ARBOR Ciencia, Pensamiento y Cultura 197 (802)
octubre-diciembre, 2021, a633
ISSN: 0210-1963, eISSN: 1988-303X
https://doi.org/10.3989/arbor.2021.802011

RESEÑAS DE LIBROS

BOOK REVIEWS

José Luis Granados Mateo

Universidad de Deusto

Echeverría, Javier y Lola S. Almendros (2020). Tecnopersonas. Cómo las tecnologías nos transforman. Gijón: Ediciones Trea, 454 páginas. ISBN-10: 8417987401, ISBN-13: 978-8417987404.

CONTENIDO

A estas alturas no cabe duda de que las tecnologías nos transforman. Lo relevante -e indignante, si se me permite- es que muchas tecnologías digitales lo hagan performativamente y con inequívocas intenciones de dominar y controlar nuestras mentes. Ello no pretende suscitar, por supuesto, que las máquinas nos acabarán dominando por sí mismas a lo Skynet. Lo que quiere decir es que quienes lo harán -si no nos defendemos- serán los señores del aire (Echeverría, 1999Echeverría, Javier. Los señores del aire: telépolis y el tercer entorno. Barcelona: Destino, 1999.): empresas como Google, Twitter o Facebook que manejan los hilos de dichas tecnologías detrás del telón. Al menos, esa una de las principales conclusiones que se desprenden de los numerosos ejemplos y nociones que Javier Echeverría y Lola S. Almendros presentan en su último ensayo. En él se actualizan y amplían varias de las hipótesis que el propio Echeverría viene desarrollando desde la década de los 90 y donde, más que en cualquier otra ocasión, se despliega una montaña de términos tecno en cuya cúspide reluce la propuesta conceptual que da título a la obra: las tecnopersonas.

Para tratar de comprender qué son las tecnopersonas y cuáles son algunas de las cuestiones filosóficas que suscitan, el libro está estructurado en tres partes diferenciadas. La elucidación propiamente conceptual se desenvuelve en la segunda parte mediante aproximaciones sucesivas, antes de la cual se introduce una notable revisión histórico-filosófica de la noción de persona. Desde las ideas clásicas hasta las modernas, los autores retoman las aportaciones de Descartes, Locke, Leibniz, Berkeley o Kant, y subrayan la autoconciencia como un rasgo fundamental que distinguirá a las personas de las tecnopersonas, las cuales son ante todo heteroconscientes. Por otra parte, se hace hincapié en la disruptiva proliferación de tecnociencias durante la segunda mitad del siglo XX y, particularmente, en cómo la emergencia de las TIC ha propiciado la aparición de un espacio social -el tercer entorno- que ha transformado la manera en que experimentamos el mundo. De hecho, la tercera parte del libro está dedicada a una serie de experimentos conceptuales en los que se indaga, por ejemplo, en cómo dichas tecnologías han introducido nuevas formas -pace Kant- de tiempo y espacio, las cuales denominan tecnotiempo y tecnoespacio. Junto con otros vocablos como tecnolenguaje, tecnopoder o tecnopolítica, en general se muestra el potencial heurístico de lo tecno como matriz conceptual a la hora de elaborar una filosofía centrada en la ineludible mediación tecnológica de muchos de los temas de nuestro tiempo, ¡incluido el tecno-covid 19!

A mi modo de ver, una de las virtudes del libro es que consigue demostrar que merece la pena hablar de tecnopersonas, distintas de las personas físicas y jurídicas. Y es que con ellas los autores aluden a entidades muy diversas ontológicamente, pero adhiriéndolas a tres modalidades básicas que, a mi juicio, establecen un orden conceptual oportuno para la reflexión de cuestiones éticas, políticas, económicas y sociales de y en las tecnologías digitales. En primer lugar, los autores aluden a las tecnopersonas como «aquellos seres humanos que dependen radicalmente de las tecnologías para vivir, hasta el punto de que muchas de sus acciones cotidianas se realizan mediante implementaciones tecnológicas informatizadas» (p. 81). En segundo lugar, también habría tecnopersonas no sustentadas en cuerpos orgánicos, sino en materiales y cuerpos inanimados, como los «robots y otras modalidades de software, que simulan y potencian funciones y capacidades mentales de los seres humanos» (pp. 81-82). De modo que, además de los humanos mediados tecnológicamente, también serían tecnopersonas el androide ASIMO de Honda Robotics o el NAO de Aldebaran Robotics. Por último, serían igualmente tecnopersonas «aquellos personajes literarios, cinematográficos, de dibujos animados o de videojuegos que sirven como iconos imaginarios para los dos tipos de tecnopersonas recién mencionados» (p. 83). Un ejemplo de esto último serían los influencers, streamers o youtubers que, además de tener sus propias identidades digitales, construyen un personaje tecnológicamente. Y otro tanto ocurriría con robots ficticios, como los Transformers o el afable Johnny 5 de Cortocircuito.

Las tres modalidades de tecnopersona no pretenden ser clases disjuntas, sino que pueden intersecarse en una serie de rasgos comunes, permitiendo hablar así de grados de tecnopersonificación. La cuestión de las tecnopersonas no está en ser o no ser, por tanto, sino en ser más o menos en función del grado de mediación tecnológica que las constituyen. Este acertado paso de una ontología absoluta a una gradual se complementa, además, con la diferenciación entre tecnopersonas individuales y colectivas: piénsese en las múltiples empresas e instituciones instaladas en el espacio electrónico, así como en las diversas tecnocomunidades de software libre. En cualquiera de los casos, los autores inciden en que las diferentes tecnopersonas se relacionan e interactúan en tecnomundos: hábitats tecnológicos que pueden ser desde una red social hasta un hogar domotizado, pasando por plataformas como Netflix, Amazon Prime Video, o Twitch. Y es aquí, en la evaluación crítica de estos hábitats, donde se puede encontrar otra de las virtudes del ensayo.

Lejos de defender una postura tecnófoba, Echeverría y Almendros elaboran una crítica bien mesurada ante ciertas realidades que rigen la vida online y que a menudo pasan inadvertidas ante los ojos del usuario medio. Baste citar el caso de Cambridge Analytica y la preconizada transparencia de Facebook para que los usuarios entregaran datos de sus vidas privadas e íntimas. Y es que tras el fracaso de la Cumbre Mundial de la Sociedad de la Información en 2003 y 2005, la realidad es que el tercer entorno sigue regido por diversos tecnopoderes bajo una suerte de neofeudalismo, donde no hay democracia ni separación de poderes alguna. De ahí que los autores llamen a los usuarios a apropiarse mentalmente de las tecnologías digitales, para que sepan utilizarlas de forma consciente y se emancipen de la dominación mental por parte de los señores del aire. Algo que debería ir en sintonía, por cierto, con el respeto a unos Derechos Humanos que los autores reexaminan y adaptan para que sean aplicables también en redes telemáticas y electrónicas, no solo en territorios. A este respecto, su propuesta es interesante porque converge con otras iniciativas similares promovidas en el mundo académico hispanohablante, como es el caso de la Declaración de Derechos Humanos en Entornos Digitales planteada por la Universidad de Deusto1Puede consultarse en: https://www.deusto.es/cs/Satellite/deusto/es/universidad-deusto/sobre-deusto-0/derechos-humanos-en-entornos-digitales.

Muchas de las coletillas que Echeverría y Almendros añaden a la carta 1948 -como la defensa de los derechos y libertades «sin distinción alguna de lugar de acceso, capacidades cognitivas y tecnológicas, etc.» (p. 196)- se ven reflejadas, por ejemplo, en varios de los derechos propuestos por Deusto. Piénsese en el «Derecho a la accesibilidad universal a internet», independientemente de la ubicación geográfica, nivel económico, discapacidades u otros condicionantes personales. Lo mismo ocurre con el «Derecho a la identidad personal digital», con el que toda persona tiene derecho a controlar su identidad en la red y a evitar la injerencia no deseada de terceros en la gestión de esta. Y otro tanto sucede con el «Derecho a la privacidad en entornos tecnológicos» o el «Derecho al legado digital», muy relacionado con los tecnocementerios a los que aluden los autores, con el que toda persona tiene derecho a la gestión de su identidad y herencia digital con carácter moris-causa. Ambos planteamientos convergen en ideas parejas, aunque Echeverría y Almendros hacen hincapié en la exigencia de leyes en las redes ante las normas de uso impuestas por cada señor del aire en un contrato privado y mercantil.

Si bien todos estos ingredientes hacen su lectura conveniente tanto para filósofos de la tecnología como para tecnólogos y usuarios, también es posible que algunos lectores contrasten sus virtudes con algunos vicios, entre los que quizá se encuentre la inflación de términos tecno. Uno de los objetivos del libro es fomentar ese prefijo «en español combinándolo con diversos sustantivos, verbos y adjetivos» con el objetivo de «indagar en el sentido y los posibles significados de varios neologismos» (p. 19). Una propuesta ambiciosa, coherente y rigurosamente argumentada para el caso de las tecnopersonas. Sin embargo, está por ver si el resto de neologismos son igualmente necesarios y, sobre todo, si su uso sistemático acabará siendo oportuno para el resto de las personas interesadas en este -eso sí- importante tema de nuestro tiempo.

REFERENCIAS

 

Echeverría, Javier. Los señores del aire: telépolis y el tercer entorno. Barcelona: Destino, 1999.