitad de su secreto que preferiría olvidar, 


forzándonos así, por una fracción de segundo, a recordar a nuestra víctima (pero por él yo podría olvidar la sangre y por mí él podría olvidar la inocencia), 


sobre cuya inmolación (llámesele Abel, Remo, como se quiera, es un mismo ofrecimiento) se fundan nuestras arcadias, nuestras utopías, el vejestorio de nuestra democracia. 


Pues sin un cimiento de sangre (ha de ser humana, ha de ser inocente) ningún muro secular se tendrá en pie.[2]

Como es habitual en Auden, “Vísperas” introduce un juego de equivalencias entre arquetipos: Abel y Remo son intercambiables en la medida en que ambos suponen una prefiguración de Cristo; es decir, ambos son esa primera víctima sobre cuya muerte se construye toda una civilización, el mundo hebraico y luego cristiano en el primer caso y el Imperio romano en el segundo. Así, que el Arcádico y el Utópico sean, sin proponérselo, cómplices, significa que cualquier civilización, con independencia de su estructura política, de algún modo hunde sus raíces en un sustrato religioso. Es más, Auden subraya con una extraña insistencia que ese sustrato es de índole sacrificial: la sangre derramada ha de ser humana e inocente, dice, para sostener esa civilización. O sea, que la Historia se erige invariablemente sobre el basamento de las víctimas.


Ahora bien, no conviene perder de vista que quien habla en el poema no es exactamente Wystan Hugh Auden sino el Arcádico: en plena guerra fría, Auden opone las utopías de signo totalitario a las democracias liberales y declaradamente imperfectas, recuerda su origen hasta cierto punto común y desenmascara —cínicamente, si se quiere— tanto sus errores de juventud al adherirse a las grandes causas públicas desde las posiciones de la izquierda como su opción de madurez, en la medida en que esta última supondría la asunción de una actitud escéptica y “reaccionaria”. El Arcádico y el Utópico, en principio tan irreconciliables, son a la postre complementarios, las dos mitades de cada hombre moderno: ambos comparten la misma condición, es decir, el hecho que su existencia viene posibilitada por ese momento fundacional de la civilización, el sacrificio de Cristo. Y lo que los distingue, en último término, inevitablemente nos lleva a pensar en las cuestiones teológicas que suscitaron la conversión de Auden y en los acontecimientos que atestiguó durante su visita a la España en guerra: el Utopista preferiría que el Arcádico dejara desapercibida la sangre, esto es, la violencia, la naturaleza insoslayablemente cruenta de ese sacrificio, mientras que el Arcádico quisiera que el Utopista olvidara la inocencia de la víctima.


Es decir, que tanto el Utópico como el Arcádico son proclives a un relato interesado de los acontecimientos, marcado por un sesgo ideológico capaz de desoír los escrúpulos morales: que el Utopista prefiera que ignoremos la sangre derramada en el sacrificio significa que pretende dirigir nuestra atención sobre la promesa del beneficio que supuestamente ocasiona ese sacrificio y así distraer nuestra mirada del precio que ha costado; es decir, pretende simplemente justificar la violencia revolucionaria al calificarla como acto sacrificial. Por su parte, el Arcádico quisiera que el Utópico olvidara la inocencia de la víctima, o al menos se reconoce capaz de hacerlo, esto es, de hacer oídos sordos a las injusticias que se producen en el mundo y permanecer encerrado en sus universos privados, en una actitud insolidaria que resuelve toda perplejidad, toda incomodidad, mediante la vieja imputación arbitraria de la culpa: como los judíos ante Job, el Arcádico siente constantemente la tentación de pensar que quien padece en este mundo se ha hecho merecedor de ese padecimiento y por tanto no se le debe auxilio alguno, lo que le permite continuar cómodamente instalado en su muelle existencia.


No obstante, lo más revelador de este “cinismo” de Auden en Horae canonicae es algo tan simple como la persona gramatical: tanto en los versos ya citados de “Vísperas” como en “Tercia” y “Sexta”, las alusiones a la Crucifixión se hacen desde una significativa primera persona del plural. Es decir, que Auden adopta el punto de vista de los verdugos, en una perspectiva irónica y éticamente perturbadora. ¿Por qué? ¿Pretende acaso despertar nuestra empatía, hacer que comprendamos las motivaciones que los han llevado a cometer semejante crimen? 


 

LINCHAMIENTO EN EL GÓLGOTA
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Un vistazo a “Tercia” ofrece algunas claves: 


Lo que sabemos imposible, 


aunque una y otra vez predicho 


por eremitas, chamanes y sibilas 


que parlotean en trance, 


o revelado a un niño en la inesperada rima 


de azar y matar, sucede 


antes de que nos demos cuenta. Nos sorprende 


la facilidad y la velocidad de nuestro acto, 


nos incomoda: son apenas las tres, 


media tarde, y la sangre 


de nuestro sacrificio ya se seca 


sobre la hierba. No estamos preparados 


para un silencio tan temprano y repentino; 


el día es demasiado caluroso, claro, detenido, 


demasiado siempre, el muerto sigue siendo demasiado nada. 


¿Qué podemos hacer hasta la noche? 


Ha cesado el viento y hemos perdido nuestro público. 


La muchedumbre sin rostro que siempre 


se reúne cuando un mundo va a naufragar, 


saltar hecho pedazos, incendiarse, desquebrajarse, 


abismarse, partirse en dos, verse hecho trizas, 


se ha disuelto. Ninguno 


de los que yacen, durmiendo tranquilamente, 


a la sombra de los muros y los árboles, 


inofensivos como corderos, podría recordar 


por qué ni de qué gritaba 


tan alto esta mañana, al sol; 


si se les preguntara, responderían: 


“Fue un monstruo de un solo ojo rojo, 


una multitud quien lo vio morir, no yo”. 


El verdugo ha ido a lavarse, los soldados a comer; 


estamos solos con nuestra hazaña. 


La Virgen del pájaro carpintero, 


la Virgen de la higuera, 


la Virgen junto a la presa amarilla, 


retiran la mirada de nosotros 


y nuestros proyectos en construcción, 


miran sólo en una dirección, 


fijan sus ojos en nuestra obra ya completa: 


el martinete, la hormigonera, 


la grúa y la piqueta esperan que las usemos de nuevo, 


pero ¿cómo podemos repetir eso? 


Al sobrevivir a nuestro acto, permanecemos en pie, 


tan desapercibidos como 


cualquiera de nuestros artefactos descartados, 


como guantes rasgados, teteras oxidadas, 


ramas abandonadas, ruedas de molino 


torcidas e inservibles, devoradas por ortigas [...]


Pronto una fresca tramontana agitará las hojas, 


las tiendas volverán a abrir a las cuatro 


el autobús vacío en la plaza vacía 


se llenará y partirá: tenemos tiempo 


para distorsionar, justificar, negar, 


mitificar, utilizar este acontecimiento, 


mientras bajo una cama de hotel, 


en prisión, en una mala racha, su significado 


espera nuestras vidas. Antes de lo que quisiéramos, 


el pan se fundirá, el agua arderá 


y empezará el gran sofocamiento, Abbadon 


levantará su triple cadalso 


ante nuestras siete puertas, y el gordo Belial 


obligará nuestras mujeres a bailar desnudas; mientras tanto 


sería mejor irnos a casa, si tenemos una casa, 


descansar, en cualquier caso.[3]

Creo que Horae canonicae, y en particular “Tercia”, no se pueden comprender adecuadamente si no se recuerda, tras este Auden cristiano de los años cincuenta, al escritor político de los treinta: el relato de “Tercia” podría resumirse como una caracterización del Gólgota como linchamiento, esto es, una sanción moral —de saldo negativo— de un brote de violencia contra un individuo al que una muchedumbre ha tomado momentáneamente como chivo expiatorio. De hecho, el relato atraviesa las distintas fases que se sucederían en un acto de violencia de este tipo, adoptando el punto de vista de los verdugos desde un “nosotros” que contiene una apelación a la conciencia del lector. 


Primero, la furia que se ha desatado justo antes de que comience el poema, y que explica que la víctima yazga exangüe, inofensiva, extrañamente insignificante incluso, como si sus verdugos se preguntaran de pronto qué había en ella que pudiera justificar su propio acto. Después, algo tan banal como la simple curiosidad morbosa, que es lo que en primera instancia ha reunido a la muchedumbre. Más tarde, la sorpresa ante su propia acción, como si ese estallido de violencia hubiese obedecido a una psicosis transitoria, a ese enardecimiento de los ánimos que tiene lugar por replicación, ósmosis o retroalimentación, en una muchedumbre: todo sucede antes de que los propios verdugos “se den cuenta”, y el narrador queda atónito ante la “velocidad” y la “facilidad” de su crimen; los asesinos casi no recuerdan por qué ni cómo llegaron a cometer su asesinato, en una dislocación de la personalidad que intentaría eludir la responsabilidad moral. En cuarto lugar, esta actitud elusiva se enuncia a las claras mediante una estrategia que Auden conocía al dedillo: la disolución de la responsabilidad del individuo en el anonimato de la masa, el “monstruo de un solo ojo rojo” que, preguntados, alegarían todos que dio muerte a la víctima. Finalmente, y como resultado de esta culpa ineludible pese a todo, se quiebra la relación de inmediatez, de intimidad o de comunión entre los hombres y el mundo: el sueño de una vida inocente, libre de toda culpa, queda truncado y los juegos infantiles resultan ya imposibles, los juguetes quedan abandonados. Por último, lo que encuentra entre sus manos el hombre, tras esa misteriosa muerte, es precisamente tiempo “para distorsionar, justificar, negar, / mitificar, utilizar este acontecimiento, / mientras bajo una cama de hotel, / en prisión, en una mala racha, su significado / espera nuestras vidas”. Es decir, para perderse en tergiversaciones y eludir la mirada directa, para esquivar nuestra propia participación vicaria en el crimen y hacer oídos sordos a su motivación última: la charitas hasta las últimas consecuencias que se ha manifestado en la Encarnación, y que Auden pone aquí en relación con el mandato supremo del amor y con las obras de misericordia. Todo hombre necesitado de ayuda, se podría resumir, es otro Cristo, siguiendo el pasaje evangélico de las obras de misericordia. Es decir, que nuestra solidaridad debería ser con la víctima, y no con el verdugo.


Caracterizar el acontecimiento del Gólgota como un linchamiento equivale a restaurar el significado ortodoxo del cristianismo, en la medida en que de este modo queda subrayada la inocencia de la víctima. Pero, como he sugerido arriba, esa caracterización nos devuelve a un tema recurrente en la literatura de los años treinta, cuyo tratamiento explica el cambio de signo en la evaluación de la violencia revolucionaria por parte de Auden: los comportamientos de las masas. Nunca antes el escritor había sido tan consciente de que la vida urbana era la vida de las masas, de que aquel monstruo de mil cabezas era el verdadero protagonista del presente: el diagnóstico precoz de Ortega —cuya Rebelión de las masas se había editado en inglés en 1932— se revelaba como uno de los signos de la época, y escritores como Henry Green en su novela Living o J. B. Priestley en The Good Companions describían el comportamiento de la muchedumbre abigarrada de un estadio de fútbol en un domingo, en una celebración de la vida moderna. A comienzos de la década, las novelas de Grassic Gibbon, Sommerfield y James Barke Grey Granite, May Day y Major Operation empezaron a dotar de contenido político a este tema y pronto los escritores de izquierda comenzaron a apropiarse de él. Por ejemplo, en su “Hymn” (1933) Rex Warner arengaba así a los lectores: “Venid pues, compañeros. Esta es la primavera de la sangre, / el día del corazón, el movimiento de las masas”. 


Auden, que alude al conocido ensayo de Ortega en algunos artículos de su etapa neoyorquina y que reseñó la edición en inglés de Hacia una filosofía de la Historia, no dejó de advertir lo crucial del fenómeno orteguiano, como muestra la tercera parte de su Carta de Año Nuevo. Con el tiempo, esta recreación de la masa como sujeto infalible, como encarnación pura de la voluntad popular, recibiría las inevitables objeciones. Spender, por ejemplo, había desconcertado a uno de sus amigos alemanes al hacerle ver que él mismo era uno de esos seres mezquinos y desleales que merecían el exterminio, si había que ser coherente con las consignas que unos minutos antes había voceado él entre la muchedumbre. Otros eran menos comedidos: Julian Bell afirmaba en su “Carta abierta a Cecil Day Lewis” que las masas no son más que muchedumbres y que “las muchedumbres son estúpidas por definición”; Herbert Read oponía las facultades excepcionales del artista a la indiferenciación de la masa; Edwin Muir observaba que los escritores de izquierda corrían el peligro de deshumanizar la literatura al no ver lo humano “si no es en una gran masa”; y el primer número de New Verse, en enero de 1933, deploraba una victoria de las masas que tendía a “vulgarizar” las artes.


En muchos de estos casos, los sucesos ocurridos en la Alemania del Tercer Reich o el espectáculo de los discursos de Nuremberg habían resultado decisivos, en la medida en que mostraban a los ojos de unos jóvenes germanófilos la vertiente más siniestra del comportamiento de una masa. Del mismo modo que un Fritz Lang, huido de Alemania en 1933, sabía lo que se hacía cuando en Furia (1939) retrataba el comportamiento criminal de una masa iracunda, que tomaba a Spencer Tracy como chivo expiatorio en un linchamiento, los jóvenes escritores británicos de los treinta no podían engañarse al respecto, hacia el final de la década. De hecho, creo que la objeción de Spender —de sangre parcialmente judía— tiene mucho que ver con la que Auden empezó a madurar durante su estancia en la España de la guerra, y que no es casual que en su caso esa revisión de sus ideas viniera motivada por su disgusto ante la violencia antirreligiosa. La inercia terrible de la masa en movimiento, su ilusión de irresponsabilidad moral, su autojustificación en el simple número, la convertían en un monstruo capaz de soslayar el hecho de que la víctima elegida es inocente. Y, con el tiempo, eso valdría tanto para el judío o el marxista perseguido tras la Noche de los Cristales Rotos como para el sacerdote católico fusilado en la Guerra Civil Española. 


Haber comprobado in situ el terrible desenlace de uno de esos arrebatos más o menos espontáneos de violencia colectiva serviría para que Auden realizase uno de los descubrimientos que marcarían el resto de su vida y su obra: la conciencia individual y su obligación de revisar constantemente sus deberes morales, contra la fácil exoneración de ese deber que permitiría fundirse con la muchedumbre en una terrible unanimidad. Porque lo más aterrador de la masa —y en esto Auden coincidirá con su amiga Hannah Arendt— es que propicia que se cometan las mayores atrocidades sin que en cada uno de los individuos que la conforman tenga lugar un acto pleno de deliberación, un odio consciente y meditado; basta con que se dejen arrastrar por la corriente general. Y eso, a la altura de 1950, se había comprobado sobradamente: la autojustificación de los verdugos del Gólgota en “Tercia” —“no fui yo”, “fue la muchedumbre”— recuerda de cerca las que empezaron a oírse a partir de 1945 desde Nuremberg hasta Berlín, en un argumento que a Auden, residente en la Alemania de Weimar entre 1928 y 1933, no podía satisfacer. Ampararse en el “Todos lo hacían” o el “Sólo cumplía órdenes” suponía precisamente eso, buscar una disolución de la responsabilidad ética individual mediante una incorporación ciega a la masa. La tercera sección de “Sexta” desarrolla —de nuevo en un irónico tono laudatorio, casi hímnico o triunfalista— una revisión sobre el tema de la masa: 


Dondequiera que vayas, en cualquier lugar 


sobre esta Tierra de amplio pecho, dadora de vida, 


en cualquier lugar entre sus partes secas 


y el Océano impotable, 


la multitud permanece quieta, en pie, 


con sus ojos (que parecen uno solo) y sus bocas 


(que parecen infinitas) 


sin expresión, completamente en blanco. 


La multitud no ve (como ve cualquiera) 


un combate de boxeo, un accidente de tren, 


cómo se bota un destructor, 


ni se pregunta (como todo el mundo se pregunta) 


quién ganará, qué bandera ondeará, 


cuántos se abrasarán vivos, 


nunca se deja distraer 


(como todo el mundo se distrae) 


por un perro que ladra, un olor a pescado, 


un mosquito sobre una calva: 


la multitud sólo ve una cosa 


(que sólo la multitud puede ver), 


una epifanía de aquello 


que hace cuanto se haga, lo que sea. 


Sea cual sea el dios en quien alguien cree 


y sea cual sea el modo en que cree en Él 


(no hay dos iguales), 


en cuanto parte de una multitud cree 


y sólo cree en aquello 


en lo que sólo hay un modo de creer. 


Pocas personas se aceptan los unos a los otros 


y la mayoría no harán nunca nada a derechas, 


pero la multitud no rechaza a nadie, unirse a ella 


es lo único que pueden hacer los hombres. 


Sólo por esa razón podemos decir 


que todos los hombres son nuestros hermanos, 


superiores, debido a esto, 


a sus exoesqueletos sociales. ¿Cuándo 


han ignorado ellos a sus reinas, 


detenido por un segundo su trabajo 


en sus ciudades de provincias, para adorar 


al Príncipe de este mundo como nosotros, 


este mediodía, sobre esta colina, 


con ocasión de esta muerte?[4]

Durante años, esta observación ética de la masa fue una constante en Auden. En uno de sus ensayos recogidos en The Dyer’s Hand estableció una perspicaz distinción entre sociedad, comunidad y masa, caracterizando ésta como una pura cantidad aritmética, un agregado sin articulación ni jerarquía que se produce de modo efímero. Y en “El poeta y la ciudad”, al estudiar la diferencia entre “El Público”, una categoría ideada por Kierkegaard, y “la muchedumbre”, permitiría que en sus ideas resonasen casi literalmente algunos versos de este pasaje de Hora canonicae: cuando un hombre pertenece al público, dice allí, “no es nada más”; cuando pertenece a una muchedumbre, ésta “puede transformarse por obra de la oratoria demagógica en una turbamulta que se comporta de una manera de la que ninguno de sus miembros, tomados por separado, sería capaz” (2007Auden, W. H. (2007). Los señores del límite. Trad. Jordi Doce. Barcelona: Círculo de Lectores., 441). Y que Auden no pensaba sólo en el mundo de Shakespeare cuando escribía estas líneas se comprueba al leer la siguiente frase. “Este fenómeno, desde luego, nos es familiar”, añade discretamente, con una reticencia que a la altura de 1960 no requería de mayores concreciones. Cuando, en las páginas siguientes, alude a la muchedumbre que “apalea a un negro o conduce a unos judíos a la cámara de gas”, o cuando describe una multitud que, al contemplar una demolición, “queda fascinada por una prueba más de que la fuerza física es el Príncipe de este mundo” (2007Auden, W. H. (2007). Los señores del límite. Trad. Jordi Doce. Barcelona: Círculo de Lectores., 442), Auden asocia imágenes históricamente muy específicas con su interpretación cristiana de la Historia, pero además se remite literalmente a algunos versos de Horae canonicae.


En suma, al focalizar nuestra atención sobre la muchedumbre, sobre la masa, Horae canonicae supone un puente o un eslabón entre el joven revolucionario de los años treinta y el moralista cristiano de los cuarenta, cincuenta y sesenta. Contra la crítica que separa tajantemente ambos momentos, como si se tratase de dos escritores distintos, cabe proponer una interpretación más continuista, en la que el Auden de madurez simplemente regresaría a los mismos temas y a reflexiones muy cercanas a las de su juventud. Sólo que en él —en su visión de las cosas y en su propia persona— se produciría un vuelco, casi una inversión completa de muchos puntos de vista en lo que se refiere a la naturaleza y el destino de la civilización, al origen del mal y a la Historia. Su experiencia en la España de la Guerra Civil se encuentra en el centro de algunas de esas reflexiones, en la medida en que le permitió contemplar directamente el verdadero rostro de la revolución a la que invocaba en algunos de sus versos.


 

“SPAIN”
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No es descabellado pensar que los temas de Horae canonicae remiten a algunas de las cuestiones de una de las piezas más célebres —y más controvertidas— de Auden: “Spain”. De hecho, puede decirse que Horae canonicae es en parte una palinodia con “Spain” como subtexto o punto de partida implícito. Creo que si se yuxtaponen ambos poemas es posible advertir una línea de continuidad entre ambos Auden, y que lejos de un cambio de rumbo caprichoso o aleatorio, o de la actitud pusilánime del poeta que se bate en retirada de la escena pública, en la evolución de madurez de Auden pesa un argumento decisivo. Más que oposición, lo que existe entre los dos Auden es la articulación de dos rostros, las dos caras de una misma moneda, o que, como ha señalado David Garrett (2004, 4), en realidad ambos Auden son uno y el mismo, sólo que el segundo ya no busca el cambio social ni expresa sus inquietudes éticas subido a la palestra sino “desde dentro de sí mismo y cada uno de nosotros”. 


No es preciso reproducir aquí las primeras estrofas de “Spain”, sobradamente conocidas: “Ayer todo el pasado…”. Si el primer tercio del poema arroja un saldo de optimismo y confianza en la civilización, el segundo sugiere una suerte de restauración previsible del orden: un mundo sosegado, que transcurre bajo la mirada tutelar de una Libertad, con inicial mayúscula. El regreso a la vida privada, la alegría fecunda de los ritos familiares, los pequeños placeres domésticos, el bienestar material planeado científicamente, los procedimientos tal vez lentos pero gratificantes de la democracia. Entre un momento y otro, entre ese pasado lineal y progresivo y esa promesa apacible del futuro, se encuentra el presente. Y el presente se caracteriza como un instante decisivo en el curso de la Historia. El presente es, ante todo, la guerra de España, que Auden resume del siguiente modo: 


Pero hoy la lucha. 


Hoy el aumento deliberado en el peligro de muerte,


la aceptación consciente de la culpa en el crimen necesario. 


Hoy el desperdicio de las fuerzas 


en el panfleto efímero y el tedioso mitin. 


Hoy el consuelo momentáneo del cigarrillo compartido, 


las cartas en el granero, a la luz de una vela, y el concierto horrísono, 


las bromas masculinas. Hoy el abrazo vacilante 


e insatisfactorio, antes de hacer daño. 


Las estrellas han muerto. Los animales no miran, 


estamos solos ante la batalla, y el día es breve, 


y a los derrotados la Historia quizá puede 


ofrecer un lamento, pero no ayuda ni perdón (Auden, 2002aAuden, W. H. (2002). "Spain". En Los poetas del mundo defienden al pueblo español: Editorial Renacimiento, pp. 54-58., 58).[5]

Auden entregó todo el dinero que se recaudó de la primera edición de “Spain” al Comité de Ayuda Médica a España. Ese gesto, junto con la disposición para trabajar como conductor de ambulancias que lo condujo a Valencia en enero de 1937, supuso entre otras cosas una realización efectiva de la misma apelación moral a la que daba voz con su poema. Su granito de arena, su pequeño acto individual en el gran drama colectivo. Pero, si se quiere elucidar la creciente incomodidad de Auden con esta pieza, conviene echar un vistazo a su historia editorial: “Spain”, efectivamente, se publicó por primera vez en Faber & Faber en mayo de 1937, apenas dos meses después de regresar su autor de España; en 1939 fue incluido, sin alteraciones significativas, en Los poetas del mundo defienden al pueblo español, la antología preparada por Nancy Cunard y Pablo Neruda; ese mismo año sufrió algunas revisiones cuando Auden lo incluyó en Another Time; posteriormente fue reimpreso en los Collected Poems de 1944 y durante los años de la Segunda Guerra Mundial alcanzó cierta notoriedad, al formar parte del repertorio habitual que se leía en muchos mítines y reuniones prorrepublicanos; no obstante, en el ejemplar de Another Time que obraba en poder de Cyril Connolly, en algún momento Auden escribió al margen de los versos finales de “Spain”: “Esto es mentira”; después el poema fue eliminado para siempre, en los Selected Poems de 1957; y, por fin, en el prólogo a Collected Shorter Poems de 1966Auden, W. H. (1963 [1966]). "Foreword". En Collected Shorter Poems. Londres: Faber & Faber., Auden ofreció una explicación de los motivos que, a la vuelta de los años, le habían llevado a rechazarlo:


He eliminado algunos de los poemas que he escrito y, desgraciadamente, publicado, porque eran insinceros, o maleducados o aburridos.


Un poema insincero es uno que expresa, aunque lo haga muy bien, sentimientos o creencias que su autor no ha tenido nunca. Por ejemplo, en una ocasión yo expresé cierto deseo de “nuevos estilos arquitectónicos”, pero nunca me ha gustado la arquitectura moderna. Prefiero los viejos estilos, y uno debe ser sincero incluso con sus propios prejuicios. También, y para mi vergüenza, escribí una vez


Y a los derrotados la Historia quizá puede


Ofrecer un lamento, pero no ayuda ni perdón.


Decir eso es equiparar bondad y éxito. Ya habría resultado perverso de por sí que yo sostuviera alguna vez semejante doctrina, pero expresarla simplemente porque me pareciera retóricamente efectiva es bastante imperdonable (1966, 15).


Creo que no sería exagerado decir que “Spain”, y la historia de “Spain”, o de la relación entre el poeta y su poema, son una clave para entender la evolución de las ideas de Auden sobre el lugar público y la función social que pudiera tener el poeta. Es más, España, y “Spain”, supondrían el punto de inflexión decisivo en la biografía de Auden y en la historia de sus convicciones éticas y estéticas fundamentales. “Nunca he sido realmente comunista”, explicó a Alan Ansen (1990Ansen, A. (1990). Charlas con W. H. Auden, trad. Imma Garín. Valencia: Edicions Alfons el Magnànim., 48) diez años después de escribir el poema que nos ocupa, “y aunque una vez estuve al borde de serlo, mi viaje a España me hizo abrir los ojos”. Sin el precedente de “Spain”, las imágenes sacrificiales de Horae canonicae perderían parte de su sentido.


En particular, una de las experiencias españolas de Auden lo encaminaría por esa senda ética que transitó durante el resto de su vida. Como es sabido, a su paso por Barcelona encontró que no había sacerdotes y que la mayoría de las iglesias habían sido incendiadas o estaban cerradas. “Para mi sorpresa”, comentó más tarde, “esto me conmovió y me perturbó profundamente. No pude evitar el darme cuenta de que, por mucho que hubiera rechazado e ignorado a la Iglesia durante dieciséis años, la existencia de los templos y de lo que sucedía en ellos había sido muy importante para mí durante ese tiempo” (1986Auden, W. H. (1986). "Missing Churches". En Cunningham, V. (ed.), Spanish front: Writers on the Civil War. Londres: Oxford University Press., 306). Así, la explicación de la evolución de Auden, o de la tajante distinción entre los dos Auden que ha establecido gran parte de la crítica, sería sumamente sencilla, en apariencia: el Auden que regresó de España estaba ya a las puertas de su conversión al cristianismo, y por tanto no podía comulgar ya con aquella visión materialista, ni con el progresismo más o menos milenarista que contenía “Spain”, en la medida en que semejante visión de la Historia supone una secularización de lo escatológico inaceptable para el poeta que se había reencontrado con su fe en la trascendencia. 


En realidad, más que una conversión súbita, la de Auden fue un largo proceso. Un proceso, además, que suponía un camino de vuelta a la comunión episcopaliana en la que se había educado. Si se siguen los testimonios de los años 1925-1940, su itinerario aparece jalonado de contradicciones, hasta el momento decisivo de su llegada a Nueva York.[6] Lo que me gustaría subrayar, y lo que constituye el tema fundamental de este artículo, es que la explicación mediante el recurso a la fe religiosa, siendo en líneas generales válida, contiene un significado muy particular y decisivo cuando se trata de “Spain” y de las convicciones más profundas de Auden, entreveradas con su propia relación con este poema. 


De hecho, si bien en su prólogo a los Collected Shorter Poems de 1966 Auden se refería a los últimos versos para explicar su rechazo, lo cierto es que otras partes del poema se revelaron también problemáticas durante la historia editorial que he resumido unas páginas atrás. Fundamentalmente, el verso sobre “la aceptación consciente de la culpa en el asesinato necesario”, que motivó en primer lugar una acerba crítica de George Orwell en Inside the Whale. Pese a considerar “Spain” como “una de las pocas cosas decentes que se han escrito sobre la guerra de España”, el miliciano, empeñado en ostentar sus heridas ganadas en el frente y arrojarlas al rostro de los MacSpaunday, no dudaría en llamar la atención sobre la frivolidad o la ligereza moral que contienen estos versos. La expresión “asesinato necesario” sólo la podría escribir, argumentó, una persona “para la que el asesinato es casi una palabra; yo, personalmente nunca hablaría tan a la ligera del asesinato, porque sucede que he visto los cadáveres de cientos de asesinados […] El amoralismo del señor Auden sólo es posible cuando eres el tipo de persona que siempre está en otra parte en el momento en que se aprieta el gatillo” (1961Orwell, G. (1961). "Inside the Whale". En Collected Essays. Londres: Mercury, pp. 118-159., 146). O, quizá, cabría añadir, cuando eres parte de esa muchedumbre, o de ese público kierkegaardiano, que apartaba la mirada mientras se asesinaba a un inocente.


Este tipo de críticas explica que Auden cambiara pronto el verso por “la aceptación consciente de la culpa ante el hecho del crimen”, y que no obstante esa versión siguiera sin satisfacerle. De ahí los sucesivos cambios introducidos en el poema, hasta su eliminación en los Collected Shorter Poems de 1966. En definitiva, desde su cristianismo de madurez, más o menos ortodoxo, Auden veía a restaurar un significado de la violencia diametralmente contrario al que había apuntado en “Spain”: los escritores británicos podían tal vez caracterizar la violencia antirreligiosa de los españoles como un sacrificio ritual, esto es, un fenómeno religioso en sí, pero no engañarse por mucho tiempo añadiéndole el adjetivo de “cristiano”. Es más, en la medida en que se revolvía contra el mito fundamental de su generación, el mismo que él había erigido con “Spain”, puede decirse que entonaba su personal palinodia y arremetía contra uno de los pilares de la ideología revolucionaria de quince años atrás, desenmascarándola como un relato interesado y falaz. No en vano, en “Sexta”, tras la consumación del martirio, el verdugo dice que “tenemos tiempo para distorsionar, justificar, negar, / mitificar, utilizar este acontecimiento”. Eso mismo, desde la perspectiva madura de Auden, habían hecho escritores como Bates, Pitcairn o, en menor medida, Orwell. Con Horae canonicae, al caracterizar la Pasión como un linchamiento y a su víctima como un chivo expiatorio, Auden restauraba entre otras cosas una idea ortodoxa del sacrificio y del cristianismo, que contradecía su juvenil justificación de la violencia revolucionaria. Había corrido demasiada sangre.

 

NOTAS Top

[1]

“This mutilated flesh, our victim, / Explains too nakedly, too well, / The spell of the asparagus garden, / The aim of our chalk-pit game; stamps, / Birds’ eggs are not the same, behind the wonder / Of tow-paths and sunken lanes, / Behind the rapture on the spiral stair, / We shall always now be aware / Of the deed into which they lead, under / The mock chase and mock capture, / The racing and tussling and splashing, / The panting and the laughter, / Be listening for the cry and stillness / To follow alter: wherever / The sun shines, brooks run, books are written, / There will also be this death” (Auden, 1966Auden, W. H. (1963) (1966). "Foreword". En Collected Shorter Poems. Londres: Faber & Faber., 331). Es mía la traducción de los textos cuya referencia se encuentra en inglés en la Bibliografía.

[2]

“Was it (as it must look to any god of croos-roads) simply a fortuitous intersection of life-paths, loyal to different fibs? / Or also a rendezvous between two accomplices who, in spite of themselves, cannot resist meeting / to remind the other (do both, at bottom, desire truth?) of that half of their secret which he would almost like to forget, / forcing us both, for a fraction of a second, to remember our victim (but for him I could forget the blood, but for me he could forget the innocence), / on whose immolation (call him Abel, Remus, whom you will, it is one Sin Offering), arcadias, utopias, our dear old bag of a democracy are alike founded: / For without a cement of blood (it must be human, it must be innocent) no secular wall will safely stand” (Auden, 1966Auden, W. H. (1963) (1966). "Foreword". En Collected Shorter Poems. Londres: Faber & Faber., 333).

[3]

“What we know to be not possible, / Though time alter time foretold / By wild hermits, by shaman and sybil / Gibbering in their trances, / Or revealed to a child in some chance rhyme / Like will and kill, comes to pass / Before we realize it. We are surprised / At the ease and Speed of our deed / And uneasy: It is arely three, / Mid-afternoon, yet the blood / Of our sacrifice is already / Dry on the grass; we are not prepared / For silence so sudden and so soon; / The day is too hot, too bright, too still, / Too ever, the dead must remain too nothing. / What shall we do till nightfall? / The wind has dropped and we have lost our public. / The faceless many who always / Collect when any world is to be wrecked, / Blown up, burnt down, cracked open, / Felled, swan in two, hacked through, torn apart, / Have all melted away. Not one / Of these who in the shade of walls and trees / Lie sprawled now, calmly sleeping, / Harmless as sheep, can remenber why / He shouted or what about / So loudly in the sunshine this morning; / All if challenged would reply / -‘It was a monster with one red eye, / A crowd that saw him die, not I’.- / The hangman has gone to wash, the soldiers to eat: / We are left with our feat. / The Madonna with the green woodpecker, / The Madonna of the fig-tree, / The Madonna beside the yellow-dam, / Turn their kind faces from us / And our projects under construction, / Fix their gaze on our completed work: / Pile-driver, concrete-mixer, / Crane and pick-axe wait to be used again, / But how can we repeat this? / Outliving our act, we stand where we are, / As disregarded as some / Discarded artifact of our own, / Like torn gloves, rusted kettles, / Abandoned branch-lines, worn lop-sided / Grindstones buried in nettles […] Soon cool tramontana will stir the leaves, / The shops will re-open at four, / The empty blue bus in the empty pink square / Fill up and depart: we have time / To misrepresent, excuse, deny, / Mythify, use this event / While, under a hotel bed, in prison, / Down wrong turnings, its meaning / Waits for our lives. Sooner than we would choose / Bread will melt, water will burn, / And the great quell begin, Abaddon / Set up his triple gallows / At our seven gates, fat Belial make / Our wives waltz naked; meanwhile / It would be best to go home, if we have a home, / In any case good to rest” (Auden, 1966Auden, W. H. (1963) (1966). "Foreword". En Collected Shorter Poems. Londres: Faber & Faber., 330-32).

[4]

“Anywhere you like, somewhere / on broad-chested life-giving Earth, / anywhere between her thirstlands / and undrinkable Ocean, / the crowd stands perfectly still, / its eyes (which seem one) and its mouths / (which seem infinitely many) / expressionless, perfectly blank. / The crowd does not see (what everyone sees) / a boxing match, a train wreck, / a battleship being launched, / does not wonder (as everyone wonders) / who will win, what flag she will fly, / how many will be burned alive, / is never distracted) / by a barking dog, a shell of fish, / a mosquiito on a bald head: / the crowd sees only one thing / (which only the crowd can see), / an epiphany of that / which does whatever is done. / Whatever god a person believes in, in whatever way he believes / (no two are exactly alike), / as one of the crowd he believes / and only believes in that / in which there is only one way of believing. / Few people accept each other and most / will never do anything properly, / but the crowd rejects no one, joining the crowd / is the only thing all men can do. / Only because of that can we say / all men are our brothers, / superior, because of that, / to the social exoskeletons: When / have they ever ignored their queens, / for one second stopped work / on their provincial cities, to worship / The Prince of this World like us, / at this noon, on this hill, / on the occasion of this dying” (Auden, 1966Auden, W. H. (1963) (1966). "Foreword". En Collected Shorter Poems. Londres: Faber & Faber., 328-29).

[5]

“To-day the struggle. / To-day the deliberate increase in the chances of death, / The conscious acceptance of guilt in the necessary murder, / To-day the expending of powers / On the flat ephemeral pamphlet and the boring meeting. / To-day the makeshift consolations: the shared cigarettes, / The cards in the candlelit barn, and the scraping concert, / the masculine Jokes; to-day the / Fumbled and unsatisfactory embrace befote hurting. / The stars are dead. The animals will not look. / We are left alone with our day, and the time is short, and / History to the defeated / May say Alas but cannot help or pardon” Auden, 2002aAuden, W. H. (2002). "Spain". En Los poetas del mundo defienden al pueblo español: Editorial Renacimiento, pp. 54-58., 58).

[6]

Según testimonios de sus amigos, durante su primer año en Oxford la conversación de Auden volvía una y otra vez sobre la “imposibilidad absoluta” de creer en un Dios personal, y de hecho el poema que eligió para la Oxford University Review en 1926 era “Cinders”, que condenaba precisamente esa idea de Dios; al año siguiente, en una comida con Isherwood y Edward Upward, atacó con vehemencia la religión, en la que Upward parecía estar interesado; pero en 1931, conversando con Helen Campbell, viuda del obispo episcopaliano de Glasgow, discutió la herejía patripasionaria, que a su juicio contradecía el primero de los Treinta y Nueve artículos, y citó el poema entonces en boga que atacaba la versión de 1928 del Book of Common Prayer, calificándola como “un libro sofista, papista y anti−escritural”; en 1934 declaraba que había terminado con el Cristianismo de una vez por todas y se preguntaba en un ensayo si había algún futuro para la Iglesia, pero el año anterior había tenido lugar en Downs School su experiencia “mística” de amor al prójimo, durante una noche de verano en compañía de otros tres profesores.; en 1938, solo durante meses con Isherwood durante su viaje por Asia, no dejaron de hablar de religión, y cuando su amigo demostraba una hostilidad excesiva hacia ella , Auden bromeaba: “Cuidado, querido, o uno de estos días tendrás una conversión de tal calibre...”; por fin, su también conocido episodio de Yorkville —cuando durante el pase de un documental sobre la invasión de Polonia los alemanes que había entre el público empezaron a gritar “¡Matadlos!”, celebrando la marcha de las tropas nazis— reforzó las ideas de Auden sobre el pecado original y le llevó a abandonar todo resquicio de progresismo ingenuo, en una actitud que experimentaría pocas variaciones durante el resto de su vida.

 

BIBLIOGRAFÍATop

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