APORTACIÓN AL ESTUDIO DE EL GRECO POR INVESTIGADORES VINCULADOS AL CSIC /
CONTRIBUTION TO THE STUDY OF EL GRECO BY RESEARCHERS LINKED TO THE CSIC

EPÍLOGO: EL GRECO, TOLEDO Y EL TIEMPO RECOBRADO DE MAURICE BARRÈS
(APUNTES EN UN CENTENARIO)*

Juan José Junquera

Universidad Complutense de Madrid

 

* Estas palabras se escribieron en 2014, el año del centenario de El Greco.

 

AFTERWORD: EL GRECO, TOLEDO AND MAURICE BARRÈS’S EL TIEMPO RECOBRADO

Recibido: 22-12-2014; Aceptado: 09-03-2015.

Cómo citar este artículo/Citation: Junquera, J.J. (2015). "Epílogo: El Greco, Toledo y El tiempo recobrado de Maurice Barrès". Arbor, 191 (776): a283. doi: http://dx.doi.org/10.3989/arbor.2015.776n6010

Copyright: © 2015 CSIC. Este es un artículo de acceso abierto distribuido bajo los términos de la licencia Creative Commons Attribution-Non Commercial (by-nc) Spain 3.0.

 

Si hoy preguntáramos quién es Mauricio Barrès a un pasante, nos diría probablemente que el nombre de una calle del Madrid moderno. Pero como estamos en año de conmemoraciones centenarias a las que tan aficionados somos los españoles, podríamos echar un vistazo a la obra de un escritor muy influyente en su época y hoy parece que poco recordado. No solo conmemoramos la muerte del griego sino también el comienzo de la gran guerra lo que, para un lorenés humillado por la derrota de Francia ante Prusia, significó un momento de efervescencia ideológica y literaria. Cien años transcurridos, tiempo, el tiempo… Pero ¿qué es el tiempo? Un problema que siempre había interesado a la filosofía y que en aquellos años ocupaba a Henry Bergson, a Einstein… y a Marcel Proust.

Para Bergson, elucubrador de la durée, de la duración, el tiempo, frente a lo que dice la física, es en lo psíquico duración, ya que es un tiempo concreto y no espacializado como lo era para los físicos. Para Proust, en frase sintética de Antoine Compagnon, “el tiempo pasa por nuestras vidas, como nos transforma y como podemos a pesar de todo retenerlo”.

Maurice Barrés formó parte de la élite intelectual francesa de la llamada belle époque, aquella que no solo brillaba en lo estrictamente literario sino que además participaba de la vida mundana alternando en los salones en los que las señoras del gratin reunían –como diría un cronista de sociedad– a lo más florido de París. Fue amigo de los escritores de varias generaciones, desde la declinante del tan olvidado Anatole France, la de André Gide, a la de un joven François Mauriac, siendo la suya la de Marcel Proust; es decir, los años en que la cultura francesa seguía siendo, quizás, la más importante de Europa a pesar de la pujanza de la centroeuropea, de una kakania que sería vencida en la guerra.

En los salones conversó con la Condesa Grefulhe, Robert de Montesquieu, Boni de Castellane, Anna de Noailles, a quien le uniría una larga y más que estrecha amistad, y con tantos otros que nosotros hemos conocido transmutados en Duquesa de Guermantes o Barón de Charlús. Y en los estudios de artistas, con músicos -Reynaldo Haan-, escultores y pintores, entre los cuales citaremos a algunos: Manet, Monet, la familia Madrazo-Ochoa, Zuloaga, Sert y muy especialmente al que habría de ser muy amigo, Jacques Émile Blanche, a quien una exposición en París en 2013 está sacando de un olvido al cual invariablemente arrastra la muerte de sus modelos y su mundo a aquellos que los cronificaron, penitencia que han de pagar por haber sido retratistas mundanos, no por pintores.

Gracias a Blanche tenemos imágenes de Barrés desde su juventud, cuando se conocieron en casa de los Bonnières, hasta su última efigie en el retrato colectivo de “La panne” (1905, Lyon, Musée des Beaux Arts): “…a primera vista tenía un aspecto refrigerante, el porte de un dictador moderno, este Abencerraje de Lorena. Muchas mujeres pensaban en Bonaparte tal como le pinté a los veinticinco años, el pelo pobre y aplastado, la piel olivácea, delgado con chaqueta gris, (con) un clavel en el ojal, los brazos cruzados sobre el pecho” (óleo, Bibliothèque Nationale de France, Paris; J. E. Blanche, Mes Modèles, París, 1984, p. 11).

Nuestro Barrés añade: “con su pinta a lo Greco, ya volvía los ojos hacia las cimas a las cuales íbamos después a contemplarlo, pero no menos que Proust, no acusaba la palabra cínica que le asomaba a la boca, los juicios que ridiculizan a un hombre” (p. 29).

Más adelante Blanche añadirá: “Decía lo que había sido para él la conversación de un Jules Tellier, con el cual hablaba de Séneca, «el gran calumniado», cuyas relaciones con las cosas y los hombres estaban dirigidas por el sentimiento intenso de que hay que morir y que vivimos en medio de cosas que deben perecer” (p. 36).

“Hábleme del Greco, Jacques Emile, ”El Entierro del Conde de Orgaz” es a pesar de todo más estimulante que el Ornans de vuestro Courbet”.

Barrès se parece a un Greco, es más aceitunado, más febril, comienzo su segundo retrato. El joven de la chaqueta gris, con el clavel, tiene cuarenta años. Jamás tendrá la cinta roja de la Légion d´honneur” (p. 56).

Ya tenemos aquí a nuestro personaje unido al Greco por algo que el tiempo ha venido a confirmar, ya que probablemente la obra hoy más recordada sea su Greco ou le secret de Tolede (Paris, Plon, 1923), por encima de aquellas que agrupó en conjuntos tal que El culto del yo, que incluía El Jardín de Berenice -con Los bastiones del Este–, que incluía Colette Baudoche o, por ejemplo, La novela de la energía nacional, muestras todas de su vertiente política. Barrés, a quien la madre de Blanche llamaba el anarquista de los escarpines verdes, empezó muy pronto en la política; joven diputado por la Lorena en el partido del General Boulanger –quien se postuló como redentor nacional de Francia tras la Guerra franco-prusiana para no ser más que un fiasco- tuvo una actuación político-literaria semejante a la que tendrían, años más tarde, algunos políticos e intelectuales españoles. Activo polemista en el affaire Dreyfus, impulsor de un peculiar nacionalismo en obras como su Colette Baudoche y especialmente en La colina inspirada, libro condenado por la jerarquía eclesiástica, pretendía reconciliar la legalidad republicana y el laicismo con la Francia tradicional, con la Francia eterna. Aunque Charles Maurras pretendió atraerlo, no comulgaba con las ideas de la Action Française a pesar de fundamentarlas en la tierra y los hombres. Un cierto regeneracionismo que no deja de tener puntos de contacto con algunos intelectuales españoles de la órbita de la Institución Libre de Enseñanza, tal que Cossío, Beruete, Giner u otros como Unamuno, García Morente o Valdecasas. Sería interesante comparar textos del profesor de ética y metafísica –el discurso de inauguración del curso académico 1942-43 -”Ideas para una Filosofía de la Historia de España”-, por ejemplo, con su definición del caballero cristiano, en la que se encuentran reminiscencias de lo que, acerca de los viejos hidalgos, escribió Barrès. Intentos de definir lo nacional, soslayando algunos caracteres tradicionales para enfatizar otros como hacían nuestros ochentayochistas, Cossío entre ellos.

El libro de Manuel B. Cossío El Greco, publicado en 1908, supuso un aldabonazo que despertó el dormido interés por El Greco, pintor en gran medida olvidado a pesar de los románticos, cuando se consideró como alguien que representaba la originalidad, la libertad, la rebeldía frente a los corsés académicos aunque, en palabras de Cossío, “el clasicismo era impotente para entender al Greco. El romanticismo comenzó su rehabilitación; pero solo el actual neorromanticismo, que llamamos modernismo, ha podido acabarla”. Por esa senda anduvieron artistas como Martín Rico, Rusiñol, Sert y Zuloaga, pintores con largas estancias en París quienes, a diferencia de Federico de Madrazo, apreciaron al cretense y algunos decidieron, como diríamos hoy, homenajearlo con algo más que copias; o Beruete, autor de la primera monografía científica sobre el pintor. Precisamente conocemos lo que Barrès pensaba de Sert, como recuerda Blanche: “con Sert, siempre “algo sucede”, se decía. Te arrastraba a cualquier placer, a espectáculos imprevistos. Barrès quería conocer a este alumno de los jesuitas de Cataluña, este teólogo coleccionista de libros raros” (p. 58).

Todo ello en unos años en los que los intelectuales españoles empezaban a desentrañar y definir lo que España era, en qué consistía ser español, qué era nuestro arte, si lo había o no, y cómo podría ser una escuela española de pintura.

El libro de Cossío consagró la nacionalización o la hispanización de El Greco, lo que precisamente discute el presente centenario.

En Francia pasaron de la consideración de los románticos a la “científica” de Paul Laffond pero siempre con la sombra de Delacroix tras ello, como la de Chateaubriand, que seguimos viendo proyectada cuando Blanche califica a Barrés de “Abencerraje de Lorena”.

El París del modernismo, del art nouveau, se interesa por El Greco. Está en los periódicos, en las librerías, en las conversaciones de las gentes que acuden a los salones, que hablan y escriben de El Greco, desde Proust a Rilke y especialmente que tratan a los pintores españoles, como Zuloaga, quien entonces poseía catorce lienzos del maestro incluyendo el Apocalipsis. Este ambiente es el que impulsa a Barrés a viajar a Toledo y a publicar su Greco ou le secret de Tolède en 1909, traducido al español en 1911.

Robert d´Humièrs criticaba el libro diciendo que el gusto de su autor por las culturas compuestas abría un método excelente de exploración psicológica: “un extranjero simpático hacia una civilización es un espejo oblicuo para escrutarla. La luz frontal ciega. El porvenir siempre nos dará más mixtos de estos interesantes o curiosos, particularmente aguzados y sutiles”.

Barrés en efecto enfatiza los componentes de nuestra cultura, sobre todo los orientales, para acabar muchas veces en un tópico folklorismo galo como un Mérimée retardatario. Nos habla de unos hidalgos que más que salir de la obra de Cervantes se escapan de los pastiches españoles de Corneille o Molière, del Gil Blas de Santillana. Unos tipos semíticos con los que se encuentra en el paseo, en torno al quiosco de la música, en esos quijotes y sanchos escapados de los lienzos, de unos hidalgos preocupados por El Tizón de la Nobleza, con una espiritualidad que bebe de Santa Teresa. “Así el genio del Greco consigue hacernos sensible la metafísica que encanta a sus modelos. A medida que envejece, parece que sus sueños de artista cambian cada vez más a meditaciones religiosas. ¿Qué noble ternura exhala su decoración de la capilla de San José: este San Martín casi incoloro, joven encantador que hace gracia de su capa a un compañero desfavorecido; ese San José, tutor de un joven príncipe, todos los dos festejados por la adolescencia y a los que coronan los ángeles con los gestos más acogedores y más corteses?” (pp. 128-129 ).

Expresa su admiración por el artista en párrafos como este: “Y la obra maestra del Greco para mi corazón, la flor de su vida sobrenatural, es precisamente el último cuadro que pintó, su Pentecostés, que se ve en el museo de Madrid”. Y con una incomprensión propia de su tiempo hacia el manierismo, añade: “A veces los greco me exigen un esfuerzo, creo distinguir movimientos que se contrarían, una falta de continuidad en el acento y en la manera de tratar. Así, sean cual sean mis razones para que me guste la parte superior de Orgaz, la encuentro diversa. Es legítima, necesaria pero mal armonizada, mal fundida. Por el contrario, esta Pentecostés, esta venida del Espíritu Santo, me da una plena unidad de impresión. Todos esos seres, Apóstoles y Santas Mujeres, que en decir verdad son retratos, se impelen con un solo y parejo movimiento, fuera de su condición natural, para unirse al Espíritu Santo que planea luminosamente. Los vemos ante nosotros cómo se espiritualizan. Un ensalmo de entusiasmo los atraviesa y los traspasa y los heroiza (pp. 134-135).

El primer capítulo del libro es el Combray de Proust y su noche la magdalena que dispara los recuerdos, que hace recuperar el tiempo ido: “Si trato de acordarme de mi primera visita a Toledo, me encuentro entremezclado el recuerdo de mi primera noche en las calles de Toledo. Había salido al azar después de mi colación, y a lo largo de los altos muros que se hunden en un cielo sin estrellas, seguía la estrecha cinta empedrada. Flanqueaba inmensos conventos y pesados palacios, enrejados blasonados, cuya mala fortuna no ha abatido el orgullo. La noche reanima a su alrededor toda su vida pasada, convertida en bella como un sueño. Un pueblo de imágenes desamparadas, flamencas, judías, católicas, sarracenas, me esperaban en el retranqueo de cada portada. Desde esta primera noche, se han arrojado sobre mí, como la miseria sobre la pobre gente, y desde hace veinte años las alimento con una sangre extranjera. No me quejo; me han servido, a cambio, en todos mis placeres…” (pp. 3-4).