HISTORIA DE LAS CONCEPCIONES CIENTÍFICAS SOBRE LA LUZ / HISTORY OF SCIENTIFIC IDEAS ABOUT LIGHT

ALHACÉN: UNA REVOLUCIÓN ÓPTICA

Agustín González-Cano

Universidad Complutense de Madrid

agugonza@ucm.es

 

RESUMEN

Alhacén es un punto de inflexión en la historia de la Óptica, uno de los nombres clave en el desarrollo de las teorías ópticas y un personaje de gran talla científica. Se pasa revista aquí a su figura, a sus principales aportaciones y la trascendencia de esas aportaciones. En particular, se pone el énfasis en el replanteamiento que Alhacén hace del papel de la luz en la visión y en el modelo intromisivo que propone para esta última.

IBN AL-HAYTHAM: AN OPTICAL REVOLUTION

ABSTRACT

Ibn al-Haytham (Alhazen) represents a turning point in the history of Optics, as a key figure in the development of optical theory and an outstanding scientist. Here we summarize his main contributions and their significance, with particular emphasis on Ibn al-Haytham’s reconsideration of the role of light in vision and the intromission model he proposed.

Recibido: 11-12-2014; Aceptado: 06-03-2015.

Cómo citar este artículo/Citation: González-Cano, A. (2015). "Alhacén: una revolución óptica". Arbor, 191 (775): a262. doi: http://dx.doi.org/10.3989/arbor.2015.775n5001

PALABRAS CLAVE: Alhacén; historia de la Óptica; intromisionismo; refracción; visión.

KEYWORDS: Ibn al-Haytham; History of Optics; intromission theory; refraction; vision.

Copyright: © 2015 CSIC. Este es un artículo de acceso abierto distribuido bajo los términos de la licencia Creative Commons Attribution-Non Commercial (by-nc) Spain 3.0.

CONTENIDOS

RESUMEN
ABSTRACT
EX ORIENTE LUX: ALHACÉN EN EL CONTEXTO DE LA HISTORIA DE LA ÓPTICA
EL RÍO Y EL LIBRO. INFORMACIÓN BIO-BIBLIOGRÁFICA
LAS CONDICIONES DE LA VISIÓN: UNA RENOVACIÓN DEL ESQUEMA INTROMISIVO
LUZ QUE HIERE LOS OJOS: EL GIRO ALHACENIANO EN LAS TEORÍAS DE LA VISIÓN
LUZ QUE SE ROMPE. EL PAPEL DE LA REFRACCIÓN EN LA SELECCIÓN DE LAS TRAYECTORIAS
EL FIN DE LA OBSCURIDAD. A MODO DE CONCLUSIÓN. LA INFLUENCIA POSTERIOR DE ALHACÉN
BIBLIOGRAFÍA

 

EX ORIENTE LUX: ALHACÉN EN EL CONTEXTO DE LA HISTORIA DE LA ÓPTICA Top

Alhacén suele ser el modo en el que, en el contexto de la literatura en castellano, se nombra a Abū ‘Alī al-Hasan ibn al-Hasan ibn al-Haytham. Cuando en 1572 Friedrich Risner edita en Basilea la traducción medieval al latín de la obra de al-Hasan, transcribe este nombre como Alhazen, estableciendo así la forma definitiva el nombre de nuestro autor en el contexto occidental, tras la vacilación existente en la transcripción del nombre árabe al latín a lo largo de los siglos anteriores. Es costumbre, por otro lado, españolizar la grafía convirtiéndola en Alhacén. En la literatura anglosajona es igualmente frecuente el uso del patronímico, ibn al-Haytham (Sabra, 1989Sabra, A. I. (ed.) (1989). The Optics of Ibn al-Haytham [Alhacén]. Books I-III: on direct vision. London: The Warburg Institute.).

Durante los siglos precedentes a Alhacén, el discurso óptico que entendemos hoy como un todo coherente e interconectado se hallaba más bien fragmentado en diversos ámbitos, que empleaban métodos y enfoques diferentes e incluso contradictorios (Lindberg, 1976Lindberg, D. C. (1976). Theories of vision from Al-Kindi to Kepler. Chicago: University of Chicago Press.). En todo momento, no obstante, la gran protagonista de la Óptica era la visión y su problemática, y el desarrollo de la Óptica matemática alejandrina había permitido establecer una técnica operativa para dilucidar una buena parte de los llamados errores de la visión (una manifestación de un conflicto de profundas resonancias filosóficas entre esencia y apariencia). La naturaleza física del estímulo visual era un asunto, por lo general, mal resuelto y frecuente causa de polémica y discusión entre los autores que se sucedían en el tiempo, dado que la Óptica matemática partía de un extramisionismo básico: rayos visuales entendidos esencialmente como líneas geométricas, sin entrar en la composición o naturaleza de tales rayos visuales. El planteamiento más físico o filosófico quedaba por lo general incluido en otro tipo de obras no técnicas, entre las que se destacan las aportaciones de filósofos del rango de Platón o Aristóteles. En todo momento, no obstante, se mantienen unas constantes en la formulación del proceso visual: carácter táctil y necesidad de contacto para la visión, papel ambiguo y en general subsidiario del medio de propagación (si la hubiere) y por ende de la luz (como propiciador del proceso visual, pero no como protagonista del mismo), separación (aunque cierta comunidad de naturalezas) entre rayos ópticos (visuales) y emanaciones ígneas como rayos de sol (de ahí que la catóptrica no incluyera por lo general el estudio de los espejos ustorios), exteriorización del proceso visual respecto del cuerpo y silencio sobre posibles ulteriores instancias, digamos, psicológicas en el mismo, etc. (Simon, 1988Simon, G. (1988). Le regard, l’être et l’apparence dans l’Optique de l’Antiquité. Paris: Éditions du Seuil.).

Otros ámbitos de la Óptica clásica (pero fuera de las obras consagradas a ella, e identificados como temas ópticos por nosotros a posteriori) podrían ser la Astronomía, el estudio de los fenómenos atmosféricos, el conocimiento y tratamiento de las patologías oftalmológicas, el estudio anatómico y fisiológico del ojo, etc. Cada uno de esos ámbitos encontraba su acomodo en diferentes estratos de la estructura del pensamiento clásico y era infrecuente encontrar obras de síntesis entre esos enfoques, hasta, parcialmente, la llegada de Ptolomeo (Lindberg, 1976Lindberg, D. C. (1976). Theories of vision from Al-Kindi to Kepler. Chicago: University of Chicago Press.; Lejeune 1956Lejeune, A. (ed.) (1956). L'optique de Claude Ptolémée dans la version latine d'après l'arabe de l'émir Eugène de Sicile. Édition critique et exégétique. Louvain: Publications Universitaires de Louvain.; Smith, 1999Smith, A. M. (1999). Ptolemy and the foundations of ancient mathematical optics: a source-based guided study. Philadelphia: American Philosophical Society.). Será Alhacén el primero que reúna esas diversas ramas en un todo coherente a partir de un verdadero giro en los planteamientos recibidos, pero siempre dentro del conocimiento de esa tradición clásica.

Por ello, la cuestión de la transmisión del bagaje de la Óptica griega durante la Edad Media también resulta decisiva para entender la aportación de Alhacén. La labor de traducción realizada frecuentemente a través del paso por el siríaco y en gran parte a cargo de cristianos nestorianos, que culmina en el establecimiento de la llamada Casa de la Sabiduría por los califas omeyas, y la dedicación de personajes como Hunayn b. Ishaq o Al-Kindi, permitieron que se preservara en buena medida el corpus óptico, poniendo a disposición de los estudiosos ulteriores (lo cual incluye también al Occidente cristiano, privado durante la Alta Edad Media de la mayor parte de los textos griegos y que recibirá a Euclides o Ptolomeo a partir de los árabes en una primera instancia) un conjunto de autores que definen el punto de partida para los avances que los autores que escriben en árabe en el amplio arco geográfico del Islam, autores que se vieron obligados a adaptar a una lengua sin tradición filosófica o científica textos de Euclides, Galeno o Ptolomeo entre otros, y no solo, claro está, en el campo de la Óptica sino en Astronomía, Medicina, Matemática y otras muchas áreas (Lindberg, 1976Lindberg, D. C. (1976). Theories of vision from Al-Kindi to Kepler. Chicago: University of Chicago Press.; Rashed, 1997Rashed, R. (1997). Histoire des sciences arabes. Tome 2: Mathematiques et Physique. Paris: Éditions du Seuil.).

Alhacén es uno de los primeros autores que conoce y asimila de manera casi completa todo ese legado y su labor de integración de las diversas contribuciones es tan importante como el avance que suponen sus propias aportaciones. Es sabido que de la Óptica de Ptolomeo se había perdido el primer libro (para ya no recuperarse nunca más), en el que se discute el planteamiento del autor sobre la naturaleza del proceso visual y sus agentes, y es posible que el conocimiento de Alhacén de la obra de Ptolomeo en sus inicios no fuera tan profundo como llegó a serlo. De Aristóteles conoce una parte significativa de su obra, pero, por lo general, no entra en los discursos más puramente ópticos, que están incluidos en obras como Sobre el alma. Está perfectamente al tanto de los autores fundamentales de la rama de la Óptica matemática, como Euclides o Herón, por lo general a través de los compiladores posteriores como Teón de Alejandría o Antemio de Tralles, y conoce también las principales obras sobre espejos ustorios, por no hablar de libros clave en disciplinas como la Astronomía, entre los que destaca el Almagesto de Ptolomeo. En cuanto a la obra de Galeno, es fundamental para la historia de la Óptica porque es por ese medio como por lo general los autores islámicos se enfrentan al problema de la naturaleza del estímulo visual o a la descripción básica del mecanismo de la visión, con la consabida pugna entre las variantes intro- y extramisiva, que sistemáticamente se vence del lado de esta última hasta la renovadora propuesta intromisiva de Alhacén (Lindberg, 1976Lindberg, D. C. (1976). Theories of vision from Al-Kindi to Kepler. Chicago: University of Chicago Press.).

Al-Kindi e Ibn Sahl serían los principales autores árabes que antecedieron a Alhacén en el estudio de la Óptica y de ellos toma bastantes cosas, pero, precisamente en una cuestión tan relevante dentro de las aportaciones de Alhacén, como es el estudio de la refracción, parece no haber conocido o no haber comprendido suficientemente la propuesta del segundo de los autores, al que en justicia se le podría atribuir el descubrimiento de la ley de la refracción, muchos siglos antes que Snel o Descartes (Rashed, 1997Rashed, R. (1997). Histoire des sciences arabes. Tome 2: Mathematiques et Physique. Paris: Éditions du Seuil.). En ese sentido, no es exagerado decir que el punto de partida y el espejo en que se mira Alhacén es la Óptica de Ptolomeo, de la cual su Kitab al-Manazir es en buena medida el sucesor en su labor de síntesis e integración de todo el corpus óptico existente, pero la asimilación de todas las otras contribuciones de autores clásicos e islámicos, que apenas hemos esbozado aquí, además del propio talento de Alhacén, confieren un alcance muy superior a su obra respecto de cualquiera de las precedentes, hasta tal punto que no sería incorrecto afirmar que la Óptica alhaceniana supone una verdadera fundación de la disciplina que hoy designamos con el nombre de Óptica, en la que el proceso visual es explicado por la intervención, con carácter protagónico, del agente físico luz, de cuyas propiedades y comportamientos hemos de ocuparnos, y donde el conocimiento del mundo exterior a partir de la vista incluye instancias fisiológicas y psicológicas, un dentro hasta entonces prácticamente olvidado, en una estructura lógica a partir de una secuencia de procesos bien interconectados, entre los cuales la refracción juega un importante papel.


Esa profunda renovación del esquema intromisivo (cuya versión clásica, desarrollada dentro de la escuela atomística y explicitada por autores como Epicuro o Lucrecio, resultaba inviable e inoperativa, por no resultar compatible con la bien desarrollada Óptica matemática, de esencia fuertemente extramisiva) solo puede, pues, llevarse a cabo a partir de una meditación sobre los elementos fundamentales del proceso visual, que llevará a un verdadero giro en los intereses futuros de la disciplina, que se irá convirtiendo más y más en la ciencia de la luz dado que la visión quedará en buena medida explicada como un asunto de la luz. En ese sentido, es correcto el empleo (puramente metafórico, si se quiere) del término revolución para definir la labor de Alhacén, dado que hay un intercambio de roles muy acusado entre el estímulo sensorial y el órgano sensible, que pierde su carácter activo para convertirse en el receptor de un estímulo perfectamente identificado con un agente físico de existencia objetiva y que se presenta al mundo científico como el objeto de estudio fundamental de la Óptica: la luz.

Es en el Kitab al-Manazir donde Alhacén desgrana morosamente todas las etapas de ese proceso fundador y en ese libro nos centraremos en nuestra presentación. No obstante, las contribuciones de Alhacén a la Óptica no se agotan en esa obra y también es muy relevante su aportación a la Matemática o la Astronomía. Un estudio detallado de todas esas contribuciones queda, como puede imaginarse fuera de las posibilidades de este trabajo.

 

EL RÍO Y EL LIBRO. INFORMACIÓN BIO-BIBLIOGRÁFICA Top

Las fuentes bibliográficas que se ocupan más extensamente de la vida de Alhacén son unos doscientos años posteriores a su vida, con lo que eso conlleva desde el punto de vista de la fiabilidad de las informaciones en ella incluidas, y corresponden a las obras de al-Qiftī (m. en 1248) e Ibn Abī Usaybi‘a (m. en 1270), quienes vivieron en Egipto y Siria (Sabra, 1989Sabra, A. I. (ed.) (1989). The Optics of Ibn al-Haytham [Alhacén]. Books I-III: on direct vision. London: The Warburg Institute.).

A partir de esas biografías y en base también a otros testimonios, que incluyen las transcripciones de documentos posiblemente originales de Alhacén a cargo de Ibn Abī Usaybi‘a se puede determinar con cierta precisión que Alhacén nació en Basora (hoy en Irak) hacia el 965 y murió en El Cairo en torno a 1040, así como la totalidad (o al menos una muestra muy extensa) de los títulos de las obras que se le atribuyen, que se han conservado en un porcentaje apreciable hasta nuestros días.

En cuanto a los detalles concretos de su peripecia vital, hemos de ser cautelosos, porque los diversos testimonios tienden a relatos muy coloridos y detallados que no tienen por qué corresponder a la realidad. Según uno de ellos, que recoge al-Qiftī, Alhacén se trasladó de Irak a Egipto, a la corte fatimita de al-Hâkim (califa de 996 a 1021), el monarca interesado en la cultura que fundó en El Cairo una biblioteca cuya fama casi alcanzó la de la Casa de la Sabiduría de Bagdad. El califa, impresionado por la pretensión de Alhacén, quien declaró ser capaz de realizar construcciones en el Nilo que pudieran regular el flujo de sus aguas, persuadió al ya famoso matemático para que fuera a Egipto. Cuando Alhacén recorrió el curso del Nilo y conoció las excelentes construcciones que ya existían desde antiguo y que habían sido insuficientes para regular el caudal del río, perdió confianza en su proyecto inicial y se declaró incapaz de llevar a cabo lo que había prometido. Al confesarle su fracaso al califa, este le puso al frente de un departamento gubernamental, cargo que Alhacén aceptó llevado por el miedo para inmediatamente fingirse loco y ser confinado por ello en su domicilio hasta la muerte del califa en 1021. Alhacén entonces recuperó su salud mental y dedicó el resto de su vida a un trabajo casi ascético de lectura y copia de trabajos científicos, instalado en las proximidades de la mezquita Azhar en El Cairo. Otra fuente indica que cada año Alhacén producía una copia manuscrita de los Elementos de Euclides o del Almagesto de Ptolomeo en lengua árabe. También pudo haber tenido discípulos, dedicándose a la enseñanza.


Ibn Abī Usaybi‘a recoge el relato de al-Qiftī, acreditando su procedencia, y algún otro testimonio o detalle, pero, sobre todo, pone a nuestra disposición lo que sería la transcripción de un documento de la mano del propio Alhacén en la que en realidad este no ofrece detalles concretos de su vida (ni siquiera la fecha o el lugar de nacimiento), pero donde nos ofrece una lista parcial de sus obras, que alcanzarían hasta el momento de la redacción al documento, 1027. Hay una segunda lista de obras que cubriría el periodo de 1027 a 1028 y una tercera lista, ya posterior al fallecimiento de Alhacén, que incluiría un catálogo presuntamente completo de las obras de este. 


En base al análisis de esas informaciones se puede reconstruir hasta cierto punto la evolución intelectual de Alhacén y establecer con cierta fiabilidad los datos básicos de su vida, como las fechas de su nacimiento y muerte. En lo que nos concierne, es especialmente valiosa la información sobre las numerosas obras que Alhacén dedicó a estudios de Óptica (o, por ser más precisos, a temas que hoy incluimos en la Óptica) dentro de su trabajo de matemático y astrónomo, que fue por el que fue más conocido en su tiempo. 


En ese ámbito, la obra estrella, como venimos diciendo, es la que recibe el nombre árabe de Kitab al-Manazir. Al-Manazir es el término que se había ido eligiendo por los autores árabes cuando se iba definiendo el campo de la Óptica, fundamentalmente a partir de las contribuciones de Euclides y otros matemáticos, por lo que estamos refiriéndonos más bien a esa faceta de nuestra disciplina que luego los autores que escribían en latín tradujeron como De aspectibus, o Perspectiva (término que en los siglos XIII y XIV podemos considerar por completo equivalente al griego de Óptica, para luego pasar a designar preferentemente la aplicación de las reglas ópticas al problema de la representación pictórica de la realidad). Esas fueron también algunas de las denominaciones que recibió también el libro de Alhacén cuando se fue traduciendo al latín. Alhacén, así, se incluye desde el mero título en la tradición que hemos esbozado en el apartado anterior y que toma como referencia la obra de Ptolomeo, aunque incorpora otras cosas que no se hallan allí explícitamente (como consecuencia, según Alhacén, de la pérdida del primer libro) y muchas aportaciones originales que extienden considerablemente el alcance de ese al-Manazir, ya difícilmente identificable de forma exclusiva con la Óptica matemática. Pero, por ese mismo motivo, Alhacén no incluye en el Kitab sus estudios sobre espejos o esferas ustorios, el arco iris y el halo, la luz de la luna o los eclipses, que desarrolla en otros opúsculos (en los que se muestra su interés por el estudio de la luz y sus diferentes manifestaciones), pero que no considera propiamente parte del corpus óptico definido a partir de Ptolomeo. El estudio detallado de esos tratados (menores si se comparan con la monumentalidad del Kitab-al-Manazir) es interesante además porque nos permite entrever una cierta evolución del pensamiento de Alhacén y del grado de conocimiento o influencia que van teniendo sobre él autores como Aristóteles o Ptolomeo, y nos muestra las aportaciones de Alhacén a cuestiones como el estudio de la camera obscura, el arco iris, la esfera ustoria o el problema del tamaño aparente de la luna (que se conoció en Occidente como el problema de Alhacén). Dado el alcance de nuestro trabajo, sin embargo, no podremos ocuparnos realmente de esos tratados y de esas contribuciones, digamos, laterales de Alhacén.


 

LAS CONDICIONES DE LA VISIÓN: UNA RENOVACIÓN DEL ESQUEMA INTROMISIVO Top

Si hemos de hacer caso a su propio testimonio, enunciado en las primeras (e intensas) páginas de su voluminoso Kitab al-Manazir, es la inquietud la que lleva a Alhacén a reformular el tratamiento de los problemas ópticos, insatisfecho ante la falta de concordancia de los diversos autores que se han ocupado antes de él de esas cuestiones. Reconoce la dificultad de las tareas emprendidas por todos esos autores, pero se propone, de algún modo, reformular el método, dado que tiene el convencimiento de la unicidad de la verdad, y considera preciso encontrar un procedimiento por el que las aparentes contradicciones se resuelvan y la luz triunfe sobre la obscuridad. Aunque no se puede sin grave riesgo de anacronismo categorizar a Alhacén como un científico experimental, sí es cierto que en todo momento recurre a observaciones, experiencias y también experimentos para justificar el avance en la construcción de su edificio, a partir de esa declaración inicial de principios, que establece la necesidad de una nueva mirada, de un análisis riguroso y desprejuiciado del problema tratado (el problema de la visión) y los elementos que lo constituyen (Sabra, 1989Sabra, A. I. (ed.) (1989). The Optics of Ibn al-Haytham [Alhacén]. Books I-III: on direct vision. London: The Warburg Institute.).


El Kitab al-Manazir está dividido, al modo de la Óptica de Ptolomeo (Lejeune, 1956Lejeune, A. (ed.) (1956). L'optique de Claude Ptolémée dans la version latine d'après l'arabe de l'émir Eugène de Sicile. Édition critique et exégétique. Louvain: Publications Universitaires de Louvain.; Smith, 1999Smith, A. M. (1999). Ptolemy and the foundations of ancient mathematical optics: a source-based guided study. Philadelphia: American Philosophical Society.) en siete libros, como el propio Alhacén nos anuncia en su primer capítulo:


Dividimos esta obra en siete libros. En el primero nos ocupamos de la visión de forma general. En el libro II detallamos las propiedades visibles, sus causas y el modo en que se perciben. En el libro III mostramos los errores de la vista en lo que percibe directamente, y sus causas. En el libro IV tratamos de la percepción visual por re-flexión en los cuerpos lisos. En el libro V mostramos la posición de las imágenes, es decir, las formas vistas dentro de los cuerpos lisos. En el libro VI nos ocupamos de los errores de la visión en lo que percibe por reflexión, y sus causas. En el libro VII estudiamos la percepción visual por refracción a través de cuerpos transparentes, cuya transparencia difiere de la del aire. Y con el final de este libro concluye la obra
 (Sabra, 1989Sabra, A. I. (ed.) (1989). The Optics of Ibn al-Haytham [Alhacén]. Books I-III: on direct vision. London: The Warburg Institute.).

Los primeros capítulos del libro I de la Óptica de Alhacén son una demostración admirable de rigor y buen hacer científico. A diferencia de lo que solía ocurrir con los autores precedentes, más ocupados en rebatirse unos a otros en base a argumentos más o menos brillantes, Alhacén empieza realmente por el principio, sin asunciones previas y sin perder demasiado tiempo en discusiones esencialistas sobre el qué de la visión. Será a partir del cómo, de la fenomenología (y con el frecuente recurso a lo experimental), como podremos dilucidar adecuadamente ese qué, a posteriori. Es un planteamiento estrictamente moderno, si bien, como veremos, no sería adecuado asumir que la obra de Alhacén se puede enmarcar rigurosamente dentro del paradigma de la ciencia experimental que se desarrolla a partir de Galileo. No obstante, el contraste con sus predecesores es muy notable.


En el capítulo 2 Alhacén va enumerando las condiciones que hacen posible la visión, esto es, las circunstancias o elementos que deben estar presentes para que la visión pueda tener lugar, y en ausencia de los cuales se hace imposible. El análisis huye de preconcepciones y trata de dilucidar fenomenológicamente cómo se ve para poder explicar posteriormente el mecanismo o el proceso responsable de esa visión.


En primer lugar, es preciso que haya cierta distancia entre el ojo y el objeto. No hay visión si hay contacto directo con el ojo, aunque el objeto sea visible y, como tal, propio de la percepción visual. Este hecho obvio no es, sin embargo, fácil de tratar, ya que las teorías clásicas sobre la visión parten del presupuesto tácito de que debía haber contacto (al modo táctil) entre el órgano perceptor y el objeto percibido. Precisamente es la aparente incongruencia entre esa necesidad de distancia y la paralela necesidad de contacto físico la que lleva a las diferentes propuestas extra- e intromisivas. 


Pero, además, solo hay visión si el objeto se sitúa frente al ojo, de modo que se pueda trazar una línea recta de cada punto del objeto al ojo, y siempre que no se interpongan obstáculos opacos que interrumpan esas líneas imaginarias (como tales las trata por el momento Alhacén, para no prejuzgar su naturaleza, y ni siquiera el sentido de una supuesta propagación que tales líneas indicarían, de rayos visuales o de otra índole). La presencia de los obstáculos hace imposible la visión mientras se mantengan en el camino rectilíneo entre el objeto y el ojo, aunque se den el resto de circunstancias favorables. Es más, si hay un obstáculo que interfiere solo parcialmente en esas trayectorias imaginarias, será la parte correspondiente del objeto la que quedará oculta a la visión hasta que termine la interposición. Esta posible parcelación del objeto visual es muy importante, ya que una de las flaquezas del intromisionismo clásico era el carácter de facto indivisible de los simulacros, entendidos como emanaciones del objeto como todo, y no de sus partes. La visión parcial de un objeto solo a medias cubierto implica que de algún modo es en las direcciones preservadas en las que tiene lugar la visión independientemente de nuestra categorización, diríamos, verbal, del objeto como entidad. Estamos en el camino del análisis puntiforme del objeto, que es clave para la operatividad del intromisionismo alhaceniano como base de una renovada Óptica matemática que no renuncie a los logros de la clásica, extramisionista.


Alhacén, de hecho, está reconociendo en esta parte de su análisis, la frontalidad de la mirada, y su rectilinealidad, características estas responsables de la naturalidad del extramisionismo. Pero, como Alhacén nos pone claramente de manifiesto un poco más adelante, la posibilidad de trazado de líneas rectas imaginarias de objeto a ojo atañe a los diversos puntos del objeto y también del ojo, con lo que se establece una doble multiplicidad de líneas, que es obligatoria para garantizar la visión. Propone entonces Alhacén una sencilla prueba experimental de lo que acaba de afirmar, mediante el empleo de un tubo hueco y una regla que actúa de obstáculo. 


Asumida, entonces, la necesidad de esa rectilinealidad, Alhacén nos muestra otra condición sine qua non de la visión:


La vista no percibe ningún objeto visible a menos que haya en ese objeto alguna luz, bien propia de él, o procedente de algún otro objeto que radia sobre él. Si el objeto es obscuro y no tiene ninguna luz no podrá ser percibido por la vista. Si el ojo está situado en un lugar obscuro puede percibir los objetos que tiene frente a él si están iluminados, siempre que la atmósfera intermedia sea continua y no se interpongan obstáculos opacos, pero si el objeto está en un lugar obscuro en el que no hay luz y el ojo está situado en un lugar iluminado, el objeto no puede ser percibido. Y este estado de cosas se mantiene siempre sin ninguna variación (Sabra, 
1989Sabra, A. I. (ed.) (1989). The Optics of Ibn al-Haytham [Alhacén]. Books I-III: on direct vision. London: The Warburg Institute.).


Es, por tanto, preciso, que el objeto tenga alguna luz (no hablamos aún propiamente de emisión por parte de él) y es irrelevante que el ojo la tenga, ya que si el objeto no está iluminado nunca podrá percibirse. Los esquemas extramisivos postulan la existencia de algún tipo de fuego o luz o emisión del ojo que sería la responsable del acceso al exterior del alma y, a través del contacto con el objeto, la visión del mundo. Alhacén no quiere todavía negar la existencia de esos rayos visuales, o entrar en las fatigosas discusiones sobre el tema que encontramos en el resto de los autores. Se limita a afirmar un hecho incontrovertible: el estado de iluminación del ojo es irrelevante, el estado de iluminación del objeto es fundamental. La luz no puede ser solo un coadyuvante a la acción de los rayos visuales, o un mero estado de transparencia que activa una visión que no requiere de mayor elucidación: no, un objeto obscuro no se ve, y sí se ve uno iluminado. Un ojo en la obscuridad ve lo luminoso tan bien como si el ojo está en la luz.

Alhacén pasa entonces a indicarnos otra nueva condición para la visión: que el objeto visible tenga un cierto tamaño, ya que no se perciben los objetos extremadamente pequeños, como (dice, por ejemplo) la pupila del ojo de un mosquito, de cuya existencia no tendríamos por qué dudar. Además, el tamaño mínimo requerido depende de la fuerza o la debilidad de la vista, ya que hay personas que pueden ver objetos que otros no ven. Pero, en todo caso, es claro que los objetos pequeñísimos no pueden ser percibidos por nadie, y que hay siempre una cota inferior para el tamaño visible.


Nos encontramos aquí con un argumento interesante. Aunque es obvio que la limitación de la resolución se conocía desde los comienzos y que tanto Euclides como Ptolomeo habían propuesto explicaciones dentro del modelo de cono visual, lo que aquí nos propone Alhacén es algo más fuerte: siempre habrá un tamaño mínimo discernible, por debajo del cual existen sin duda cosas que de natural deberían ser visibles (esto es, objetos propios de la visión, como las pequeñas partes de la anatomía de los mosquitos) pero que no lo pueden ser por su tamaño. Así, la mera visibilidad, digamos, esencial de un objeto ni es suficiente ni es la causa última de la visión, y, desde luego, puede haber cosas que existan y que potencialmente podrían ser vistas por un ojo más potente que no lo son (esas cosas tan pequeñas acabarán siendo vistas siglos después cuando los instrumentos ópticos potencien o extiendan esas capacidades y esa explosión de lo visible, ya sabemos, abrirá un abismo de lo pequeño que inquietará a Pascal tanto o más que el de los espacios infinitos). Una teoría de la visión no se debe ocupar solo, pues, de garantizar un contacto entre el órgano visual y lo que necesariamente ha de ser visto, pues está en su naturaleza. La necesidad de ese carácter visual no implica su suficiencia: es preciso que se cumplan un número de circunstancias concomitantes, que pueden ser contingentes sin duda, pero que imponen limitaciones al proceso de la visión que no pueden soslayarse en el discurso. Por primera vez se contextualiza el problema de la limitación de la resolución y se indica que el esquema matemático sobre el que reposa la Óptica clásica no puede ser completo, y que debe pivotar más bien sobre un análisis físico del proceso, análisis que luego se completará también con análisis fisiológicos y psicológicos. A un objeto pequeñísimo, en principio, siempre podría llegar una línea imaginaria de anchura nula que uniera los inconcebibles puntos de esa cosa diminuta con nuestro ojo, venga esa línea imaginaria del objeto o del ojo: eso, que las anteriores proposiciones de Alhacén han mostrado necesario no es, sin embargo suficiente. Para la visibilidad influirán otras cuestiones, como la potencia del ojo y, esto es muy importante, la luminosidad, que siempre sería relativa, como Alhacén nos muestra un poco más adelante.


Antes, en nuestro análisis de lo visible en términos prácticos, hallamos que los objetos deben ser, para poder ser visto, opacos ellos mismos, ya que si son extremadamente transparentes, como un aire rarificado, la vista no encuentra su objeto en ellos, sino en lo que viene tras ellos. Los cuerpos dotados de cierta opacidad, además, van a presentar cierto color (en tanto que cualidad visible, propiedad directamente accesible por la vista), cosa que puede no darse en los medios completamente transparentes, que, por ello, permanecen invisibles.


En el siguiente párrafo, Alhacén abunda en la limitación de resolución, en este caso dando cuenta de la posibilidad de que un objeto lejano deje de ser visto, pierda su visibilidad en función de la distancia de observación (no del tamaño, como hemos visto antes). Ahora bien, esa limitación viene mediada por la potencia de la luz del objeto, siendo así posible observar una débil llama desde muy lejos si nos rodea una obscuridad absoluta, pero ninguno de los objetos intermedios, por voluminosos que sean. De igual modo, las velas blancas de las embarcaciones (que son más brillantes) se ven desde más lejos que el cuerpo del barco en sí. Hablando en términos modernos, la resolución está en función de un tamaño angular (puesto que el tamaño del objeto debe ponerse en relación con la distancia de observación) y también de la luminancia, de la luminosidad del objeto observado (y las condiciones ambiente de iluminación, añadiríamos). Interesante esta puntualización sobre la intensidad luminosa y su incidencia en la posibilidad de percepción de los objetos. Ya Alhacén está apuntando hacia la luz como el agente principal de la visión, pero lo está haciendo con la simple afirmación de hechos evidentes y cotidianos (y con un continuo recurso a la experiencia), para no imponer esa opción a priori.


Resume entonces Alhacén:


Se sigue de lo que hemos ido afirmando y se induce de los hechos que hemos reunido que, en lo que se refiere a las distancias a las que un objeto puede ser percibido o se vuelve invisible, estas dependen de condiciones y propiedades del objeto en sí mismo, y también de la fuerza o debilidad de la vista con la que son percibidos
 (Sabra, 
1989Sabra, A. I. (ed.) (1989). The Optics of Ibn al-Haytham [Alhacén]. Books I-III: on direct vision. London: The Warburg Institute.).

Es decir: no solo del ojo, sino también del objeto. No solo extramisionismo, no solo concurso más o menos pasivo del medio circundante: al menos cierto protagonismo del objeto, que va abriendo el camino hacia el intromisionismo. Alhacén se siente seguro de sus conclusiones que ha obtenido, según nos dice expresamente por inducción y experimento, y resume entonces todas las condiciones obligatorias para la visión.


Concluye entonces Alhacén con una extensión de sus consideraciones sobre la capacidad de discernimiento como función de la distancia que incorpora el movimiento del objeto: cuando lo alejamos los detalles se pierden progresivamente según disminuye su tamaño aparente, hasta que el propio objeto se hace del todo invisible, y el proceso inverso se da cuando el objeto se acerca, siempre teniendo en cuenta que si acercamos en demasía el objeto al ojo la visión se hará confusa, como ha quedado establecido desde el principio. Así pues, solo en un cierto rango de distancias, que Alhacén califica de moderadas (no muy lejanas ni muy cercanas), podremos apreciar con nitidez el objeto en todos sus detalles.


Cierra Alhacén este capítulo, tan importante, como vemos, para la historia de la Óptica, presentándonos el resto de su programa de investigación, en el que, a partir de lo establecido en su análisis, otorga el papel estrella a la luz, entidad física externa al ojo y responsable de la visión.


Es así evidente que la vista no percibe ningún objeto visible que no tenga alguna luz en él, bien propia o bien procedente de otro objeto (…). Debemos ahora investigar las propiedades de la luz y su modo de radiación, y estudiar entonces el efecto de la luz sobre la vista. A esto deberemos entonces añadir el estudio del ojo, para, por medio de un razonamiento cuidadoso, proceder en nuestro camino hacia la conclusión (Sabra, 
1989Sabra, A. I. (ed.) (1989). The Optics of Ibn al-Haytham [Alhacén]. Books I-III: on direct vision. London: The Warburg Institute.).


 

LUZ QUE HIERE LOS OJOS: EL GIRO ALHACENIANO EN LAS TEORÍAS DE LA VISIÓN Top

En el capítulo 3 del libro I de su Óptica Alhacén lleva a cabo lo que podríamos considerar el estudio más detallado y de mayor alcance sobre la luz como fenómeno físico hasta sus días. El estilo es, de nuevo, moderno, procediéndose solo a través de consideraciones de hechos evidentes y dirigiendo la investigación a la determinación de las propiedades objetivas de la luz, antes de abordar la cuestión de la interacción entre la luz y la visión.


En primer lugar se afirma que la luz que procede de los cuerpos que son luminosos en sí mismos radia en toda dirección, hacia cualquier cuerpo que se oponga a la fuente luminosa. Esa radiación tiene lugar según líneas rectas (que ya son líneas de luz o rayos de algo físico, dotando así de un posible cuerpo a las líneas imaginarias de la Perspectiva: una alternativa a los rayos visuales), siempre que se garantice que su medio de propagación es único (de una única transparencia, es decir, que no haya refracción). Esto se puede probar con experimentos sencillos, empleando, por ejemplo, orificios por los que fluye la luz hacia el interior de una habitación obscura. Si hay polvo o partículas flotando en el aire veremos la luz como formando un rayo rectilíneo que se dirige hacia la pared opuesta al orificio; si el aire está extremadamente claro solo apreciaremos una mancha de luz en esa pared, sin ser visible el camino de la luz. Pero si movemos una pantalla a lo largo del camino de la luz, iremos apreciando como el rayo de luz es interceptado por esa pantalla, revelándose así el carácter rectilíneo de esa marcha. Otros experimentos de esta índole (algunos involucrando la observación directa mediante el ojo; también, la mera formación de sombras) se proponen, de modo que la propagación rectilínea de la luz queda suficientemente probada.


Dice entonces Alhacén que la luz radia de toda parte de un cuerpo luminoso y la luz que radia del conjunto del cuerpo luminoso es más fuerte que la que proviene de una parte de él y nos pone el ejemplo del Sol en el amanecer o durante los eclipses. Cada punto de un cuerpo luminoso como el Sol, es una fuente de radiación: la luz no procede del centro de esa fuente, sino de cada parte del cuerpo (por separado, diríamos). Si se produce un eclipse y hay una interposición de un objeto opaco en el trayecto de los rayos solares, son solo aquellos rayos que en su marcha rectilínea se encuentran con el obstáculo los que se ven afectados, siendo posible la observación de ciertas partes del Sol cuyos rayos pueden alcanzar el ojo del observador.


Nos encontramos aquí con una afirmación rotunda de la posibilidad de análisis puntiforme aplicada a las fuentes de luz que antes anticipábamos. Es cada punto de esa fuente el que debe considerarse a su vez como fuente de infinitos rayos rectilíneos, no es preciso referirse al objeto como un todo. Desde el momento en que es posible la observación de un trozo de Sol en un eclipse, deberemos admitir que no es preciso mantener la integridad de su forma en la propagación de los rayos que proceden de él. Así, salvamos el gran obstáculo del intromisionismo atomista y nos encaminamos a la solución definitiva del problema de la visión. Alhacén nos ha hablado antes de la doble multiplicidad de líneas imaginarias entre objeto y ojo; ahora nos muestra cómo una fuente luminosa produce de manera natural una infinidad de líneas reales, físicas, trayectorias de luz. Ya solo restará probar que tales rayos afectan al ojo y quedará garantizada la plausibilidad del esquema intromisionista renovado de Alhacén.


Alhacén nos proporciona más ejemplos y demostraciones del concepto de análisis puntiforme, con otras fuentes de luz como la Luna o el fuego. Una vez concluido con seguridad que de cada parte de un cuerpo luminoso, la luz radia en toda línea recta que se extiende desde esa parte, Alhacén da el paso crucial. Esto que ha revelado la experimentación para las partes más o menos grandes de las fuentes, debe extenderse a las partes más pequeñas, sin que haya un límite natural a la divisibilidad del cuerpo, ya que la propiedad hallada es consubstancial a la esencia de los cuerpos luminosos y por tanto debe existir en toda parte de ellos, por pequeña que fuera (de hecho, lo que se propone es un modelo continuo de substancia, por lo que no se está pensando en un término de la divisibilidad, en un átomo, sino en un inalcanzable punto matemático). He aquí el análisis puntiforme: desde un cuerpo luminoso hasta un punto dado existirán tantas trayectorias de luz como líneas se puedan trazar de cada punto de la fuente a ese punto receptor. 


Una vez investigada esta importante propiedad de los cuerpos luminosos por sí mismos (de las luces primarias en la terminología de Alhacén), se estudia el comportamiento de las luces accidentales, producidas por la acción de esas fuentes primarias sobre los objetos opacos. De nuevo se proponen diversos experimentos (por ejemplo, involucrando una cámara dentro de una cámara), cuyo análisis es muy interesante, aunque no podemos incluirlo aquí con detalle. La conclusión es que también esas luces accidentales progresan según trayectorias rectilíneas desde cada punto del objeto iluminado (fuente secundaria de radiación en este caso). Para esa luz accidental, es decir, para todo objeto que iluminemos y no sea completamente transparente, se sigue, en virtud del principio del análisis puntiforme, lo mismo que para la luz esencial: cada punto del objeto emitirá luz según trayectorias rectilíneas en todas direcciones.


La propiedad básica de rectilinearidad se mantiene también para la luz reflejada (entendiendo por tal la que procede de una fuente primaria y ha sufrido lo que denominaríamos reflexión especular), que se propagará según ciertas direcciones, aquellas para las que se cumple la ley de la reflexión. Y en lo que hoy denominamos refracción se mantiene la rectilinearidad de las trayectorias, aunque habrá un cambio de dirección. Alhacén no menciona aquí el término refracción pero sí nos indica claramente de qué se trata: un cambio entre medios de distinta transparencia. Y siguen nuevos experimentos que sustentan todas esas conclusiones.


Caracterizada de este modo la luz, Alhacén se ocupa entonces del color, siempre entendiendo por tal la propiedad de los objetos visibles que los convierte precisamente en visibles. Ese color (o sus formas correspondientes a cada objeto, siempre asumiendo que debemos llevar el alcance de la palabra objeto a cada punto de cada cosa) acompaña a la luz secundaria cuando se ilumina el cuerpo. Lo mismo puede decirse de las luces primarias.


No nos dejemos despistar por el lenguaje de las formas. Lo que se nos propone aquí es una relación entre la visibilidad (o lo visible) de los objetos y la luz que radian. No es una identificación sensu strictu, pero sí una declaración de la mutua influencia de color (en tanto propiedad del objeto) y luz (que puede ser propiedad del objeto, cuando es luminoso, en cuyo caso viene a ser equivalente a su color, es decir, a lo que lo hace visible). Lo que veamos del objeto vendrá inscrito en la luz que nos llegue de él. La familiaridad de las formas de luz y color queda justificada por una serie de experimentos propuestos, en los que se ve cómo es posible que la luz se coloree (al atravesar una tela, por ejemplo) o como los diferentes niveles de iluminación afectan al color de un objeto (más obscuro cuando hay menos luz). Dado que el color es la información visual del objeto, aquello que conocerá nuestro sentido, lo que se nos propone aquí es el reconocimiento de la luz radiada por los objetos como el soporte de esa información visual.


Estamos pues hablando de una inseparabilidad luz-color, que, sin mucha dificultad, acabaremos convirtiendo en una declaración formal de la luz como el agente de la sensación visual (por sí misma y en tanto que vehículo del color). Existen las formas del color, y tienen su origen en los objetos (en cada punto de los objetos), pero penetran en la vista a caballo de la luz. No es que se nos diga, por el momento, que es esa múltiple emanación luz-color la que nos permitirá ver, pero sí se nos ha probado su existencia y se nos han mostrado sus propiedades. Los rayos visuales de las teorías extramisivas acabarán por ser simplemente inútiles en presencia de esta entidad tan claramente definida y caracterizada.


Pero nos queda el último paso: mostrar que la luz afecta al ojo. A ese fin está consagrado el capítulo 4. No lo pasemos por alto: hemos ya comentado como la luz no se consideraba hasta ese momento en las teorías ópticas nunca en términos de agente visual, sino más bien como un factor, necesario pero lateral, en el proceso de la visión. Alhacén va a desmontar el extramisionismo no negándolo o indicando sus fallas y defectos, sino más bien apelando a su absoluta falta de necesidad, al mostrarnos cómo basta con la luz y sus propiedades para justificar la existencia de la vista y los resultados de la Perspectiva sin que haya que recurrir a los rayos visuales. Como también va a poder probar que su nueva forma de intromisionismo, en la que el agente físico decisivo es la luz, es viable y mejor que todo esquema extramisivo tradicional: él dispone de un modelo físico claramente contrastado de ese agente sensorial, mientras que los rayos visuales no pasarían de ser meras construcciones, sin entidad física y, por tanto, del todo prescindibles. 


La clave de la demostración de la acción de la luz sobre el ojo es el dolor, el daño que la luz produce, cuando es muy intensa, a quien la mira. A veces hay un puro deslumbramiento, a veces se produce el fenómeno de la persistencia de la imagen retiniana. Cuando, por ejemplo, miramos un espejo en el que se refleja el Sol, debemos apartar la mirada porque sentimos dolor debido a la potencia de la luz reflejada. También ocurre que, tras estar expuestos a un nivel de iluminación alto (por ejemplo, al mirar un cuerpo blanco irradiado por la luz solar), nos cuesta apreciar los detalles de cuerpos más obscuros. Incluso nos puede aparecer la apariencia del objeto luminoso observado cuando dirigimos nuestra vista a la obscuridad (persistencia retiniana). Esto que ocurre con la luz también sucede con el color: tras mirar una superficie de color intenso, de algún modo nuestra vista queda afectada y vemos con ese color el resto de los objetos. Parece claro, pues, que la vista se ve afectada por la luz, que una luz más o menos intensa puede alterar nuestras percepciones.


Otro hecho importante es que la presencia de luces muy fuertes nos impide apreciar otras luces más débiles: los objetos más luminosos nos ocultan la presencia de otros objetos de menor brillo. La visibilidad, pues, de los objetos, está asociada a la intensidad de la luz, y eso afecta directamente a nuestra percepción. En resumen,


Dado que las luces más intensas al incidir sobre objetos visibles causan la desaparición de detalles en ciertos objetos o la aparición de detalles en otros, y dado que las luces más débiles de los objetos visibles pueden también causar la aparición de ciertos detalles y la desaparición de otros, y dado que los colores de los cuerpos cambian en función de la luz con la que son iluminadas, y además la presencia de luces intensas impiden la percepción por la vista de ciertos objetos, y que, en adición a esto, la vista no percibe los objetos que no son brillantes – por todo esto, la forma en la que la vista percibe un objeto debe estar en acuerdo con la luz emitida por tal objeto, y en acuerdo con el resto de las luces visibles para el ojo en el momento de la percepción y en el medio intermedio entre el ojo y el objeto visible
 (Sabra, 
1989Sabra, A. I. (ed.) (1989). The Optics of Ibn al-Haytham [Alhacén]. Books I-III: on direct vision. London: The Warburg Institute.).

Solo por la luz es posible la visión y será el estudio de la luz el que nos explique lo que vemos y cómo vemos. Habremos de perseguir a la luz por el ojo para entender de qué modo es posible adquirir la información visual de los objetos que la luz transporta. 


 

LUZ QUE SE ROMPE. EL PAPEL DE LA REFRACCIÓN EN LA SELECCIÓN DE LAS TRAYECTORIAS Top

En los cruciales capítulos iniciales de su Óptica, Alhacén nos ha mostrado la plausibilidad de un esquema intromisivo, en el que la luz que procede, según trayectorias rectilíneas, de cada punto del objeto e incide en el ojo pueda ser el agente de la sensación visual. Pero nos restan aún algo importante. Para que ese esquema sea válido debemos aún explicar cómo es posible componer esa información transportada por la luz de modo que obtengamos una percepción nítida. Abolida la integridad de los simulacros del atomismo y establecida la multiplicidad de trayectorias objeto-ojo, debemos encontrar un argumento que nos permita reestablecer de algún modo la correspondencia entre la disposición de puntos en el objeto original y la forma percibida por el intelecto mediante la acción del ojo. Aquí la anatomía de este órgano va a jugar un papel decisivo y Alhacén nos la va a describir, apuntándonos ya qué características de esa anatomía van a ser las que le permitan justificar esa visión nítida que precisamos, en el capítulo 5 del primer libro del Kitab al-Manazir, proponiendo un (bastante arbitrario y muy poco experimental) modelo geométrico que resulta congruente con su esquema general de la visión y que le permita reunir dentro de ese esquema las facetas física, matemática y anatómica de la Óptica.


En principio, Alhacén basa su descripción en autores árabes anteriores y en la tradición galénica. Los nervios ópticos parten de la región anterior del cerebro y se reúnen en el quiasma óptico, en un solo nervio hueco, para volver a dividirse y extenderse a las órbitas oculares. Los ojos constan de cuatro túnicas y tres humores. La primera túnica es la consolidativa, en la que se encuentra la úvea, que la consolidativa rodea enteramente, salvo por la parte delantera. La pupila es una abertura en la úvea, y se encuentra en la parte frontal del ojo, justamente enfrente del nervio óptico. En esa parte frontal el ojo está cubierto por la córnea, que es dura, transparente e incolora. La cuarta túnica propuesta por Alhacén es la aracnea, que recibe su nombre de su semejanza con una tela de araña y rodea al humor glacial, que se encuentra dentro de la úvea, consta de dos partes, la anterior, humor cristalino, densa y no muy transparente y la posterior o interior, el humor vítreo. La superficie anterior del cristalino es más bien plana y lo que convierte a la forma de este en lenticular. En combinación con el vítreo (es decir, el humor glacial al completo) forman una esfera rodeada por la membrana aracnoide. El tercer humor del ojo es el albuginoso o acuoso, que se asemeja a la clara del huevo y llena el hueco de la úvea frente al humor glacial y el espacio entre la úvea y la córnea.


Esta descripción es, como decimos, bastante tradicional, y, en ese sentido, no totalmente ajustada a la realidad tal como hoy la conocemos. Más interesante nos resulta la decidida introducción de argumentos geométricos que van a jugar un papel, como veremos, decisivo en el modelo de visión propuesto por Alhacén. Para este, todos los elementos del ojo tienen forma esférica, estando sus centros alineados en una única recta (que así sería un eje del ojo), que pasa además por el centro de la pupila. La córnea y la superficie anterior del cristalino son concéntricas (no así la posterior, pues ya hemos visto que el cristalino tiene una forma lenticular). Ese centro común es a su vez el centro del ojo, por lo que se mantiene durante el movimiento de rotación ocular. Por supuesto, como podemos imaginarnos, este esquema se aleja de la realidad en varios puntos. Podríamos considerarlo una idealización, un modelo que cumplirá su propósito al garantizar la viabilidad del esquema intromisivo propuesto por Alhacén. No es un producto de detalladas observaciones anatómicas o de ningún tipo de experimentación, sino más bien una construcción que se sigue necesariamente de los presupuestos sobre la visión que se formulan en el capítulo siguiente del Kitab.


La clave de ese modelo intromisivo es la introducción de un mecanismo de selectividad de la doble infinitud de líneas de comunicación entre objeto y ojo (una de cada punto del objeto a cada punto del ojo) que permita eliminar la profusión inmanejable de información recibida y restaure la necesaria correspondencia entre el objeto y lo que de él acaba siendo percibido. No es, pues, el problema ya mostrar que son los rayos de luz (que llevan sobre ellos las formas del color) los que van a hacernos ver, sino decidir, dentro de esa maraña cuáles son los que llevan la información significativa para permitir una cierta restauración del simulacro en el final del proceso visual. La clave es aquí la introducción, por primera vez (de un modo incompleto e incluso inconsistente) de la refracción de la luz como responsable de esa selectividad. No nos encontramos aún ante la afirmación del estatus del ojo como instrumento óptico formador de imagen. Ese paso final requerirá la asignación del papel sensible a la retina, contrariamente a lo sostenido por Alhacén y el resto de los autores, que lo atribuyen al cristalino, la aceptación del carácter invertido de la imagen retiniana y el conocimiento de (al menos) las fórmulas de la Óptica paraxial que permiten justificar la formación de esa imagen a partir de las propiedades refractivas de los medios oculares. Eso no ocurre hasta el siglo XVI de la mano de Kepler entre otros autores.


Volvamos a Alhacén. Las formas del color, a caballo de los rayos de luz han accedido, tras su viaje por los medios transparentes anteriores a nuestro ojo, a este. Llegados allí pueden proseguir su camino, pues las diversas túnicas y humores son transparentes. Todas esas formas alcanzarían, pues, la zona sensible, que es el cristalino. En cada punto de él tendríamos una infinidad de rayos, con la consiguiente confusión. ¿Cómo, de ese desorden, ser capaces de extraer una información adecuada? ¿En virtud de qué principio o qué fenómeno podemos ordenar o jerarquizar esas formas de modo que la visión sea nítida y nuestra percepción sea congruente con las características del objeto? La meta es llegar a garantizar una correspondencia uno-a-uno con los puntos del objeto. La opción de Alhacén es descartar el valor sensorial de todos los rayos salvo uno, el que pasa perpendicularmente por todas las superficies que separan los diversos medios (como son concéntricos, sus normales coinciden). Esa es una trayectoria esencialmente diferente, porque solo hay un modo de ser perpendicular e infinitos modos de ser oblicuo. Si de cada punto del objeto, a los efectos de producir sensación solo llega un rayo, recuperamos el esquema clásico de la Óptica matemática con solo una especie de cambio de sentido del rayo visual.


Pero no podemos hacer de modo arbitrario esa poda. ¿Por qué solo el rayo perpendicular? Alhacén entonces recurre, como hemos dicho, a la refracción. Analiza este proceso y concluye que todo rayo refractado sufre desviación salvo el que incide normalmente. Asocia a esa no desviación una mayor potencia, una mayor capacidad de penetración, ofreciendo para ello algunas analogías mecánicas. Y colige de ahí que los rayos dispersados no dispondrán del poder suficiente para provocar la sensación y que será solo el rayo principal el que será válido desde ese punto de vista. Así, de cada punto del objeto a cada punto del cristalino solo habrá una trayectoria que pueda llegar habiendo atravesado perpendicularmente todas esas superficies, y se podrá recomponer (derecha, además) una réplica del objeto en el cristalino, salvándose pues el esquema perspectivo y recuperando el cono visual, ahora formado por rayos de luz que entran en el ojo.


¿Y qué ocurre entonces? Alhacén ha sido consciente desde el comienzo que el proceso visual solo se completa, por así decir, en la mente, y que el papel del ojo es poner a disposición de la virtus sensitiva las formas del color de los objetos exteriores. Falta pues el último paso, el transporte de esas formas al nervio óptico y de ahí al cerebro. Sin embargo, aquí Alhacén detiene la marcha de su esquema intromisivo e impone un nuevo modelo de propagación de las formas, ya de algún modo transformadas por haber sido percibidas en el cristalino, que, desde él y a través del vítreo, se dirigen rectilínea y ordenadamente hacia el nervio, que está, recordémoslo (en contra de la evidencia anatómica) en el eje óptico del ojo. Así, no hay inversión de la imagen, no hay un papel sensorial de la retina y hay una conversión de la luz en otro tipo de vehículo o agente responsable de la última etapa del proceso. Una cierta traición, por tanto, de Alhacén a sus planteamientos, una cierta incompletitud en su esquema, como vemos. 


A la instancia, digamos, psicológica que resulta subsiguiente a esa traslación fisiológica consagra Alhacén el resto de sus discusiones. En ellas, por ejemplo, aborda la visión binocular, caracteriza los diversos aspectos de la visualidad sobre los que entiende la mente, introduce en el discurso óptico muchas cuestiones que resultan de absoluta novedad en su tiempo e influye así también en autores futuros que aborden el problema de la Gnoseología. Pero eso ya queda fuera del alcance de nuestro trabajo, pues poco tiene ya que ver con la luz en tanto que agente visual.


 

EL FIN DE LA OBSCURIDAD. A MODO DE CONCLUSIÓN. LA INFLUENCIA POSTERIOR DE ALHACÉN Top

Alhacén considera que el estudio de la luz y sus modos de propagación es un ejemplo claro de la necesidad de unir las matemáticas y la física para la correcta comprensión de los fenómenos. En sus investigaciones sobre los fenómenos de la reflexión y la refracción vistos objetivamente (a partir de experimentos en la línea marcada por Ptolomeo) ese es su modo de proceder:


Tratar de la esencia de la luz corresponde a las ciencias físicas, pero tratar del modo en que se propaga necesita del recurso a las ciencias matemáticas, en razón de las líneas según las cuales las luces se propagan. Del mismo modo, el estudio de la esencia del rayo forma parte de las ciencias físicas, mientras que el de su forma y su figura corresponde a las ciencias matemáticas. De la misma manera, para los cuerpos transparentes en los que la luz penetra, tratar de la esencia de su transparencia corresponde a las ciencias físicas, mientras que el estudio del modo en el que la luz se propaga en ellos forma parte de las ciencias matemáticas. Así, el estudio de la luz, el rayo y la transparencia debe necesariamente componerse de partes físicas y partes matemáticas (Sabra, 
1989Sabra, A. I. (ed.) (1989). The Optics of Ibn al-Haytham [Alhacén]. Books I-III: on direct vision. London: The Warburg Institute.).


Esta es una declaración bien rotunda y además nos resulta muy significativa por el modo tan nítido en que nos indica los elementos de una Óptica en tanto que ciencia de la luz: luz, rayos y medios. Y tiene aún un mayor alcance en lo que se refiere al establecimiento de una metodología científica en la que el recurso a la matemática y a la observación está apuntando en la dirección de la ciencia moderna.


Esos planteamientos se llevan a la práctica en su obra. En los libros IV a VI de la Óptica, Alhacén ofrece el tratamiento más exhaustivo de Catóptrica hasta sus días y en el libro VII, un tratado de Dióptrica, en el que se estudia la refracción, que es también el más avanzado desde Ptolomeo. La clara apuesta por la existencia de una luz-entidad física, objetivable, que obedece a leyes cuantitativas y que se debe investigar experimentalmente rinde sus frutos y no será posible ya encontrar un mejor marco de referencia para el estudio de los fenómenos ópticos. Se han sentado las bases de lo que podría ser una Fotometría, al considerar la importancia de la intensidad de las formas luminosas, aunque no se nos ha propuesto un modelo físico para la naturaleza de esa luz, más allá de ciertas analogías mecánicas. Esa cuestión quedará para desarrollos ulteriores, desde el siglo XVII en adelante. Y también queda Alhacén a las puertas de una ley cuantitativa que dé cuenta del comportamiento del rayo refractado, a pesar de sus observaciones experimentales y su esfuerzo por ajustarlas a leyes matemáticas. De haber contado con esa ley hubiera podido desarrollar una verdadera teoría de formación de imágenes por refracción, que aborda limitadamente en el libro VII, y que hubiera completado su esquema intromisivo. Pero en su trato con la refracción, a pesar de contar con el antecedente ptolemaico y conocer los trabajos sobre esferas ustorias de Ibn Sahl no muestra demasiada soltura, como se comprueba en su teoría sobre el arco iris, que se reafirma en los planteamientos clásicos, sin extraer de ese conocimiento de la esfera refractora ni teorías completas sobre el arco iris, como sí hará al-Farisi ni un buen tratamiento del ojo como sistema refractor. 


Cuando Alhacén llega en el siglo XIII a Occidente ofrece a los estudiosos, pues, un esquema tan completo como era posible, y como tal es saludado, condicionando así de un modo poderosísimo el desarrollo ulterior de la Perspectiva medieval, que encuentra en nombres como Grossetesta (que lo conoció, como mucho, de forma limitada), Roger Bacon o Witelo sus mejores continuadores. Durante muchos siglos la obra de Alhacén o las de esos autores, claramente tributarios del basorí, marcó, por así decir, el estándar de los conocimientos en Óptica.


La completitud de su trabajo, lo innovador de sus planteamientos, el rigor de su exposición, el afán de combinar la Matemática y la Física, el recurso constante a la experimentación… son algunos de los argumentos que nos permiten señalar a Alhacén como uno de los autores que más decisivamente han contribuido a la mera existencia de la Óptica como disciplina científica y al avance de la ciencia en general. La accesibilidad, aunque limitada, a su obra hace aconsejable, no obstante, considerar este trabajo meramente como una invitación a sumergirse en el legado de Alhacén y en el estudio de un periodo tan fundamental en la construcción de nuestra moderna visión del mundo.

 

BIBLIOGRAFÍATop

Lejeune, A. (ed.) (1956). L'optique de Claude Ptolémée dans la version latine d'après l'arabe de l'émir Eugène de Sicile. Édition critique et exégétique. Louvain: Publications Universitaires de Louvain.
Lindberg, D. C. (1976). Theories of vision from Al-Kindi to Kepler. Chicago: University of Chicago Press.
Rashed, R. (1997). Histoire des sciences arabes. Tome 2: Mathematiques et Physique. Paris: Éditions du Seuil.
Sabra, A. I. (1994). Optics, Astronomy and Logic. Aldershot.
Sabra, A. I. (ed.) (1989). The Optics of Ibn al-Haytham [Alhacén]. Books I-III: on direct vision. London: The Warburg Institute.
Simon, G. (1988). Le regard, l’être et l’apparence dans l’Optique de l’Antiquité. Paris: Éditions du Seuil.
Smith, A. M. (1999). Ptolemy and the foundations of ancient mathematical optics: a source-based guided study. Philadelphia: American Philosophical Society.