RESEÑAS DE LIBROS/BOOK REVIEWS

 

RESEÑA DEL LIBRO "YO NO SOY MI CEREBRO. FILOSOFÍA DE LA MENTE PARA EL SIGLO XXI"

 

Markus Gabriel. Yo no soy mi cerebro. Filosofía de la mente para el siglo XXI Barcelona: Pasado y Presente, 2016. ISBN 978-84-944950-7-6

 

La gran ventaja de la exposición filosófica de Markus Gabriel es su transparente claridad. Rompiendo con la tradición obscurantista que se apoderó de buena parte de la filosofía continental con Heidegger y la posmodernidad, Gabriel va directo al asunto: su libro se propone defender la libertad y dignidad humana, continuar la tarea histórica de la filosofía como “crítica de la ideología”, y reivindicar nuestro carácter de “seres espirituales” como eje y fundamento de la comprensión de nosotros mismos. Y ser “espiritual” significa que estamos dotados de una conciencia inmaterial que las ciencias naturales no podrían explicar de manera suficiente a pesar del indudable anclaje de la mente en la evolución natural y el organismo biológico, dos hechos que Gabriel no niega en ningún momento. Lo que rechaza con brío es la que llama ideología del neurocentrismo, que juzga una falacia epistemológica, gran enemiga de las humanidades y promesa distópica de un futuro cyborg puramente tecnológico.

La cuestión es si ese neurocentrismo que denuncia Gabriel es una derivación ideológica de una mala y peligrosa perspectiva cientifista –más que científica- sobre la naturaleza humana y su ontología, o el núcleo mismo de las teorías neurológicas y cognitivas. Y esta es una duda que Yo no soy mi cerebro no acaba de despejar pese a su ambicioso enunciado.

El trasfondo de esta crítica del neurocentrismo es el impacto del avance de las neurociencias sobre la filosofía de la mente, como prefiere llamarla el autor, aunque quizás fuera más exacto hablar de filosofía de la conciencia, puesto que la mente incluye también la inteligencia, la memoria, el procesamiento de la percepción y las emociones básicas (o inconscientes) distintas de la conciencia de uno mismo o consciencia-de-sí.

Gabriel afirma que, contra lo que sostienen los neurocéntricos (aunque no especifica demasiado quiénes son estos), no somos el cerebro. Nada que oponer: somos mucho más que ese órgano sin el cual, sin embargo, no habría mente ni conciencia. Inevitablemente, Gabriel reactiva la vieja discusión sobre el dualismo alma-cuerpo o psiquismo-materia que se remonta a los orígenes mismos de la filosofía occidental y al idealismo de Platón y su extensa progenie. ¿Pero se puede defender que no somos un cerebro sin recaer en el dualismo? Gabriel afirma que sí, y deja claro que no piensa en un alma inmortal alojada en un cuerpo obsolescente, ni en un homúnculo que habita el célebre “teatrillo cartesiano”. Solo en un ser espiritual cuya naturaleza inmaterial (y sus valores, como la libertad y la dignidad) no podría explicar la investigación de la naturaleza material.

Bien, reducir conciencia y mente al funcionamiento de los tejidos cerebrales es un absurdo (en el que de hecho caen pocos científicos). Basta con observar que todos los cerebros funcionan igual y sin embargo producen obras de muy diverso valor y significado. Pero el problema está en que, si bien el cerebro es un órgano tan funcional y vital como el corazón, el hígado o los pulmones, es diferente a ellos en un aspecto clave: por lo que hace y es capaz de hacer. En concreto porque hace la mente humana, para decirlo al modo del neurólogo Antonio Damasio. Por eso un requisito realista de la investigación de la mente es admitir que sin conocer el cerebro y su actividad no entenderemos mucho más de lo que ya sabíamos a través de la filosofía y la historia de la cultura.

El impacto de las neurociencias y la investigación cognitiva ha estimulado versiones groseras de materialismo naturalista centradas en la presunta actividad intencional de los genes o en la cibernética de los circuitos neuronales como explicación de casi todo. Ocurrió algo semejante en el pasado con el impacto de Darwin en el erróneo e ideológico “darwinismo social”, o con la mala traducción de la genética en eugenesia. Pero tampoco es mejor refugiarse en una filosofía especulativa empeñada en ignorar el conocimiento natural de la mente humana que aportan las neurociencias. Por ejemplo, la simbiosis neuronal de emociones y percepciones para formar recuerdos, sentimientos e ideas resuelve algunas añejas disputas sobre el carácter racional o bien emocional de la mente humana, o el papel de la percepción y la experiencia en el conocimiento del mundo. La investigación cognitiva también ha derruido el dañino constructivismo relativista que sigue tan presente en ciencias sociales e ideologías de moda.

Gabriel no pertenece a ese grupo. No rechaza que la biología evolutiva o las neurociencias sean importantes para entender el cerebro y la mente humana, lo que ocurre es que procede como si ese saber no importara gran cosa. Reivindica, y hace muy bien, que tanto o más importante es conocer la tradición humanista de progreso del autoconocimiento que se remonta a la antigüedad clásica. Rechaza que la investigación neuronal baste para fundamentar una epistemología (qué podemos saber), una ontología (qué somos) y una ética y política apropiadas (qué debemos hacer), basadas en el conocimiento y la libertad, mientras avisa de que esa falacia ya se ha convertido en ideología invasiva. Sin duda tiene bastante razón en lo último, pero hay una objeción de fondo: no hay ninguna verdadera razón para atribuir al conjunto de la investigación neurológica y disciplinas asociadas de semejante abuso y ponerlo bajo sospecha.

No veo ningún problema en considerar que la conciencia sea una entidad inmaterial que no debemos cosificar y, por tanto, atribuirle una residencia orgánica, al estilo de la identificación de la glándula pineal con la sede del alma que propuso Descartes. Es fácil hacer chistes sobre el papel del glutamato en las sinapsis para la creación de conciencia, pero está claro que sin sinapsis no hay vida mental. Por otra parte, tenemos excelentes ejemplos de cómo un organismo psicosomático pone en marcha procesos inmateriales con una base puramente biológica. Por ejemplo, el lenguaje humano: requiere del aparato auditivo, fonador y del cerebro, pero no produce “cosas” biológicas –como la respiración, el metabolismo o la reproducción- sino intangibles, como la comunicación y el simbolismo, sin las cuales no habría conciencia, ideas ni cultura. Como explicó Charles S. Peirce hace un siglo, las ideas son símbolos capaces de actuar y cambiar el mundo, una capacidad muy material por inmateriales que sean.

Que la conciencia no sea una cosa material –podemos llamarla espiritual o como nos guste- no la libera del anclaje biológico. Es más bien una capacidad de la mente para pensar, en sí misma surgida de la evolución humana, inseparable de la biología cerebral. Es en la comprensión del fundamento biológico de la mente donde nace la retroalimentación positiva entre ciencia natural y filosofía, como sucede en el curso de la propia evolución entre mente y cultura. Tampoco es casual que la fenomenología, la filosofía del lenguaje, la antropología, la ética o la estética interesen tanto a muchos investigadores cognitivos y neurológicos: el interés es mutuo.

El interés filosófico de las investigaciones neurocientíficas radica en si podemos saber más y conocernos mejor gracias a lo que aporten. La respuesta es sí. El propio Gabriel admite que es así al reivindicar a Freud –al fin y al cabo, un científico arcaico de la mente- como un adelantado del mejor conocimiento de nosotros mismos que ha servido, además, para liberarnos de penosos espectros como la inculpación del deseo sexual. Pero no veo una ortodoxia de las neurociencias que sostenga literalmente cosas como “soy mi cerebro”. La inevitable tendencia a usar expresiones como “el cerebro dice” o el “cerebro piensa” ha desatado muchas polémicas –por ejemplo, la de Maxwell Bennett y Peter Hacker con Daniel Dennet y John Searle (2008Bennett, M., Dennet, D., Hacker, P. y Searle, J. (2008). La naturaleza de la conciencia. Cerebro, mente y lenguaje. Barcelona: Paidós.)- que equivocaban el plano. En efecto, ciertos críticos toman como enunciados ontológicos y metafísicos simples metáforas instrumentales.

Si la reducción puramente cibernética de la mente humana es rechazable por muchas razones (por ejemplo, la tontería de que nuestro cerebro nos manipula y por tanto no hay libre albedrío), también lo es minimizar la importancia del cerebro para la mente. Basta con reparar en las devastadoras consecuencias de la carencia de empatía, del Alzheimer o de la transmisión hereditaria de patologías como la esquizofrenia. Gabriel también lo reconoce al citar síndromes neurológicos que influyen, a veces de manera determinante y destructiva, en la configuración de la conciencia. Por consiguiente, entender todo lo posible el funcionamiento del cerebro (en realidad, del sistema psicosomático en su conjunto) para entender cómo somos en tanto que seres mentales (o espirituales) tiene gran relevancia filosófica.

En conclusión, el libro de Markus Gabriel resulta reconfortante como proyecto y propósito filosófico, pero decepciona un tanto la argumentación desarrollada para respaldarlo. Aumentar el saber sobre nosotros mismos, y por tanto nuestra libertad, es tarea tanto de las humanidades y la filosofía como de las ciencias naturales, que por eso fueron juntas durante la mayor parte de su historia. Parece más productivo trabajar por vincular ambas y protegernos de la tecnocracia anti-humanidades que por trazar líneas divisorias punteadas por las exageraciones, reduccionismos y falacias ideológicas que siempre aparecen y aparecerán. La ideología, desde luego, siempre será el enemigo a batir.

 

BIBLIOGRAFÍATop

Bennett, M., Dennet, D., Hacker, P. y Searle, J. (2008). La naturaleza de la conciencia. Cerebro, mente y lenguaje. Barcelona: Paidós.

 

Carlos Martínez Gorriarán
Universidad del País Vasco

 

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