RESEÑAS DE LIBROS/BOOK REVIEWS

 

RESEÑA DEL LIBRO "VIDA DE MARÍA DE MAEZTU"

 

Concha D’Olhaberriague



Vida de María de Maeztu

Madrid: Asociación Matritense de Mujeres Universitarias, EILA Editores, 2013.


 

 

La publicación de una biografía de María de Maeztu Whitney, por Concha D’Olhaberriague, catedrática de Griego en Madrid, pone sobre la mesa la importancia de una figura señera en la cultura y educación españolas. La biografía hace el número 23 de la colección que publica la Asociación Matritense de Mujeres Universitarias. El estudio se inserta en otros tantos dedicados a esa galería de mujeres que han sido rompedoras de formalismos en su tiempo o que han generado con su vida huellas indelebles. Así entre las españolas están María Zambrano, Clara Campoamor, Emilia Pardo Bazán o María Moliner; entre las extranjeras Juana de Arco, Virginia Woolf o Simone Weil. El sexto capítulo del estudio, titulado Imágenes para una vida, es una cortesía de su sobrino y heredero Ramiro de Maeztu Manso de Zúñiga.

La obra tiene la virtud de abrir muchas cuestiones y despertar curiosidades. La biografía de D’olhaberriague cuenta con antecedentes estimables, a los que la actual dice deber mucho: la biografía pionera de Antonina Rodrigo (1979), la magnífica de Isabel Pérez-Villanueva Tovar (1989) que además se complementa con otro estudio de la autora, titulado La Residencia de Estudiantes 1910-1936. Grupo Universitario y Residencia de señoritas (1990 y 2011) y una docena de rigurosos y excelentes estudios sobre la Institución Libre de Enseñanza (ILE), la Junta para la Ampliación de Estudios (JAE) y las iniciativas culturales de esas primeras décadas del siglo XX. Felizmente los estudios sobre las mujeres españolas pioneras en el mundo de la cultura y la educación se han multiplicado en los últimos años: Gómez Molleda (1966), Rosa M.ª Capel (1975), Carmen Zulueta (1984 y 1993), M.ª Luisa Maillard (1990), Consuelo Flecha García (1996), Raquel Vázquez Ramil (2001), Shirley Mangini (2001), Álvaro Ribagorda (2006). A estos habría que añadir la valiosa tentativa de Mercedes Montero (2009 y 2010) de poner en relación dos experiencias educativas coetáneas, las relacionadas con la JAE y las nacidas al calor de la Institución Teresiana y su fundador el padre Poveda. Los estudios de Montero tienen especial interés por el carácter de estudio conjunto de la diversidad educativa en el momento previo a la dolorosa fractura de la sociedad española.


Lo que se desprende de las páginas de esta biografía es la ardiente vitalidad de la que estaba dotada María de Maeztu. Una energía que quiso dedicar a la actividad educativa. Su amiga y compañera Victoria Ocampo la describe con acierto: “María saboreaba su trabajo, lo paladeaba. Había siempre en torno suyo como la persistencia de un zumbido de colmena. Jamás la sorprendí inactiva. Siempre en movimiento, como la llama o el mar” (Sur, 1948). En este sentido el viejo lema de “la letra con sangre entra” se transformó, con una variante no menor, en ilustración de su vida, es decir, el refrán cambiaba de destinatario y se aplicaba a los esfuerzos denodados del maestro que, en dicha tarea, ha de dejarse la piel. Y así dice: “Es verdad el dicho antiguo de que la letra con sangre entra, pero no ha de ser con la del niño, sino con la del maestro” (D’olhaberriague 2013, p. 57). El secreto de la infatigable donación de sí misma se descubre en los escritos de los años 40, cuyo origen pone la misma María en la “emoción de lo infinito” (1941).


La trayectoria completa de María de Maeztu aparece resumida en el prólogo, “La misión docente”. A continuación se presentan las etapas vitales que se corresponden con la estructura de los capítulos y que cuentan cómo desarrolló esa llamada a la educación en los diferentes períodos de su vida y ante las diferentes circunstancias por las que pasó. El primero, titulado Infancia y primera juventud, pone de manifiesto el carácter fundamental que tiene su madre en la trayectoria posterior de la educadora. Jane Whitney Doné apoya la vocación educativa de su hija: es firme defensora de la igualdad de las mujeres y su carácter cosmopolita y viajero facilita a María el aprendizaje de lenguas, cosa que le abrirá muchas puertas. Además predicaba con el ejemplo. El segundo capítulo, titulado Juventud, describe su actividad en la Escuela de Bilbao, germen de esa educación completa que persiguió en todas sus obras, atendiendo a los niños (educación sensorial, intelectual y moral) y a las familias en un contexto histórico y social humilde. Poco después decide continuar sus estudios y lo hace en Salamanca, donde conoce a Unamuno y comienza a viajar empapándose del pensamiento de pedagogos y psicólogos europeos (Natorp, Pestalozzi, Fröbel, Herbart…) Todos ellos desarrollaban teorías educativas marcadas por los imperativos de regeneración moral y eficiencia social. La marcha a Madrid en 1909 le abre nuevas perspectivas: conoce a Ortega y Gasset, que se convertirá en una referencia y amistad constante, así como su hermana, Rafaela, colaboradora estrecha de María. Ortega le amplía su interés por la pedagogía y además le ofrece posibilidades profesionales. Favorece el encuentro con las iniciativas de Giner de los Ríos y la amistad con José Castillejo. El capítulo sobre la madurez coincide con la época de mayor fecundidad de María de Maeztu: su papel fundamental al frente de la Residencia de Señoritas, que comienza a dirigir desde su fundación en 1915, y la creación del Lyceum Club Femenino, en 1916. La primera estaba vinculada al Grupo universitario de la Residencia de Estudiantes; el segundo perseguía, según figura en el Reglamento, facilitar a través de la celebración de conferencias, cursillos, excursiones y fiestas “un intercambio de ideas y la compenetración de sentimientos” (Pérez-Villanueva, 1989, p. 113).


El exilio argentino, tras el comienzo de la Guerra Civil española y la trágica muerte de su hermano Ramiro, nos pinta a una María doliente y reflexiva. D’Olhaberriague subraya el pesimismo de este periodo y la acentuación del elitismo (p. 136) que ya estaba presente en los institucionistas (p. 137) y que parece tan contrario a los inicios en la escuela del barrio bilbaíno. Este capítulo se titula “Segunda madurez, últimos años”. Las circunstancias vitales de María cambiaron: la muerte de su hermano, Ramiro de Maeztu, hizo que volviese los ojos al legado fraterno, cosa que permitió que su actividad continuase de otra manera, especialmente a través de la escritura de dos obras. Una somera revisión sobre los escritos de este período se echa de menos. La primera se titula Historia de la cultura europea. La edad moderna: grandeza y servidumbre. Intento de ligar la historia pretérita a las circunstancias del mundo presente, 1941. La segunda Antología-Siglo XX. Prosistas españoles. Semblanzas y comentarios, 1943. En ellas se encuentran las claves reflexivas de una trayectoria muy rica. Creo que la etapa final arroja luz sobre las anteriores y el estudio de este legado está por analizar. Si la primera y jovencísima María de Maeztu intentó renovar los hábitos y costumbres de los niños y más tarde crear foros y ámbitos que hiciesen posible la formación de las mujeres, el periodo que va tras la Guerra Civil, y que le obliga a un alejamiento argentino, le permitió escribir dos obras que completan su personalidad.


Además me parece que estas dos obras merecen ser recuperadas y estudiadas al hilo de los desafíos educativos de hoy. Maeztu sostiene la exigencia educativa en los notables y sacrificados esfuerzos que el maestro debe mantener: considerado como un nuevo mártir y sacerdote, debe buscar la eficiencia social, en el entorno de una tensión España/Europa que la maestra intentará resolver. La generosidad de su personalidad y el movimiento en el que estuvo inmersa nos permiten revisar acciones y postulados a la luz del tiempo transcurrido y de las nuevas circunstancias de la educación. A este respecto me pregunto por sus planteamientos educativos, pasado casi un siglo, con el ánimo de sumar su pensamiento a las dificultades de hoy. Su herencia debe ser revisada en su contexto histórico y puede tener un valor hoy, sobre todo para aprender de sus aciertos y no insistir en sus posibles errores. El intento que podríamos llamar de regeneracionismo educativo es loable: María siente la hiriente injusticia de la mala educación de los niños primero, de las mujeres después, le parece terrible que la ignorancia de las mujeres se consienta como parte de su femineidad y se aplica con todo el alma a darles una respuesta. A juzgar por lo que vemos hoy en la sociedad española transcurrido un siglo, cabe preguntarse si su presencia puede ofrecer hoy una revitalización del crecimiento de las personas, fin primordial de la educación. Muchas cosas han pasado desde entonces en el ámbito educativo: sucesivas reformas educativas en España, el acceso generalizado de la mujer a los estudios universitarios, amplia oferta de formación educativa y cultural y, sin embargo, el abandono escolar y el desinterés cultural de los jóvenes aumenta. Los problemas educativos de la sociedad española son evidentes y exigen respuestas.


Por eso, a la luz del presente, la función social y la búsqueda del carácter benéfico de la educación para España defendida por Maeztu son cruciales. Las palabras de la maestra y directora son reveladoras cuando habla de cuál debe ser el contenido de ese derramar sangre del maestro: “El maestro sabe que tiene en sus manos el porvenir de la raza y la modela y transforma acoplándola a las necesidades de la evolución social” (Pérez-Villanueva, 1989, p. 39). Quizá habría que abrir un debate sobre la inclinación a considerar la educación en su funcionalidad social. Cabe el riesgo de dar por supuesto su fundamento y su recurso irrenunciable: la persona y su ansia de conocimiento. Es decir el hombre y la mujer cuyas aspiraciones salen a la luz en el proceso educativo y que por el hecho de ser personas poseen un criterio objetivo de evaluación, una capacidad de descubrir la correspondencia de las verdades que se le proponen. Creo que de esto hizo experiencia María de Maeztu con sus maestros –primero con su madre, luego con los Ortega, los hombres de la generación del 98, las mujeres de la residencia, su hermano-. Probablemente los fatales acontecimientos que vivió en su exilio sui generis la inclinaron a subrayar la cualidad heroica y voluntariosa del saber, pero a veces se echa en falta que vaya acompañado por un gusto en el descubrimiento del significado que esa educación tiene para la persona, lo que hoy llaman los pedagogos la inteligencia emocional. Parece, a la vista de los resultados hodiernos, que no basta poner el origen de la regeneración educativa en un imperativo moral y en una acumulación de saberes. La ILE y su entorno lo intuyó, por eso insistió, por un lado, en el papel prioritario de la disciplina y de la exaltación de la voluntad (cfr. p. 97) a lo largo del proceso educativo; por otro en la necesidad de convivencia y de aprendizaje en entornos naturales (son famosas las excursiones por la sierra de Madrid) y artísticos (cfr. la vitalidad de creación poética, artística y teatral del Grupo Universitario y la Residencia). Por supuesto, las dos cosas eran necesarias pero si no nacieron desgajadas, ¿se desgajaron con el tiempo? Son preguntas que requieren más tiempo pero cuyo planteamiento permite no dejar a las grandes figuras de nuestra historia reciente encerradas en la mitificación o en la desmitificación simplificadoras. La figura de María de Maeztu sigue estando envuelta en la polémica que fuerza a encorsetar a nuestros hombres y mujeres de cultura en un bando. María de Maeztu se escapa a la clasificación de adscripciones simplificadoras: fue institucionista y católica y es evidente que su buen hacer, tanto como su pensamiento, deben ser revisados para dar luz en la urgente reflexión sobre la educación en España.

María de Maeztu muere en 1948 en el exilio y marcada por la nostalgia de su país y de su hermano asesinado, Ramiro, que desde el afecto pintó el mejor retrato de María, vinculándola a la Mariucha de la obra teatral galdosiana:


Leo en mi despacho el último drama de Galdós (…) evoco tu imagen, Mariucha verdadera, para contemplar en lo negro de mis párpados cerrados el conjunto luminoso de tus crenchas rubias, de tu amplia, pálida y grave frente pensadora, de la mano nerviosa en que apoyas la cabeza al inclinarla, de los ojos claros, penetrantes y enérgicos con que tu alma curiosa y altanera se asoma al mundo en actitud de estudio, de alerta y de reto (Ramiro de Maeztu, España y Europa, 1959, p. 37).


Si es posible volver a confiar la educación a la libertad su lucha no fue en vano.



 

Por Guadalupe Arbona-Abascal
Universidad Complutense de Madrid

 

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