EL 68, MITO Y CRÍTICA / MAY ’68, MYTH AND CRITIQUE

MAYO DEL 68: DÍAS DE JÚPITER

Higinio Marín Pedreño

Universidad CEU-Cardenal Herrera

ORCID iD: https://orcid.org/0000-0002-8196-3970

higiniom@uch.ceu.es

 

RESUMEN

La comprensión antropológica de lo sucedido en mayo del 68, y en el contexto de los cambios epocales de la segunda mitad del siglo XX, requiere, por una parte, realizar una arqueología subjetiva de un nuevo sujeto histórico y metafísico, la juventud, y por otra, el estudio de la formación de una nueva morfología de la autoconciencia, la jovialidad.

MAY ‘68: JUPITER DAYS

ABSTRACT

The anthropological understanding of the events that took place during May’68, in the context of the historical changes of the second half of the twentieth century, requires, on the one hand, an archaeological study of the emergence of a new historical and metaphysical subject, youth, and, on the other hand, a study of the appearance of a new morphology of the conscience, joviality.

Recibido: 31-01-2017; Aceptado: 13-11-2017.

Cómo citar este artículo/Citation: Marín Pedreño, H. (2018). Mayo del 68: días de Júpiter. Arbor, 194 (787): a434. https://doi.org/10.3989/arbor.2018.787n1007

PALABRAS CLAVE: Invención; nuevo sujeto; juventud; jovialidad; postmortalidad.

KEYWORDS: Invention; new subject; youth; joviality; postmortality.

Copyright: © 2018 CSIC. Este es un artículo de acceso abierto distribuido bajo los términos de la licencia de uso y distribución Creative Commons Reconocimiento 4.0 Internacional (CC BY 4.0).

CONTENIDOS

RESUMEN
ABSTRACT
EL PRINCIPIO: LA EXPLOSIÓN ATÓMICA Y LA DEMOGRÁFICA
LA INVENCIÓN DE LA JUVENTUD COMO SUJETO HISTÓRICO
LA AUTOPSIA DE LA MORTALIDAD: LA INEXPERIENCIA DE LA NECESIDAD
EL SUPERVIVIENTE Y EL PARADIGMA OLÍMPICO
NOTAS
BIBLIOGRAFÍA

 

Según cuenta la tradición, cuando san Benito ascendió el Monte Cassino encontró allí erigido un altar a Júpiter. Sus piedras se habrían utilizado para edificar la célebre abadía que se convirtió en la inspiración del monacato occidental y la institucionalización de una cultura cristiana sobre las ruinas del mundo antiguo. Pues bien, en mayo del 68 se consumó eruptivamente la finalización de aquella época y la proclamación de un tiempo y un sujeto de morfología tardomoderna y postcristiana: la reposición mutante de un ‘paradigma olímpico’. El altar a Júpiter había sido reconstruido.

 

EL PRINCIPIO: LA EXPLOSIÓN ATÓMICA Y LA DEMOGRÁFICA Top

El final de la segunda guerra mundial viene marcado por dos explosiones. Una, antecedente y de naturaleza física, aunque desencadenada artificialmente: la bomba atómica. La otra, de naturaleza social, aunque retardada en una cuenta atrás embriológica: la explosión demográfica que pobló desde finales de los años sesenta y durante los setenta del pasado siglo los países occidentales con una muchedumbre veinteañera.

El descubrimiento a mitad del siglo XX de la energía atómica y su manipulabilidad, supuso, para decirlo con palabras robadas a Marcuse, la transición a un nuevo estado de civilización. La creación de los arsenales atómicos significó que por primera vez desde que existía el homo sapiens, la autodestrucción y la del planeta a manos del hombre había llegado a ser una posibilidad real. Desde ese punto de vista el descubrimiento de la energía atómica suponía un hito que diferenciaba aquellas sociedades de todas las precedentes, de manera que la historia humana se dividía a esos efectos en dos periodos: el que precedía y el que seguía al descubrimiento de la energía atómica. Además no es cierto que, como Einstein aseguró, “las armas nucleares lo [hubieran] cambiado todo, excepto nuestros modos de pensar” (Glover, 1999/2013Glover, J. (1999/2013). Humanidad e inhumanidad. Madrid: Cátedra., p. 129), porque desde entonces, aunque tal vez lenta e imperceptiblemente, la humanidad supo que su supervivencia no dependía solo de que pudiéramos dominar las fuerzas de la naturaleza, sino de que, con expresión de Marcel, consiguiéramos dominar nuestro propio dominio.

En esa tesitura el hombre alcanzó una visión de sí mismo nunca antes contemplada: el dominio del hombre sobre el mundo comprometía la subsistencia misma de la humanidad como especie y la del planeta como ecosistema global. Así que aquella peripecia histórica servía, una vez más, de epifanía de la esencia humana: el poder del hombre se cancelaría y destruiría a sí mismo si no devenía cuidado. De modo que, como Heidegger había apenas enseñado, el cuidado se revelaba como el requerimiento interno del poder humano para seguir siéndolo, y, por tanto, como su interno y originario designio; y se mostraba así mediante la inevitable arqueología de sí que le imponía al hombre el futuro catastrófico que él mismo había hecho posible.

Como Nietzsche atribuía a todo lo estrictamente nuevo, también en aquel tiempo vibraba “una fuerza de efectos retroactivos” que revelaba no solo la historia abscondita, sino facetas de la esencia abscondita de lo humano. Y de esa revelación formaron parte destacada tanto el pacifismo como el ecologismo como ideologías nacientes y, sobre todo, como contenidos nuevos de la autoconciencia humana, sabedora de estar ingresando en una edad de sí desconocida.

La conciencia ecológica supuso la certeza de que los actos humanos tienen efectos secundarios sobre el planeta y sobre el hombre mismo que en aquel tiempo ya habían dejado de ser secundarios. Más todavía: aquel tiempo se diferenciaba en buena medida y precisamente por la principalidad de lo que antes eran solo efectos residuales y despreciables de cuanto se hacía, y por la ampliación de la responsabilidad (Jonas, 2004Jonas, H. (2004). El principio de responsabilidad. Barcelona: Herder., p. 17) sobre lo involuntariamente causado no ya como individuos, sino como especie. Tales certezas estaban ya dando forma a la singularidad de nuestra posición histórica y deslindaban la contemporaneidad: la conciencia de que el peligro para la supervivencia no surgía solo de aquello que nos desbordaba y no podíamos controlar -sino, paradójicamente, de nuestro propio control que requería a su vez ser controlado- puso a la humanidad en presencia de sí misma como nunca antes había sido posible; a saber, como una amenaza letal y planetaria, pero también como una comunidad que no surgía solo de un inicio común, sino de la responsabilidad ante un previsible destino común al que había sido incorporado el planeta.

Se había hecho visible que las razones por las que la suerte humana estaba asociada a la del planeta no residían solo en los avatares exteriores y cósmicos, como la dependencia del sol o la posibilidad de impactos de meteoritos en tránsito, o en episodios como las mutaciones víricas y sus potenciales devastaciones pandémicas. Sino que en el núcleo mismo de la condición humana había un vínculo con el mundo en el que habitamos y del que este depende compartiendo nuestra suerte: la libertad había ensanchado su poder hasta el punto de incluir al planeta en su propio destino. Y en el empeño por evitar la catástrofe que él mismo podía causar, el hombre descubrió el destino de su señorío sobre el mundo: tomarlo a su cuidado. Se había hecho visible, pues, que sobre la libertad humana se cernía la preservación del planeta y que de ella dependía la preservación de la humanidad frente al poder del hombre (Freud, 1913/2000Freud, S. (1913/2000). Tótem y tabú. En: Freud, S. Obras Completas (vol. XIII). Buenos Aires: Amorrortu, pp. 1-164., p. 134): los imperativos morales se habían convertido en imperativos de subsistencia para la especie.

Es lo que Hans Jonas llamó la “heurística del temor”: del temor por la autodestrucción surgía la evidencia sin precedentes de que las relaciones con las demás especies y con el medio natural se habían transformado en deberes morales y tareas políticas. De manera que, si había tenido sentido hablar de una Edad de Piedra, de Bronce o de Hierro, no había menos razones para poder hablar de una edad atómica. Un tiempo en el que invisible pero indeleblemente la libertad humana había descubierto su cuño sobre todo lo viviente y sobre el planeta mismo, pues si bien no eran obra suya, subsistían en tanto el hombre los preservaba de su inextinguible locura cainita. Ahora resultaba claro que sin ser los autores de la vida sobre el planeta ni de su habitabilidad, participábamos de esa autoría poniéndolos a salvo de nuestro propio poder: la naturaleza entera había devenido cultura. La conciencia ecológica obligaba al hombre a reconocerse como responsable potencial de su perdición y la amenaza catastrófica del poder atómico nos entregaba paradójica pero indelegablemente al mundo como encomienda y misión.

El poder atómico transparentó la libertad humana como un acontecimiento en la historia natural de las especies a las que podía aniquilar, de la historia de la biosfera cuyas condiciones podía alterar definitivamente, y de la geología de la corteza terrestre que podía modificar y contaminar por siglos y hasta milenios. La posición del hombre en el mundo se había alterado esencialmente: la posibilidad de destruir el mundo implicaba la encomienda de su salvación, al tiempo que asociaba –y en realidad limitaba– la salvación del hombre al mundo.

Pero en el abigarrado panorama de aquellos decenios esa “heurística del temor” era solo un bajo continuo, persistente y a veces dominante, pero cada vez más soterrado tras una melodía más amable y que más bien requiere de una heurística de la dicha. En efecto, en la segunda mitad del siglo XX se estaban produciendo unas modificaciones en las condiciones materiales de la existencia que suponían un hito y una transformación también sin precedentes en la historia no ya de la cultura y las sociedades occidentales, sino de la humanidad como especie biológica. La explosión demográfica no fue un mero crecimiento cuantitativo.

No hay exageración alguna en decir que nunca hasta entonces el hombre había vivido una situación semejante: las sociedades desarrolladas de mediados del siglo XX estaban alcanzando un nivel de eficiencia en el aseguramiento de la satisfacción de las necesidades vitales y, en general, en la mejora de las condiciones de vida de sus ciudadanos como no se había conocido. Jamás antes el hombre había logrado estar tan a salvo de las lacras del hambre, el frío, la enfermedad y la violencia como lo estaban los ciudadanos de aquellas prósperas sociedades. Estar razonablemente a salvo de las guerras, las epidemias y las hambrunas era una situación de la que no habían disfrutado –y todavía no disfrutan– la inmensa mayoría de los seres humanos, y habría bastado para colmar las ensoñaciones políticas e históricas más utópicas

Por primera vez en la historia esos sueños cobraban realidad: había mucho bien objetivo en el hecho de que se pudiera hacer más que nunca antes por superar enfermedades, por eludir la amenaza del hambre, el frío, la ignorancia y la violencia; había mucha dignidad humana lograda en semejante clase de sociedad, que era en sí misma una bienaventuranza sin más tacha que el distinto grado con el que amparaba a unos y otros.

Además, la ampliación del horizonte temporal de la vida era de tales proporciones que había hecho posible lo que podría describirse como la curvatura del tiempo de la vida, por la que al sujeto se le ocultaban los límites temporales de su existencia. Pero dicha ocultación no era una mera ampliación de la esperanza media de vida, que ciertamente crecía asombrosamente ya en aquellos decenios. La ocultación realmente significativa consistía en una creciente, aunque siempre frágil, suspensión del “hiperpoder” (la expresión es de Freud) de la muerte para definir los contextos de significado para la vida, incluso para darle o quitarle sentido a esta en su conjunto. Y esa ocultación o, si se quiere, su ocaso tras la nueva curvatura del tiempo de la vida en tanto que elemento estructural y naciente en aquellas sociedades, no se seguía de un mero olvido psicológico y moral de nuestra condición mortal, sino de la efectiva y venturosa colonización humana del tiempo de la vida suficientemente a salvo del miedo a la muerte, cuya indefectible soberanía ya no oprimía tan entera y despóticamente.

Y de ahí que se hiciera posible una postergación cultural y existencial de la muerte en tanto que contenido hegemónico de la autoconciencia como no había tenido lugar antes. Esa derogación fue, además, de tal alcance y novedad que bien puede decirse que lo que se desvaneció fue la mortalidad misma, tal vez por primera vez en la historia del hombre. Obviamente no se trataba de que los hombres hubieran dejado de ser mortales, sino de que la mortalidad había dejado de ser el contenido definitorio de su autoconciencia.

A imagen del descubrimiento de la curvatura del mundo físico, la experiencia de la curvatura del mundo de la vida presagiaba un descubrimiento metafísico con toda clase de cambios culturales. Mientras que en todos los sistemas sociales conocidos los ritos funerarios habían tenido una centralidad que expresaba su soberanía[1], en las sociedades del último tercio del siglo XX, y por primera vez en la historia de las culturas humanas, los ritos funerarios no solo tendían a minimizarse, sino que empezaban a carecer de cualquier clase de centralidad cultural. La muerte estaba empezando a dejar de ser definitiva, si no en tanto que era el final, sí al menos en tanto que ya no ofrecía la definición de lo humano ni informaba su autoconciencia estableciéndola.

Esa nueva curvatura del tiempo de la vida exigía que esta se definiera desde un centro que ya no coincidía con su condición mortal: el sentido de la vida no podía afincarse fuera de ella, exclusivamente más allá de una muerte que había dejado de ser su foco estructurante. Y esa emancipación –relativa pero relevante– de la vida respecto de la muerte no solo manifestaba las venturosas conquistas científicas, tecnológicas e institucionales que empezaban a dar forma al mundo, sino que sacaba a la luz una intuición metafísica que, además, definía aquella forma naciente de la autoconciencia de lo humano: la vida no se define ni se comprende tanto -ni principalmente- por la muerte, como desde y por sí misma. Vita viventibus est esse, decían los metafísicos antiguos, la vida es el ser para los vivientes: la vida se entiende más y mejor desde el incremento viviente al que tiende, que desde su colapso mortal. Se empezaba a hacer efectiva para la experiencia común, quizá por primera vez, la excentricidad metafísica de la muerte por mucho que esta siguiera siendo el seguro y común destino humano.

Pero en aquella afirmación de la vida había algo más que la mera sublimación fugitiva de la angustia ante la muerte que, ciertamente, si bien no había perdido su poder soberano, lo ejercía ya desde regiones menos centrales y más remotas del discurrir vital. No se vive para morir, y aunque ningún viviente escape a ese destino mortal, se vive para vivir y en creciente plenitud, si eso fuera posible. Y esa certeza campaba entonces por primera vez entre multitudes nacidas tras la mayor hecatombe mundial conocida; unas multitudes que descubrían que si bien la muerte es ineludiblemente el final de la vida, no era su fin propio.

Probablemente nunca el hombre había estado en condiciones culturales de afirmar esa divergencia como cuando su mundo le había dejado ver la vida sin la fatídica y soberana inminencia de la muerte. Se trataba de una suerte de epojé histórico cultural, una manumisión “ontológica” modesta pero relevante, en el preciso sentido de que, si bien no cabía eludir la muerte, se había hecho posible decir y pensar el ser de la vida sin convertir su rasgadura mortal en su prevalente definición esencial.

Esa exigua pero encomiable derrota de la muerte forma parte de la dirección dominante de todo progreso humano, cuyo impulso parece aspirar a recomponer las felices condiciones de aquel estado original que atraviesa nuestra memoria con el nombre de “paraíso”. Aunque un siglo antes Baudelaire no lo viera, también el gas, el vapor y las plataformas de ferrocarril de su tiempo contribuyeron en su orden a “la reducción de los rastros del pecado original” en los que consistía toda “verdadera civilización” (Baudelaire, 1952Baudelaire, Ch. (1952). Mon coeur mis à nu. En: Oeuvres Posthumes (vol. II). París: Louis Conard., p. 109). Un paraíso que, ciertamente, les parecía que quedaba al otro lado de la esquina, y cuya nostalgia secularizada cruza de parte a parte este nuevo estado civilizatorio.

 

LA INVENCIÓN DE LA JUVENTUD COMO SUJETO HISTÓRICO Top

Stefan Zweig reseña en sus memorias la irrupción de la “juventud” como un cambio efectuado por la generación de europeos sobrevivientes de la Primera Guerra Mundial: “La generación entera decidió hacerse más juvenil, todo el mundo, al contrario del mundo de mis padres, estaba orgulloso de ser joven”; y ese orgullo suponía que toda aquella “generación de jóvenes [centroeuropeos] había dejado de creer en los padres, en los políticos y los maestros” (Zweig, 2002Zweig, S. (2002). El mundo de ayer. Memorias de un europeo. Barcelona: Acantilado., p. 379). Todo el orden antiguo parecía haber perdido la raíz de su crédito con la guerra, de modo que “la generación de posguerra se emancipó de golpe, brutalmente, de todo cuanto había estado en vigor hasta entonces y volvió la espalda a cualquier tradición, decidida a tomar es sus manos su propio destino, a alejarse de todos los pasados y marchar con ímpetu hacia el futuro. Con ella había de comenzar un mundo completamente nuevo, un orden completamente diferente en todos los ámbitos de la vida” (Zweig, 2002Zweig, S. (2002). El mundo de ayer. Memorias de un europeo. Barcelona: Acantilado., p. 379).

Ciertamente, ese surgimiento de la juventud daba efectividad a la desautorización de las tradiciones y de sus sedes sociales, epistémicas y culturales que ya había proclamado la Ilustración europea y que, no obstante, todavía no se había encarnado en un sujeto capaz de realizarla en una etapa biológica y biográfica que se identificara con sus ideales. Ahora el repudio de la tradición y de lo viejo podía ya animar a una criatura concebida en su seno, ex novo, como lo había sido también -aunque a la larga con peor fortuna- la raza nueva del proletariado.

Este nuevo sujeto histórico ya no se configuraba por la carencia de patrimonio que caracterizaba a las muchedumbres proletarias, sino por la carencia de pasado que configura a los jóvenes. Sin embargo, en la juventud esa carencia se transmutaba y convertía en lo contrario, en riqueza y abundancia vital. Así que el pasado mismo dejaba de ser patrimonio para convertirse en carencia en tanto que necesariamente determinado y ya sin posibilidad alguna disponible. De modo que la falta de pasado que había implicado la insignificancia social de los desposeídos y de los jóvenes –lo adolescente–, ahora paradójica y novedosamente significaba la plenitud que se seguía de tener todo el futuro disponible; sin que importara que fuera solo posibilidad, porque precisamente la posibilidad se había convertido en la forma más valiosa del ser del hombre: el joven “vive de posibilidades y en la dimensión de lo posible”, había adelantado Ortega (1924/1987Ortega y Gasset, J. (1924/1987). El origen deportivo del Estado. En: Ortega y Gasset, J. Obras Completas (vol. 2). Madrid: Alianza, pp. 607-624., p. 403).

Futuro, juventud y posibilidad se amalgamaron así con el porvenir del mundo y de sus conquistas de un modo inédito. Lo juvenil, que había sido poco menos que mera adolescencia de la plena madurez, ahora acordaba su paso con la marcha del mundo y se afirmaba a sí mismo frente a lo venerable “con orgullo” (Zweig, 2002Zweig, S. (2002). El mundo de ayer. Memorias de un europeo. Barcelona: Acantilado., p. 251), que se expresaba de mil formas, desde las apariencias más exteriores hasta los hábitos de juicio y estima de lo real. “Por doquier la vejez corría azorada en pos de la última moda; de repente no había otra ambición que la de ser joven e inventar rápidamente una tendencia más actual que ayer” (Zweig, 2002Zweig, S. (2002). El mundo de ayer. Memorias de un europeo. Barcelona: Acantilado., p. 381).

Pero no eran solo las modas. En 1930, en pleno apogeo de lo juvenil, Ortega va a elevar el nuevo paradigma de la juventud a categoría de arjé, de principio y origen de lo social: tanto el gobierno de los ancianos –el Senado en sus mil variedades–, como el de las mujeres –las familias o sociedades consanguíneas– son, dice Ortega, formas derivadas y reactivas frente a las sociedades de guerreros juveniles, origen verdadero de las sociedades humanas. Lo primero fueron los “clubs juveniles” (Ortega, 1924/1987Ortega y Gasset, J. (1924/1987). El origen deportivo del Estado. En: Ortega y Gasset, J. Obras Completas (vol. 2). Madrid: Alianza, pp. 607-624., p. 615) de indómitos guerreros; el rapto de Helena y el de las sabinas testificarían desde la memoria mítica que lo siguiente fue el robo de las jóvenes mujeres y la exogamia que fundó la familia. La antigua visión de la polis como constituida por la holgura vital que no se ocupa de las utilidades satisfactoras de necesidades, sino en llevar a cabo acciones que se colman en sí mismas, se torna de la mano de Ortega en la idea misma de lo juvenil y primordial: “lo primero no consiste en salir al paso de una necesidad” (Ortega, 1924/1987Ortega y Gasset, J. (1924/1987). El origen deportivo del Estado. En: Ortega y Gasset, J. Obras Completas (vol. 2). Madrid: Alianza, pp. 607-624., p. 609), más bien al contrario “lo más necesario es lo más superfluo” (Ortega, 1924/1987Ortega y Gasset, J. (1924/1987). El origen deportivo del Estado. En: Ortega y Gasset, J. Obras Completas (vol. 2). Madrid: Alianza, pp. 607-624., p. 611), pues “en todo proceso vital, lo primario, el punto de partida, es una energía de sentido superfluo y libérrimo, lo mismo en la vida corporal que en la vida histórica” (Ortega, 1924/1987Ortega y Gasset, J. (1924/1987). El origen deportivo del Estado. En: Ortega y Gasset, J. Obras Completas (vol. 2). Madrid: Alianza, pp. 607-624., p. 610). Y esa energía vital, primigenia, espontánea, expansiva y todavía no humillada ni domesticada por las utilidades requeridas por las necesidades, es la juventud que ya no es solo una plenitud psicofísica sino ontohistórica: en el principio fue –y sigue siendo– la juventud.

En efecto, lo juvenil no fue un mero comienzo histórico, sino que su principalidad es también ontosocial porque “la actividad original y primera de la vida es siempre espontánea, lujosa, de intención superflua, es libre expansión de una energía preexistente”, dice Ortega (1924/1987Ortega y Gasset, J. (1924/1987). El origen deportivo del Estado. En: Ortega y Gasset, J. Obras Completas (vol. 2). Madrid: Alianza, pp. 607-624., p. 609). Y desde las antípodas Baudrillard lo ratifica desde nuestros días: “lo vivo quiere sobre todo gastar su fuerza” (2009Baudrillard, J. (2009). La sociedad de consumo. Sus mitos, sus estructuras. Madrid: Siglo XXI., p. 32). Así la vida aparece como dispendio sin más fin y utilidad que su mismo brotar; la vida, cabría agregar, es juventud. Pero juventud asociada en un “instinto de coetaneidad” surgido de la sincrónica y espontánea pujanza del apetito vital y juvenil de realización. La vida misma es juventud y todo lo que se distancie de una se aleja irremisiblemente de la otra, porque en lo juvenil se opera aquella coincidencia de lo vital con su propio centro.

Lo singular del caso es que esta metafísica de la juventud esclarecida entre otros por Ortega, se lleve a cabo en simultaneidad con la emergencia histórico-social de la juventud como sujeto y modalidad de la autoconciencia de lo humano. Esa elevación de la propia situación a categoría de principio tan típica como ineludible del pensar filosófico, constituye, no obstante, un signo delator de la constitución de la juventud como el naciente sujeto histórico del nuevo estado civilizatorio.

Con notables diferencias, pero en la misma dirección encontramos a Freud cuando afirma que las alianzas fraternas de hijos desposeídos contra el padre dominante componen la horda primitiva. El vigor de la pulsión sexual y la exclusión de los jóvenes por parte del varón maduro y dominante, habría generado esas “juveniles bandas de hermanos” que con el parricidio original (Freud, 1913/2000Freud, S. (1913/2000). Tótem y tabú. En: Freud, S. Obras Completas (vol. XIII). Buenos Aires: Amorrortu, pp. 1-164., p. 145) y después con la obediencia retardada, fundaron la cultura desde su conciencia de culpa y los sacrificios totémicos. Ciertamente en ambos pensadores se refracta un biologicismo de raíces darwinistas, que se oponía a la sociología marxista de clases con la propuesta de categorías y sujetos generacionales, de género y hasta raciales tan típicos de principios del siglo XX europeo (Cfr. Levi y Schmitt, 1996Levi, G. y Schmitt, J.-C. (1996). Historia de los jóvenes. Madrid: Taurus., p. 230). Pero en Freud, y pese al carácter menesteroso del sujeto, opera la misma energía principial y fontanal galvanizada en las pulsiones desiderativas de la psique y cuya satisfacción es más bien una descarga o un dispendio.

También en la descripción que hace Zweig de la llegada de la juventud se adivinan los ecos de la arqueología freudiana de la psique en la que la especie evoluciona desde “la horda paterna [que] es reemplazada por el clan de hermanos” Aunque para Ortega no es la necesidad –tampoco la sexual– la que rige al principio, pero para uno y otro lo humano se define y constituye por la oposición entre lo juvenil y lo maduro. De modo que, con o sin parricidio original, en Freud y en Ortega esa energía primordial es el principio protagónico de la historia y de la cultura, e incluso de la vida misma.

Ciertamente ya no se trata solo ni principalmente de una juventud biológica, ni siquiera de la juventud como sujeto social protagónico, sino de lo joven como contenido esencial y forma de la autoconciencia de lo humano: la jovialidad como una suerte de energía vital primordial que se confirma en su lozana indeterminación hecha de puras posibilidades, de puro futuro irreconciliablemente enfrentado al pasado y a lo paterno.

Juventud es, por tanto, un término polisémico que significa al menos tres realidades de ordenes diversos pero entreverados. En primer lugar, cabe un sentido de ‘juventud’ que se corresponde con la etapa biopsíquica que media entre la infancia y la madurez, caracterizada por la plenitud de las potencias vitales, en particular las físicas. Se trata, en efecto, de un periodo definido por sus límites: el tiempo en el que ya se ha abandonado la infancia pero todavía no se ha alcanzado la madurez. Para el hombre, como para el resto de los mamíferos, el abandono de la infancia viene dado por la primera madurez orgánica, a saber, la madurez sexual. Pero no es tan claro qué puede significar la plena madurez en términos físicos, de modo que el abandono de la juventud viene dado más bien por criterios sociales y culturales. Y así es como se deja ver la imbricación de los distintos sentidos o niveles del término juventud y que no son tanto estratos o planos como momentos de un continuo. En la primera juventud se entra, pues, por alcanzar la capacidad reproductora según la especie; y se sale tras el ejercicio de esa misma capacidad en términos sociales, es decir, tras asumir la carga del sustento de una prole.

De hecho, en términos sociales, el surgimiento de la juventud como fenómeno epocal se deja ver en el contexto de las singularidades de los sistemas productivos y educativos de las sociedades desarrolladas de mediados del siglo XX. En las economías de subsistencia los procesos y los medios de producción de bienes económicos entrañan una escasa complejidad cognitiva al tiempo que muy baja eficacia productiva. La baja complejidad cognitiva reduce mucho el tiempo de aprendizaje requerido para que un sujeto sea económicamente productivo, si bien, como su eficacia productiva es muy baja, se hace precisa la multiplicación de tales agentes productivos. Si lo dicho se proyecta al ámbito del agente económico principal en estos sistemas, a saber, la organización familiar, se comprenderá que una prole numerosa no solo multiplica los agentes productivos, sino que además, como estos requieren muy poco tiempo de aprendizaje, la prole resulta ser un medio para la producción de bienes; un medio que en muchas circunstancias resulta casi impuesto por el régimen general de las economías de subsistencia.

Al otro extremo del desarrollo económico están las sociedades avanzadas desde el último tercio del siglo pasado. En tales sociedades la complejidad cognitiva de los procesos y medios de producción de bienes económicos es muy alta, lo que significa que el periodo de aprendizaje para que un sujeto se convierta en agente productor de bienes económicos es muy largo. Por consiguiente, el tiempo en que la prole supone un coste para la familia –desde el punto de vista económico– es también muy prolongado, y hasta su emancipación el hijo es, en términos económicos, casi solo un puro gasto. Todo lo anterior contribuye a producir una severísima disminución del índice de natalidad en las sociedades desarrolladas. Pero, además, produce una demora en la asunción de responsabilidades laborales y, por añadidura, familiares.

Ese nuevo periodo creado para poblaciones masivas por la distensión del proceso educativo universalizado y que media entre la madurez reproductiva o salida fisiológica de la infancia y la asunción de responsabilidades profesionales (familiares y cívicas), da forma a un tiempo biográfico nuevo, no disponible en sociedades con menores niveles de desarrollo, y apenas reconocible a lo largo de toda la historia de las sociedades y culturas humanas, salvo en fenómenos episódicos y de alcance muy restringido.

En este sentido cabe hablar incluso de la juventud como un nuevo sujeto social con características propias y nuevas, con frecuencia y reveladoramente asimilado al de los estudiantes. De hecho, tal vez no implique ninguna exageración decir que nunca a lo largo de la historia del sapiens había sido posible tal fenómeno, y desde luego que no con su actual dimensión demográfica y morfología subjetiva. Tal y como Zweig había relatado y Bourdieu (2002Bourdieu, P. (2002). La juventud no es más que una palabra. En: Bourdieu, P. Sociología y cultura. México: Grijalbo, pp. 163-173.) afirma, “la juventud y la vejez no están dadas, sino que se construyen socialmente en la lucha entre jóvenes y viejos” (p. 164), o al menos por llegar a pensarse como edades que no solo son distintas, sino que se definen por su oposición.

Por último, y en tercer lugar, pero directamente imbricado con los anteriores, cabe hablar de la juventud como una categoría o constelación de categorías culturales. En este sentido lo jovial goza de cierta autonomía, y hasta puede darse en ausencia de la juventud en términos físicos o sociológicos, si bien su origen remite a dichas dimensiones. En tanto que categoría cultural la jovialidad admite muchas acepciones de alcance menor que van desde un estado de ánimo o temple emocional basal, a unas ciertas disposiciones positivas hacia las innovaciones y hasta un difuso optimismo actitudinal. Pero la jovialidad como modalidad de la autoconciencia no es un estado de ánimo y, por tanto, tampoco algo que se siga de una juventud psicofísica, ni un mero derivado de la juventud sociológica como si esta fuera su sustrato real preconsciente. Si lo jovial deriva en su origen de esos dos sentidos precedentes, a su vez los configura al retornar sobre ellos formalizándolos. De hecho, más bien es la jovialidad como autoconciencia la que suscita eso que llamamos juventud[2]. Si la juventud se puede inventar es porque para que llegue a existir y ser reconocida como tal precisa de la jovialidad como autoconciencia, y ni siquiera como etapa biográfica existe la juventud en términos individuales sin que exista antes la juventud como formalidad cultural de la autoconciencia[3].

A la juventud le ha ocurrido lo que Guy Debord vaticinó para el proletariado: que no podría suceder a la burguesía sino convirtiéndose en la clase y el sujeto de la conciencia (Debord, 1967/1999Debord, G. (1967/1999). La sociedad del espectáculo. Valencia: Pre-Textos., p. 86). Y eso es exactamente lo que ocurrió en las sociedades occidentales y desarrolladas en torno al 68: la constitución de un nuevo sujeto social e histórico que abría una época -la nuestra- caracterizada por la hegemonía de lo jovial como paradigma cultural: días de Júpiter, del latín Iovis, de donde proceden joven y jovial.

La juventud, o si se quiere, lo jovial, aquí no designa una etapa de la vida orgánica sino una modalidad de la existencia cuya autoconciencia la constituye. Y de ahí que la inmensa mayoría de los hombres hayan existido sin haber sido nunca jóvenes en ese sentido, sin que eso implique, obviamente, que no alcanzaran una determinada edad caracterizada por la plenitud de las potencias psicofísicas. Ahora bien, sin las nociones sociales y culturales de juventud es poco probable que esa edad tuviera la visión de sí misma como la culminación de lo humano en el orden de la conciencia. Y ambos aspectos son constitutivos de la juventud como tal, cuya gestación social caracteriza históricamente a nuestra época: la suscitación de un sujeto social que sucede y en muy buena medida sustituye históricamente a la burguesía y el proletariado; y el desplazamiento crítico y estructural de la madurez como paradigma antropológico.

Se trata, pues, de una invención (del latín invenire, ‘encontrar’, ‘hallar’) en el exacto sentido etimológico de la expresión: un descubrimiento que requirió poder nombrar y reconocer algo que en cierto sentido siempre estuvo ahí, pero ciertamente solo llegó a estarlo con la forma de un avatar histórico singular. En ese sentido es cierto que, como afirma el título del estudio de Bourdieu, “la juventud no es más que una palabra” (Bourdieu, 2002Bourdieu, P. (2002). La juventud no es más que una palabra. En: Bourdieu, P. Sociología y cultura. México: Grijalbo, pp. 163-173., p. 1), si bien con todo lo que una palabra lleva consigo, a saber, la comprensión de una realidad nueva cuyo nombramiento saca a la luz. Dicha epojé creativa es también un epítome, es decir, viene suscitada por el cúmulo de una serie nueva de condiciones sociales de la existencia que mudan la morfología de la experiencia humana del mundo y de sí, e incoan mutaciones en su autocomprensión. Tales cambios han hecho posible un fenómeno antropológico históricamente singular y exclusivo de las sociedades avanzadas contemporáneas.

La invención de la juventud opera simultáneamente un epítome histórico y una epojé esencial de lo humano, del sujeto en el que el propio tiempo es elevado a concepto en la reflexión teórica y a autoconciencia en la existencia. No se trata de negar que la juventud egipcia, o la griega en sus gimnasios (Salvador, 2009Salvador, J. L. (2009). El deporte en occidente. Grecia, Roma, Bizancio. Madrid: Cátedra., p 90), y los colegios juveniles romanos (collegia iuvenum) o los college oxonienses, las castas ociosas y en general las microsociedades deportivas no supongan un precedente de las muchedumbres juveniles descargadas de responsabilidades laborales y familiares. Pero todas ellas son variantes de microsociedades aristocráticas (Veyne, 1988Veyne, P. (1988). El Imperio Romano. En: Aries, Ph. y Duby, G. Historia de la vida privada. Del Imperio romano al año mil (vol. I). Madrid: Taurus., p. 34), lo que limita su alcance categorial para dar razón de su propio tiempo y de los universos culturales de los que formaban parte.

Por consiguiente, lo jovial no es solo ni principalmente el periodo que media entre la plena capacidad sexual y la asunción de responsabilidades laborales o familiares, ni siquiera según su insólita distensión contemporánea y su disponibilidad para la práctica totalidad de la población de las sociedades avanzadas; ni tampoco solo su configuración como un sujeto social nuevo; sino todo lo anterior elevado a la condición de paradigma antropológico y de categoría cultural axial con unos contenidos propios que se constituyen en la línea del horizonte de la autoconciencia del sujeto contemporáneo, y de los que nos hemos de ocupar.

Más exactamente: lo jovial es la modalidad de autoconciencia humana que -formalizada por la curvatura del mundo de la vida y la consiguiente postergación de la mortalidad- sustituye a la mortalidad en tanto que contenido esencial de su definición. Lo jovial surge esencialmente de (y como) la manumisión metafísica del hiperpoder de la muerte en correlación con las variables sociales, epistémicas e institucionales que lo hacen posible.

Si la segunda mitad del siglo XX alumbró un tiempo efectivamente nuevo, no fue solo por la manipulabilidad de la energía atómica o por la transformación de las condiciones materiales de la existencia, sino por la inauguración de una modalidad inédita de la autoconciencia humana. Ahora bien, la sustitución de la mortalidad por la jovialidad como forma epocal de la autoconciencia en la que las multitudes se descubrieron a sí mismas como jóvenes en el 68, es ciertamente posible por la incomparecencia de la mortalidad que deriva a su vez de una forma de inexperiencia característica, aunque no exclusivamente contemporánea.

 

LA AUTOPSIA DE LA MORTALIDAD: LA INEXPERIENCIA DE LA NECESIDAD Top

La morfología fundamental del nuevo sujeto histórico que protagonizó mayo del 68 surge de una experiencia de la conciencia suscitada como la forma subjetiva de una transformación histórico-social: desde mediados del siglo XX los ciudadanos de las sociedades desarrolladas han vivido bajo tal régimen de aseguramiento de la satisfacción de sus necesidades que desconocen el sentido genuino de tener o padecer necesidades. Entiéndase que, obviamente, no se pretende que el ciudadano de tales sociedades no hubiera experimentado los estados psicofísicos del hambre, de la sed o del frío, sino que tales estados carenciales no suponen por sí solos una experiencia de la necesidad.

En sentido estricto, hay experiencia de la necesidad allí donde la dificultad para su satisfacción es también un compromiso para la subsistencia y donde, por tanto, los estados carenciales que se expresan en los deseos transparentan la propia condición mortal. Sin la mortalidad presentida en el miedo por la insatisfacción de una carencia no hay propiamente hablando experiencia de una necesidad, aunque esta lo sea en términos fisiológicos (o incluso sociales). Propiamente la experiencia de la necesidad no es, por tanto, la de una mera privación, sino que requiere la emergencia en la conciencia de la vulnerable dependencia mortal del sujeto de la satisfacción. Dicha emergencia tiene la forma pasional del miedo, de modo que la experiencia de la necesidad es también y simultáneamente una experiencia de la propia condición mortal. Mejor: la necesidad solo es experimentada como tal, y no solo como mero apetito o deseo, en tanto que autoconciencia mortal; así que la inexperiencia de la necesidad implica también una peculiar incomparecencia de la mortalidad en el orden de la conciencia.

Además, y más allá de una mera experiencia, la necesidad puede constituirse en una circunstancia estable, un estado de necesidad, que se configura como un estado de la conciencia cuando el miedo y la presunción de lo mortal que este contiene pesa sobre el conjunto de la existencia. En estado de necesidad, la necesidad se padece incluso una vez satisfecha. Y cuando la necesidad se padece lo que padece es lo humano mismo del hombre que se deteriora sojuzgado por la dependencia que impone nuestra condición corpórea. En estado de necesidad el pathos humano es el temor por la subsistencia, y de ahí que liberar a los hombres del estado de necesidad sea un logro histórico y social de proporciones morales.

Por consiguiente, en el régimen de garantías de las satisfacciones de la vida que dan lugar a la inexperiencia de la necesidad hay mucha humanidad o, si se quiere, hay una lograda proporcionalidad con la condición y dignidad de lo humano. Por el contrario, el estado de necesidad o miseria reduce lo humano en el hombre a preocupación por las necesidades. Vencer la necesidad es, pues, hacer justicia al hombre y liberarlo de un sometimiento postrador; pero es también exponerlo a una singular forma de olvido.

Como el estado de necesidad se expresa en la mortalidad como formalidad prevalente de la autoconciencia humana, la inexperiencia de la necesidad implica, por tanto, la venturosa incomparecencia de la mortalidad en y a través del miedo y de unas necesidades que, por eso mismo, dejan de serlo en tanto que experiencia de la conciencia. La necesidad, aunque no deje de serlo en términos fisiológicos, deja de serlo como experiencia de la conciencia allí donde no se transparenta la fragilidad mortal del sujeto a través de tales desequilibrios carenciales. Por tanto, en su sentido más decisivo, los hombres de las sociedades avanzadas, quizá por primera vez en la historia de forma masiva y como estado social, desconocen qué es el hambre o el frío en tanto que experiencias de la conciencia. Incluso si accidentalmente se ha tenido una experiencia intensa de tales estados carenciales metabólicos o térmicos, rara vez estos habrán compuesto un estado de necesidad y mucho menos un estado de conciencia, cuya inexperiencia forma parte decisiva de nuestro estado civilizatorio.

La mortalidad como autoconciencia estaba asegurada allí donde la abundancia o escasez de “las cosechas ritmaban los cortejos fúnebres” (Delumeau, 2002Delumeau, J. (2002). El miedo en Occidente. Madrid: Taurus., p. 253), pero vencido ese yugo, la mortalidad misma se transforma en tanto que contenido de la autoconciencia. La cuestión, por tanto, no es la obviedad acerca de si los hombres necesitan alimento y agua para subsistir. Es claro que la muerte acecha siempre bajo la imposibilidad de satisfacer nuestras necesidades, y a diario hemos de acudir a su cita para preservar nuestro organismo. Pero lo relevante ahora es si los hombres en las sociedades avanzadas de la segunda mitad del siglo XX comen y beben por necesidad, es decir, por la elusión de la muerte que acecha tras la insatisfacción. Y, por extravagante que parezca, la realidad que se impone es que el sujeto de las sociedades avanzadas hace tiempo que ya no come ni bebe por necesidad; al menos en tanto que la necesidad hace relación a una mortalidad que ya no resulta aludida en la satisfacción de sus necesidades, que han sido –circunstancial pero establemente– derogadas como tales.

Pues bien, dicha derogación o inexperiencia de la necesidad como régimen regular de la existencia, por un lado, y la postergación de la muerte, por el otro, componen lo cóncavo y lo convexo de la curvatura del mundo de la vida que está tomando forma en aquellos años, y que de manera singular encarnan aquellas generaciones ociosas desde el punto de vista de la producción. De ahí el desplazamiento de la mortalidad como centro y formalidad de la autoconciencia contemporánea, y su sustitución por la centralidad de la vida que hemos caracterizado -todavía incipientemente- como jovialidad. El miedo ya no es, a despecho de Hobbes, la pasión cardinal que formalizaba la existencia y su abdicación como señor constante de nuestra conciencia abre espacios inéditos para la experiencia del mundo y de la propia condición.

De ahí que desde entonces y todavía entre nosotros, la muerte no solo ha cedido su primacía, sino que parece desvanecerse para el hombre contemporáneo. Como dice de sí mismo Vargas Llosa, “lo ideal para mí es que la muerte llegue como un accidente, vivir como si fueras un inmortal y en un momento dado eso se interrumpa por un accidente”[4]. Esa reducción de la muerte a incidente, en la que habita no solo el olvido de que la derogación de la necesidad es meramente circunstancial, sino de que la muerte es una dimensión liminar pero estructurante de la existencia humana, tiene entre nosotros la naturaleza de un fenómeno de magnitudes culturales y antropológicas que cabe llamar la postmortalidad: no somos inmortales pero vivimos después de la mortalidad como forma de la autoconciencia.

El carácter incidental que nuestro tiempo otorga a la muerte se aprecia con claridad si consideramos las únicas formas de comparecencia general de la mortalidad ante el sujeto contemporáneo en las sociedades desarrolladas: las enfermedades y los accidentes. En el orden de nuestra cultura unas y otros se han identificado: el hecho de que tras cada defunción podamos rastrear una serie etiológica de malfuncionamientos asistenciales u orgánicos, alienta la figuración social de que toda muerte es de suyo evitable en la medida en que dicha relación de impericias, azares o patologías sea superada. De donde se sigue que toda muerte tiene una naturaleza accidental y con frecuencia culposa, ya sea por negligencia activa o por falta de previsión. Parece, pues, como si detrás de cada defunción hubiera un “fracaso técnico” (Fernández del Riesgo, 2007Fernández del Riesgo, M. (2007). Antropología de la muerte. Madrid: Síntesis., p. 199).

Dicho fracaso sustituye a la indigencia que hizo surgir a las religiones: “el primitivo se habría inclinado ante el hiperpoder de la muerte con el mismo gesto con que parece desmentirla” (Freud, 1913/2000Freud, S. (1913/2000). Tótem y tabú. En: Freud, S. Obras Completas (vol. XIII). Buenos Aires: Amorrortu, pp. 1-164., p. 96), a saber, las religiones que prometían la salvación en una vida inmortal. Ahora bien, si esa inclinación resignada fue también “un primer reconocimiento de la (ananké) necesidad que hace frente al narcisismo humano” (Freud, 1913/2000Freud, S. (1913/2000). Tótem y tabú. En: Freud, S. Obras Completas (vol. XIII). Buenos Aires: Amorrortu, pp. 1-164., p. 96), entonces la actual inexperiencia de la necesidad habría posibilitado el regreso de la conciencia a formas de narcisismo omnipotente. Es decir, mediante la dominación de la ananké el hombre se habría erguido de nuevo frente a la muerte y no solo habría abandonado las ya innecesarias promesas salvíficas de las religiones, sino que habría retomado la creencia narcisista en una programática omnipotencia humana materializada en el progreso tecno científico y político.

Ahora bien, la postmortalidad y el carácter incidental de la muerte no derivan solo ni esencialmente del portentoso y eficaz sistema de satisfacción de necesidades, ni de la insólita eficacia de los sistemas de prevención y asistencia. La incomparecencia real de la muerte consistió propiamente en su reducción ontológica –es decir, la redefinición de su clase de realidad– a la categoría de accidente. Si la autoconciencia humana dejó de comprenderse con la forma de la mortalidad y el hombre de entenderse bajo la condición de mortal es por el estatuto de incidente que devino sobre todo deceso, como si este fuera una excepción que, ciertamente, se cumple en todos los casos, si bien sin que de ahí se siga la refutación de su carácter incidental.

Se trata de la constitución de una modalidad mortal de la inmortalidad: una eternidad hecha de duración; un “eterno mientras dure” o “para siempre hasta que se acabe” que es la textura interna de la temporalidad postmortal. Una juventud finita pero perpetua y que requiere para serlo el ocaso de su ocaso, la curvatura de su mundo. Esta exaltación de la juventud que no es meramente psicológica, tiene carácter ontológico precisamente en tanto que requiere la reducción ontológica de la muerte al rango de incidente. Dicha reducción es, por consiguiente, correlativa a la configuración de la existencia humana y de su temporalidad como si de una inmortalidad finita se tratara.

Sobre esa curvatura de la existencia, es decir, sobre la inexperiencia de la necesidad y la postmortalidad, el sujeto jovial surfea –para utilizar la imagen de Baricco (2008Baricco, A. (2008). Los bárbaros. Ensayo sobre la mutación. Barcelona: Anagrama., p. 146)– el tiempo de una existencia. La condición del surfista puede sustituir al homo tipographicus, faber o viator para simbolizar la jovialidad como la modalidad de la autoconciencia que surge en el último tercio de siglo XX. En el surfista la curvatura del mundo se presenta como una gran ondulación móvil sobre la que el sujeto se desliza ajeno al apremio de las necesidades e inmerso en una temporalidad en bucle, sin más dirección que la de su reiteración perpetua. Así, desapercibido, el surfista habría respondido positivamente a la pregunta sobre el eterno retorno con la que Nietzsche creía llevar la voluntad a su prueba más extrema y dramática: “¿Quieres repetir esto una vez más e innumerables veces más? […] ¡qué feliz tendrías que ser contigo mismo y con la vida, para no desear nada más que esta última y eterna confirmación y sanción!” (Nietzsche, 1882/2014Nietzsche, F. (1882/2014). La gaya ciencia. En: Nietzsche, F. Obras Completas (vol. III). Madrid: Tecnos, pp. 67-466., p. 857).

 

EL SUPERVIVIENTE Y EL PARADIGMA OLÍMPICO Top

La inexperiencia de la necesidad tiene otro efecto de primera importancia para la morfología interna de la subjetividad, y muy particularmente para la que tomaba forma en aquellos decenios y decidió la suerte de los nuestros. En la medida en que parece garantizado el régimen de satisfacción de las necesidades y en que la experiencia de estas deja de transparentar la vulnerabilidad mortal del sujeto, los deseos que en el estado de necesidad casi se reducen a ser noticia psíquica de las necesidades, dejan de ceñirse a estas y cobran una autonomía y amplitud característicamente humana: el gusto.

Como es sabido sapiens significa ‘el que degusta’ y procede del latín sapio (‘degustar’), como si al hombre le caracterizara la capacidad de demorarse en la satisfacción de sus necesidades dando lugar a una experiencia nueva del mundo. El homo sapiens sería, por tanto, el que degusta, y en su sentido más primario cabría decir que es el que se demora en masticar, el que retiene el mundo que le alimenta para apreciar en él algo que no alimenta pero que le informa y le contenta: sabor. En el sabor el mundo ya no es mero alimento, y en ese ‘ser más que meramente’ el hombre se demora, hace morada y lo habita saboreándolo, sabiéndolo.

El sapiens saborea el mundo y en su boca –en su saborear– el mundo llega a ‘saberse’, a tener sabor por primera vez, porque nunca antes ningún viviente se demoró tan perfectamente en el alimento de otra forma que como mero alimento. Y por eso ningún otro inventó la gastronomía, la erótica, el vestido y la moda, la poesía y la música, la arquitectura y todas las artes. Todas ellas surgen en la demora del sapiens en la satisfacción de unas necesidades que han perdido en parte al menos el carácter de emergencia vital.

El gusto es, por tanto, la fuente amplificada del deseo respecto de la necesidad, y en el gusto el deseo alcanza una autonomía lúdica que está en la base de toda la cultura del sapiens y de la dignificación de las satisfacciones. La conversión de la necesidad en ocasión para la degustación significa la apertura del espacio de la vida en una amplitud más libre y dichosa que supone una humanización de la necesidad y del hombre mismo, potencialmente al menos. Por el contario, si el estado de necesidad es postrador, es porque ocluye esa amplitud del deseo humano y lo ciñe a la angostura de las necesidades padecidas como emergencias vitales. El bruto, dice con razón Rousseau, no tiene más deseos que los correspondientes a sus necesidades (Rousseau, 1755/2005Rousseau, J. J. (1755/2005). Discurso sobre el origen y fundamento de la desigualdad entre los hombres. Madrid: Tecnos., p. 154).

En el gusto las necesidades humanas comparecen culturalmente elaboradas y culturalmente satisfacibles. No es cierto, por tanto, que el gusto sea por sí mismo o en primera instancia una depravación del sujeto, como Rousseau aseguró. Pero ciertamente es ocasión para una peculiar impostación de lo humano: si de forma constante el gusto se encapsula y deja de referirse a la necesidad con la que ya no guarda proporcionalidad alguna -es decir, si deja de mediar entre satisfacciones y necesidades-, porque simplemente niega o ignora la necesidad, entonces la satisfacción se hace autorreferencial y nos ausenta de la común condición de seres precisados y necesitantes a la que pertenecemos con todos los demás hombres.

Así es como la satisfacción suscita su propia insatisfacción y en su falta de medida respecto de la necesidad –en su opulencia– nos aísla de las necesidades ajenas, o mejor, de la necesidad misma como carácter de lo humano. El actual régimen de satisfacción de las necesidades logrado en las sociedades desarrolladas y la consiguiente inexperiencia de la necesidad y derogación de la mortalidad, no se limita, por tanto, a habitar la mediación cultural entre deseo y necesidad que implica el gusto, sino que ha encapsulado el deseo transformando su autonomía lúdica en autorreferencial. Entre los nuevos ciudadanos de las sociedades del bienestar no es la necesidad ni su proporcionalidad libre lograda en la elaboración cultural del gusto, sino una autonomía lúdica y autorreferencial –narcisista– del deseo la que establece el régimen de las satisfacciones humanas.

El 68 es ciertamente la expresión crítica de ese malestar y la denuncia de esa opulencia, pero el denunciante es el sujeto nacido de ese régimen de satisfacciones y con los rasgos inequívocos de la ilusión histórica que supone la sociedad burguesa que deplora. Como Debord advirtió, “el hecho de que la utilidad bajo su forma más pobre (comer, habitar) ya solo exista en cuanto encerrada en la riqueza ilusoria de la supervivencia ampliada, es la base real de la aceptación de la ilusión generalizada que tiene lugar en el consumo de mercancías modernas. El consumidor real se transforma en consumidor de ilusiones” (Debord, 1967/1999Debord, G. (1967/1999). La sociedad del espectáculo. Valencia: Pre-Textos., p. 58).

Estamos, pues, ante un sujeto configurado por la inexperiencia de las necesidades que impulsa la reducción de la muerte al estatuto de incidente y la inauguración de una existencia postmortal. Una existencia en la que la autoconciencia humana se ha desprendido de su milenaria condición, y ha adoptado la de una jovialidad correlativa con la invención social de la juventud y su elevación a categoría epocal y antropológica. Pues bien, en conjunción con todo lo anterior la “supervivencia ampliada” de la que hablaba Debord, y que implica la inexperiencia de la necesidad como régimen basal de la existencia, da a luz a un super-viviente de cuya (super)vivencia se han desvanecido las referencias al trance mortal que entrañan las necesidades. Es decir, se trata de un superviviente que no lo es por prevalecer a una circunstancia o riesgo mortal, sino a la mortalidad misma; estamos, pues, ante una supervivencia como estado de la conciencia y estado civilizatorio: la jovialidad como apoteosis en la curvatura del mundo postmortal.

Como es sabido, apotheosis significa divinización, con frecuencia de un héroe vencedor. Pues bien, la supervivencia como morfología de unos seres sin necesidades pero con deseos que sacian sin apremio mortal alguno, y cuyas existencias discurren en una suerte de juventud lúdica sin fin, no es nueva. Es la vida de los dioses del Olimpo, cuyos rasgos felices resurgen ahora modélicos en la morfología de la supervivencia jovial.

Los felices dioses del Olimpo comen y beben por deleite, por un sabor que sacia, es decir, por saber: por el gusto de conocer y saborear. Y ahí revelan que su divinidad es un paradigma hiperbólico del sapiens. Desde luego que Feuberbach acertaba al respecto: “los dioses son deseos realizados” (1846/2005Feuerbach, L. (1846/2005). La esencia de la religión. Madrid: Páginas de Espuma., p. 105). O, dicho de otra forma, son la plenitud paradigmática de la super-vivencia humana; nada más (y nada menos) que una proyección de los anhelos humanos. Y precisamente porque se trata de una apoteosis antropomorfa -tal vez la más humana de las hipérboles: ser como dioses sin muerte ni necesidad-, en los supervivientes olímpicos cabe como en ninguna otra invención humana una heurística de la dicha reveladora de la naturaleza y condición del hombre; y más en particular, del hombre contemporáneo según su forma pionera, la de los jóvenes del 68, porque ningún otro se ha atrevido a derogar la muerte (ni la necesidad).

He aquí, pues, que la forma contemporánea de la autoconciencia, la jovialidad, es la realización histórica del paradigma olímpico en el superviviente postmortal. De hecho, si los deseos del hombre jovial se cumplieran, le pasaría como a Dorian Gray y “jamás vería marchitarse una sola flor de su hermosura. Jamás sentiría debilitarse en sus venas el pulso de la vida. Sería eternamente fuerte, alegre y dulce como los dioses griegos”. Y así es en efecto, aunque se trate de una eternidad finita. He ahí, pues, el paradigma olímpico que, como si de una latencia arquetípica se tratara, ha venido a resurgir remedado casi dos mil años después de su ruina en el seno de nuestra tradición, y al que no solo no ha erradicado el desencantado cientificismo tecnológico, sino que más bien lo ha hecho inopinadamente posible.

Ser como dioses había sido un deseo tan imposible como típicamente humano. Pero a despecho del viejo Aristóteles, el desarrollo tecnocientífico y político estaba transformando lo que se podía desear, pero no elegir porque era imposible, en materia de elección. Y no se trataba de meras posibilidades físicas abiertas por el progreso científico-tecnológico. Sino de imposibilidades antropológicas, pues, como aseguraba Marcuse en 1964: “el hombre puede hacer hoy más que los héroes y semidioses de la cultura; ha resuelto muchos problemas insolubles” (Marcuse, 1964/1981Marcuse, H. (1964/1981). El hombre unidimensional. Barcelona: Ariel., p. 89).

 

NOTAS Top

[1]

La centralidad de los ritos de duelo ha sido descrita y documentada por di Nola (2006Di Nola, A. M. (2006). La muerte derrotada. Antropología de la muerte y el duelo. Barcelona: Belacqua.).

[2]

En castellano (y en portugués) el término joven ni siquiera se utiliza apenas hasta finales del siglo XVI, y todavía permanece como un cultismo en contraste con la voz más común mozo. Por ejemplo, en el Quijote la voz joven no aparece más que en una ocasión. Más tardía es la voz juventud (cfr. rominas. Diccionario etimológico. Madrid: Gredos).

[3]

“La juventud como producto engendrado socialmente: en ningún lugar ni periodo histórico cabría definir a la juventud mediante meros criterios biológicos o con arreglo a criterios jurídicos” (Levi y Schmitt, 1996Levi, G. y Schmitt, J.-C. (1996). Historia de los jóvenes. Madrid: Taurus., p. 14).

[4]

En una entrevista publicada por el diario El País el 20 de julio de 2014.

 

BIBLIOGRAFÍATop

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