RESEÑAS DE LIBROS/BOOK REVIEWS

 

RESEÑA DEL LIBRO "JOSÉ IBÁÑEZ MARTÍN Y LA CIENCIA ESPAÑOLA: EL CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS"

 

Justo Formentín Ibáñez, Alfonso V. Carrascosa y Esther Rodríguez Fraile. José Ibáñez Martín y la ciencia española: el Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Madrid, Asociación Católica de Propagandistas / CEU Ediciones, 2015. 166 pp. ISBN 978-84-16477-04-3

Este breve libro es una sucinta pero interesante exposición de los principales rasgos biográficos de José Ibáñez Martín (Valbona, Teruel, 1896 - Madrid, 1969) y de su papel protagonista en la creación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, principal organismo de investigación español desde su constitución en 1939.

Después de un breve prólogo de José Peña González, la obra se estructura en tres capítulos. En el primero se hace una semblanza de Ibáñez Martín, sobre cuya trayectoria únicamente disponíamos de una obra colectiva publicada en 1998 con motivo del centenario de su nacimiento. El segundo recuerda a las instituciones científicas anteriores al CSIC. El tercero, y más extenso –ocupa casi cien páginas–, hace la historia del Consejo durante la Presidencia de Ibáñez Martín. Siguen una relación de los archivos –el más importante de ellos, el del propio Ibáñez Martín– y de la bibliografía consultados, así como un “Album gráfico” de ocho páginas.

Del capítulo biográfico se encargó especialmente el sobrino de Ibáñez Martín, ya fallecido, Justo Formentín Ibáñez, que narra con sencillez los principales momentos de la trayectoria humana, intelectual, religiosa y política de su biografiado. Nacido en 1896 en el pueblo turolense de Valbona, en el seno de una familia católica de labradores y comerciantes, hizo allí sus primeras letras, estudió el bachillerato en Teruel, donde se alojó en una casa de huéspedes y tuvo “siempre presentes los consejos de su profesor de religión y de los franciscanos, a los que visitaba a menudo” (p. 17), y se trasladó a Valencia para cursar –en ambas obtuvo Premio extraordinario–las carreras de Filosofía y Letras, sección de Historia, y Derecho en la Universidad, al tiempo que frecuentaba el Centro Escolar y Mercantil, dirigido por el jesuita P. José Conejos, donde recibió una “educación profundamente humanista y cristiana” (p. 18), leyó a Balmes, Aparisi, Donoso y Menéndez Pelayo y dio sus primeros pasos en el arte de la oratoria.

En 1920, acabadas sus dos licenciaturas en la Universidad de Valencia, Ibáñez Martín piensa en trasladarse a Madrid para hacer allí sus estudios de doctorado, pero el fallecimiento de su padre, a la temprana edad de 53 años, le llevó a cambiar sus planes y, para no ser económicamente gravoso a su familia, optó por hacer oposiciones a cátedras de Geografía e Historia de Institutos, que preparó en el Ateneo de Madrid y que ganó con el número uno en la primera convocatoria a la que se presentó: en octubre de 1922 se estrenaba en su tarea docente en el Instituto de Murcia. Si bien a sus tareas docentes pronto se añadió la publicación de varios libros de texto de geografía e historia, que “años más tarde se constituyeron en una considerable fuente de ingresos” (p. 22), para Formentín es indudable que “la faceta más importante de Ibáñez Martín fue la vocación política que llevaba en lo más profundo de su ser y cuya llama no se apagó nunca hasta su muerte” (loc. cit). Ya en Madrid había podido conocer a miembros del Grupo de la Democracia Cristiana y del Partido Social Popular; en Murcia se inscribió pronto en la Unión Patriótica del dictador Miguel Primo de Rivera y fue sucesivamente teniente de alcalde del Ayuntamiento de Murcia y vicepresidente y presidente de la Diputación provincial, a la que representó en la Asamblea Nacional Consultiva (que no Legislativa, como se dice en el libro).

En la región murciana, y más concretamente en Lorca, conoció a María de los Ángeles Mellado y Pérez de Meca, condesa de Marín, con la que contrajo matrimonio el 25 de marzo de 1930. Fue su mujer la que le animó a trasladarse a Madrid, para lo que se presentó a, y ganó, también con el número uno, la cátedra de Geografía e Historia del Instituto madrileño de San Isidro. Y fue en Madrid donde Ibáñez Martín habría de encontrar el ambiente que marcó su vida intelectual, política y religiosa: la Unión Monárquica Nacional, Renovación Española, la revista Acción Española, Acción Popular y la CEDA –partido al que representó como diputado por Murcia en 1933–; y la conocida desde su fundación en 1909 como Asociación Católica Nacional de Jóvenes Propagandistas.

Durante la guerra civil Ibáñez Martín y su familia se refugiaron en la embajada de Turquía en Madrid (octubre de 1936), salieron de Madrid bajo protección diplomática en mayo de 1937 y se instalaron en Burgos dos meses después. Pronto nuestro hombre sería nombrado miembro de una Embajada Cultural en Sudamérica, de la Comisión Asesora de Enseñanza Media y, concluida la guerra civil, el 9 de agosto de 1939 fue nombrado Ministro de Educación Nacional, cargo que desempeñó hasta 1951. Entre 1951 y 1958 Ibáñez Martín fue Presidente del Consejo de Estado y entre 1958 y 1969 embajador de España en Lisboa.

El balance que Formentín hace de la política educativa de Ibáñez Martín –que estudia con más detalle– se centra en dos asuntos: la lucha contra el analfabetismo, que se redujo al todavía “escandaloso” (p. 40) porcentaje del 17% en 1950, y las depuraciones de profesores, que demuestran que “la fractura de las dos Españas fue tremenda” (p. 42).

Después de señalar de forma a un tiempo somera y precisa cuáles fueron las principales instituciones científicas anteriores al CSIC, Alfonso V. Carrascosa y Esther Rodríguez Fraile estudian en detalle la vida del Consejo durante los años en que Ibáñez Martín fue Ministro de Educación Nacional (1939-1951) y Presidente del CSIC (1939-1967; desde 1967 hasta su fallecimiento fue presidente de honor). Los autores consideran que en la redacción de la ley fundacional del Consejo, de 24 de noviembre de 1939, participaron tanto Ibáñez Martín –que aceptó alguna sugerencia directa del propio Franco– como el primer secretario general de la nueva institución, el edafólogo José María Albareda.

A continuación se estudian de forma sistemática los principales aspectos de la vida del Consejo hasta 1952: relación con otras instituciones investigadoras y culturales –destaca la afirmación de que “tras la guerra civil no se desmantelaron los centros de investigación pertenecientes a la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas y a la Fundación Nacional de Investigaciones Científicas, sino que todos ellos se integraron en el CSIC” (p. 64)–; Patronatos de Humanidades y Ciencias Sociales –que, a pesar de la importancia que se les quiso dar, solo suponían el 15% de la investigación del Consejo–; personal investigador –se enfatiza el deseo de “buscar los hombres más idóneos y recuperar los que habían abandonado nuestro país o habían quedado fuera de sus puestos oficiales de trabajo por causas políticas” (p. 85), como el matemático Julio Rey Pastor o el historiador Menéndez Pidal, que no llegaron a integrarse en el CSIC, y se recuerda que en estos “primeros años el personal científico del Consejo se nutría del profesorado universitario, tal como había ocurrido también en la JAE. La profesionalización de la labor investigadora vino unos años después” (p. 86), con la creación, a partir de 1945, de plazas de Colaboradores y de Investigadores Científicos.

Después de destacar dos facetas innovadoras del Consejo, “la creación de Centros por toda la geografía española y la apertura a la investigación de las Ciencias aplicadas y técnicas” (p. 88), se estudian con mayor o menor detalle los demás aspectos de la vida de una institución investigadora: becas y becarios, en especial para ampliar estudios en el extranjero, que por su número comenzaron a ser significativas a partir de 1945 y que son también fuente de información sobre el ambiente favorable u hostil hacia España existente en los países visitados; relaciones internacionales del Consejo –con una muy completa relación de los científicos extranjeros invitados a España–; congresos internacionales, a los que se puede enviar personal preparado a partir de 1945; publicaciones periódicas del CSIC, que llegaron a ser 178 en 1956; “la más emblemática y representativa de todas” (p. 110), Arbor. Se informa con más brevedad de las bibliotecas del Consejo, de la creciente publicación e intercambio de libros, de las exposiciones de las publicaciones del CSIC en el extranjero y de las donaciones del Consejo, tanto a personas como a entidades españolas y extranjeras.

En varios largos e importantes epígrafes se estudian los cursos para extranjeros y cursos de verano organizados por el CSIC, que también en este punto continuaba la tradición iniciada por la JAE en 1912. La institución cultural de mayor relevancia en este ámbito es la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander, oficialmente creada en 1945, si bien los cursos estivales de la Universidad Internacional de Verano de Santander, fundada por Fernando de los Ríos en 1932, se reanudaron en 1938 y fueron asumidos por el CSIC ya en 1942. Otros cursos de verano de relieve fueron los de Jaca, la Rábida, Oviedo y Santiago.

Los dos siguientes epígrafes abordan también asuntos importantes: son, respectivamente, los edificios y los presupuestos del Consejo. En el primero se hace la historia de la ”Ciudad de la Ciencia”, inaugurada en 1946 a partir de los edificios heredados de la JAE en los Altos del Hipódromo y completados en los años siguientes. En lo económico, se recogen los presupuestos y gastos anuales del CSIC entre 1940 y 1952 y el reparto de las subvenciones entre los distintos Patronatos entre 1940 y 1950. En dicho epígrafe, y citando una carta de Ibáñez Martín a Franco cuando ya había dejado el gobierno pero seguía siendo Presidente del CSIC –en concreto, de 12 de junio de 1963–, se nos informa de “la grave crisis que sufrió el Consejo tras el cese de Ibáñez Martín como Ministro (…), pues se quiso destruirlo tal como era entonces, transformándolo totalmente”, “crisis política de la que se consiguió sobrevivir por la habilidad de Ibáñez Martín [y que] fue superada cuando ocupa la cartera de Educación y Ciencia en 1962 [las fechas no cuadran del todo] Lora Tamayo, que había trabajado eficazmente desde los orígenes del Consejo y que en 1967, a propuesta del Consejo ejecutivo del CSIC, sucede a Ibáñez Martín en la presidencia efectiva, siendo éste nombrado Presidente de Honor” (p. 137).

El libro concluye con la selección de algunas intervenciones parlamentarias de Ibáñez Martín en los años veinte y treinta, en las que se apuntan ya algunos de los rasgos que había de tener el futuro Consejo, como la multidisciplinariedad, la descentralización, la internacionalización y la aplicación tecnológica de la investigación. Por último, se ofrece la información más indispensable sobre la realidad del CSIC hoy y se vuelve sobre la importancia, en los orígenes y en los primeros años del CSIC, de José Ibáñez Martín y José María Albareda, buenos amigos y buenos conocedores ambos de la realidad de la JAE, antecedente ineludible del Consejo. A partir de este prometedor libro, sería muy deseable que se emprendiera la tarea de confeccionar un estudio completo de la figura y la obra de José Ibáñez Martín, a través de su archivo personal y de otras fuentes, procedentes tanto de archivos públicos como privados.

 

Ignacio Olábarri Gortázar
Universidad de Navarra
iolabarr@unav.es

 

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