RESEÑAS DE LIBROS/BOOK REVIEWS

 

Adolfo Torrecilla. Cien años de literatura a la sombra del Gulag 1917-2017.
Madrid: Ediciones Rialp, 2017, 483 pp. ISBN:978-84-321-4913-9

 

 

 

Adolfo Torrecilla (Madrid, 1960) es profesor, crítico literario y colabora en diferentes revistas y medios de comunicación. Dirige la sección de literatura de la agencia Aceprensa y, entre otras publicaciones, es autor de Dos gardenias para ti y otros relatos.

Cien años de literatura a la sombra del Gulag 1917-2017 es un valioso ensayo que analiza de manera rigurosa y didáctica más de un centenar de obras de diversos géneros que versan sobre la experiencia que tuvieron sus autores en los gulag, los asesinatos cometidos en la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) o en países del Telón de Acero y lo acontecido en otras geografías de la barbarie como China, Camboya o Corea del Norte.

El ensayo que nos ocupa comienza con una pregunta directa del autor a los lectores: ¿cuándo asumiremos que Kolimá y Auswitch son las dos caras de una misma moneda? De este modo, a lo largo de las tres partes en que estructura su obra, trata de justificar dicha “afirmación”. Comienza mostrando una visión global de la maquinaria represiva en la URSS, cuyas víctimas, para sorpresa del autor, no parecen formar parte del imaginario colectivo. En el segundo y tercer capítulo ilustra purgas, torturas, exterminios, matanzas en masa, persecuciones, fusilamientos, trabajos forzados, exilios, apaleamientos hasta la muerte, esclavitud, hambrunas… con la “experiencia” de autores que vivieron y sufrieron en carne propia el terror rojo, autores que mantuvieron la dignidad de la palabra y enfrentaron el daño para ajusticiar la sinrazón de aquellos años.

Uno de los grandes aciertos del ensayo de Adolfo Torrecilla es que se aleja de ser un mero registro bibliográfico, recorre las geografías de la barbarie mediante un exhaustivo estudio sobre los literatos y el contexto histórico en que se hallan, apostillando aspectos éticos y estéticos de sus obras que nos ayudan a vislumbrar el valor de sus legados literarios.

Una breve, pero útil, cronología histórica y literaria que va desde 1894 hasta 2017, tras la que se advierte a los lectores de que se trata solo de una selección de obras publicadas en castellano en las que se han occidentalizado en la medida de lo posible algunas de las grafías de sus nombres, nos adentra en la primera parte subtitulada “Itinerario de una memoria olvidada”. El autor sitúa al lector en la revolución rusa de 1917, movimiento que transformó la historia de muchos países y de millones de personas, a la vez que determinó las manifestaciones artísticas y culturales de su tiempo. El régimen busca saboteadores por todos lados y la URSS se convierte en un centro de espionaje donde la racionalidad revolucionaria sustituye a la justicia. El Partido debilitó la agricultura creando las condiciones propicias para las terribles y devastadoras hambrunas que acabaron con la vida de siete millones de personas; decidió eliminar la intelligentsia estandarizando a los escritores a los que consideraba “los ingenieros del alma”. La literatura solo tiene un camino: el realismo socialista. 1937 marca un punto y aparte en la historia de los gulag pues dejan de ser prisiones para convertirse en verdaderos campos de exterminio. Algunas voces como la de Victor Serge o Arthur Koestler comienzan a oírse pero, y esta es una de las cuestiones que asombra sobremanera al autor, la inteligencia occidental se muestra más indulgente con el comunismo que con el nazismo o fascismo. Solzhenitsyn, aprovechando una delgada política aperturista, publica Un día en la vida de Iván Denísovich. Fue rápidamente retirada de circulación, pero a partir de dicha obra, nada fue lo mismo.

En la segunda parte, nos sumergimos de lleno con Adolfo Torrecilla en los “Testimonios literarios de la represión en la URSS y otros países comunistas” Así, José M. Faraldo con Historia y memoria de la Revolución da cuenta de cómo las autoridades bolcheviques construyeron desde el principio su propia memoria. Surge lo que Anne Applebaum en Gulag denomina el homo sovieticus: la sumisa aceptación del comunismo como único sistema de vida que incluso hace peligrar la cultura al desaparecer la libertad de ejercer la crítica. Algunos escritores como César Vallejo o R. J. Sénder se mostrarán en sus obras encandilados con los ideales utópicos, otros como Stefan Zweig serán conscientes de que en su viaje a Rusia, a pesar de enseñarles muchas cosas, dejan de enseñarles otras muchas. Los primeros en criticar los métodos de la URSS fueron Victor Serge con Ciudad conquistada, Arthur Koestler con El cero y el infinito o Jan Vatlin con La noche quedó atrás, pero el verdadero juicio de Nürenberg del comunismo, comenta Torrecilla, fue la obra Archipiélago Gulag de Alexander Solzhenitsyn. Tras él llegaron Relatos de Kolimá de Varlam Shalamov o Vida y destino de Vasili Grossman, entre otros que demostrarán que, como dice Enrique Fernández Vernet, “el Gulag no solo estaba en los campos penitenciarios, sino que habitaba en el alma de las personas”. El fin del «Homo Sovieticus» de Svetlana Alexiévich, Premio Nobel 2015, da cuenta de la desintegración de la URSS y junto con otras obras, como Vida e insólitas aventuras del soldado Iván Chonkin o El compromiso, imprimirá una cierta distancia al acontecimiento introduciendo el humor y la sátira para combatir la censura bolchevique. Llegados a este punto el repaso literario al que nos ha enfrentado el autor nos deja una visión holística de la represión en la URSS.

En la tercera parte o “Geografías de la barbarie”, Torrecilla transita con los autores seleccionados y las obras más representativas de estos los países azotados por el comunismo. Inicia la memoria de la sin memoria en un viaje tanto físico como psicológico, como denota la frase de Fatos Kongoli: “Me fugué a mi interior, a los territorios de la soledad. No existe fuga más amarga, pero tampoco más segura”. Las obras que Torrecilla nos propone tratan de hacer frente a los interrogantes que planteó dicho momento histórico. Así, el checo Arthur London plantea en La confesión su incomprensión ante la indiferencia con que el resto de países asistía al horror bolchevique. El rumano Dan Lungu en ¡Soy un vejestorio comunista! refleja lo paradójico que resulta que una parte de la población, habiendo vivido un régimen totalitario e inhumano, fuera capaz de sentir nostalgia de él. El búlgaro Angel Wagenstein en El Pentateuco de Isaac, donde su protagonista Itzik recorre todas las estaciones más oscuras de la historia europea del siglo XX, desenmascara con una sola frase el terror de Stalin, como lo denomina Applebaum: “... me fui a la guerra como austro-húngaro y regresé como polaco.” Habrá autores como Gÿorgy Dragomán que decidan narrar, por ejemplo, el infierno vivido por Yata y su madre a la que apodaban “la zorra judía”, sin ningún tipo de bálsamo. O autoras como Monika Zgustova que aportará un rayo de esperanza ante tanto dolor y sufrimiento: “Me doy cuenta de que sin mi experiencia en el Gulag no sería como soy... si uno pasa por el campo y no se convierte en un ogro… está acorazado. Ha pasado la prueba”. De uno u otro modo, Adolfo Torrecilla -como afirma Varujan Vosganian en El libro de los suspiros: “Yo soy, sobre todo, lo que no he podido realizar”- piensa que la huella en el alma humana permanecerá indeleble hasta que se haga justicia.

Cuando Adolfo Torrecilla hace alusión a Corea del Norte, llama la atención la actualidad del problema al que nuestra sociedad, en palabras del autor, sigue sin querer volver los ojos. En Los acuarios de Pyongyang, Kan Chol Hwan relata su experiencia en un campo de concentración coreano en la década de los 90, donde se calcula siguen hoy día prisioneros más de 200.000 coreanos. Es por testimonios como este por lo que Camboya, China o incluso Cuba ocupan también un lugar en dichas geografías de la barbarie declaradas por el autor, porque siguen revelando lo poco que vale una vida cuando la ideología se vuelve demente.

Concluye Torrecilla alegando que el terror soviético o chino con Mao o de Pol Pot en Camboya…, descrito ampliamente en todas estas obras, ha contado con aliados como la falta de imágenes, la ausencia de asociaciones que den visibilidad a los hechos, como sucede con la Shoah, que a menudo los crímenes nazis acaparan toda la atención encubriendo los soviéticos que continuaron al menos hasta 1953, o el hecho de que muchos intelectuales confiaran en el comunismo como la llegada de un tiempo nuevo... Todo esto, si recurrimos a la consigna de Agamben, amenaza con volver a repetirse, aunque en el “Epílogo” de Cien años de literatura a la sombra del Gulag 1917-2017, Torrecilla hace hincapié en que, en una sociedad analgésica, portadora de un individualismo gregario y anarquizante a partes iguales, que diluye la memoria a largo plazo trivializando los horrores del pasado, se auguran males mucho más graves en el futuro.

En este ameno e interesante repaso por el gran osario de la memoria histórica, como afirma Shentalinski en 1988 cuando se le permite acceder a la Lubianka para indagar el paradero de miles de escritores represaliados y asesinados, encontraremos autores tan conocidos como Czeslaw Milosz o Borís Pasternak, entre otros que no lo son tanto como Esther Hautzig o Denise Affonço, pero que según Torrecilla merecen serlo. La más que recomendable obra que tenemos ante nosotros supone un homenaje literario a la propia literatura que resultó, y siempre ha resultado, indispensable como reducto humano en épocas donde el hombre se olvida de ser hombre. Magnífica obra que nos emplaza a descubrir futuras lecturas que merecen un lugar privilegiado en la memoria colectiva de la humanidad pues, como afirma Adolfo Torrecilla, no debemos dejar de leer y escribir sobre aquello.

 

Rebeca Gómez Cifuentes
Universidad del País Vasco

 

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