ARBOR Ciencia, Pensamiento y Cultura 198 (803-804)
enero-junio, 2022, a635
ISSN: 0210-1963, eISSN: 1988-303X
https://doi.org/10.3989/arbor.2022.803-804002

LOS ESPACIOS URBANOS DE LA DEMOCRACIA. DEL ÁGORA A LA PLAZA

URBAN SPACES IN DEMOCRACY. FROM THE AGORA TO THE SQUARE

Francisco Colom González

Consejo Superior de Investigaciones Científicas

https://orcid.org/0000-0002-7812-4535

RESUMEN

A lo largo de la historia la ciudad ha constituido el espacio por excelencia de la democracia. Esta es la razón por la que reconstruyendo la cambiante funcionalidad de los espacios urbanos podemos rastrear la genealogía de la esfera pública. Este artículo aborda el estudio de las prácticas democráticas a través de los lugares de la ciudad en los que se han desarrollado, particularmente las plazas públicas. Las plazas se presentan desde esta perspectiva como un espacio agonístico añadido a las instituciones formales de representación política.

Palabras clave: 
Espacios urbanos, democracia; agonismo; plazas públicas
ABSTRACT

Throughout history, the city has been the quintessential space for democracy. This is why it is possible to trace the genealogy of the public sphere by reconstructing the changing functionality of urban spaces. This article addresses the study of democratic practices through the places in the city where they have been developed, especially public squares. From this point of view, squares are presented as an agonistic space added to the formal institutions for political representation.

Keywords: 
Urban spaces; democracy; agonism; public squares

Recibido: 4  mayo  2021. Aceptado: 9  julio  2021. Publicado: 19  April  2022

Esta publicación es parte del proyecto de I+D+i /PID2020-120021GB-100/ financiado por MCIN/AEI/10.13039/501100011033/

Cómo citar este artículo/Citation: Colom González, Francisco (2021). Los espacios urbanos de la democracia. Del ágora a la plaza. Arbor, 198(803-804): a635. https://doi.org/10.3989/arbor.2022.803-804002

CONTENIDO

1. INTRODUCCIÓN

 

La acción política posee una dimensión espacial a la que se ha prestado relativamente poca atención en los estudios filosóficos sobre la misma. La idea de una esfera pública (Öffenlichkeit), rescatada como categoría constitutiva de la sociedad burguesa y reelaborada normativamente por Jürgen Habermas en los años 60, dominó durante largo tiempo los debates en torno al tema (Habermas, 1962Habermas, Jürgen (1962). Strukturwandel der Öffentlichkeit Untersuchungen zu einer Kategorie der bürgerlichen Gesellschaft. Darmstadt/Neuwied: Luchterhand.). Años más tarde, Giovanni Sartori (1998)Sartori, Giovanni (1998). Homo videns. La sociedad teledirigida. Madrid: Taurus. advirtió del papel predominante que los medios audiovisuales habían adquirido en la configuración y deformación de la opinión política en las democracias de masas. Mucho antes de que se hablase de «post-verdad», Sartori acuñó el término de «post-pensamiento» (post-pensiero), una admonición sobre el nuevo tipo de populismo que asomaba en un país recién salido del primer gobierno de Berlusconi, un magnate de la construcción reconvertido en político mediante el control empresarial de los medios de comunicación italianos. Sartori pensaba que la televisión sustituye la palabra por la imagen, alejando al ser humano de la capacidad simbólica que lo define como homo sapiens. La televisión, por lo demás, nos mostraría imágenes reales, mientras que la realidad virtual representada en internet sería tan solo una simulación, una irrealidad. La cuestión, no obstante, ha demostrado ser más compleja. El ciberespacio nos permite aislarnos en una burbuja comunicativa diseñada a nuestro gusto: ver sólo lo que queremos ver, oír exclusivamente lo que queremos oír. Irónicamente, el efecto de la universalización virtual de la comunicación ha sido el contrario del que cabría esperar: la desagregación de la esfera pública en una serie de espacios aislados y autorreferenciales, opacos a la contrastación crítica de argumentos discordantes.

Sin embargo, la democracia ha dependido históricamente de la exposición de los ciudadanos a cuestiones e ideas que no necesariamente comparten. El papel de la esfera pública en sus distintas modulaciones históricas, desde los salones literarios del siglo XVIII hasta las actuales redes sociales, consistía idealmente en lograr un tipo de deliberación que sometiese la diferencia de opiniones a un criterio compartido de racionalidad crítica. La noción de «cultura política», elaborada por Gabriel Almond y Sidney Verba en la última postguerra (1963Almond, Gabriel A. y Verba, Sidney (1963). The Civic Culture: Political Attitudes and Democracy in Five Nations. Princeton: Princeton University Press. https://doi.org/10.1515/9781400874569 ), no era enteramente psicológica o cultural, como denunciaron sus detractores, ya que defendía la existencia de un vínculo entre las virtudes políticas necesarias para la estabilidad de la democracia y un régimen de participación ciudadana ligado a ella. Ese vínculo discursivo -el uso público de la razón, por expresarlo en términos rawlsianos (Rawls, 1995Rawls, John (1995). Liberalismo político. México: Fondo de Cultura Económica.)- se ha ido perdiendo en el mundo de la ciberpolítica, fragmentado en islas de opinión y movilización emocional con tendencias autistas (Sunstein, 2003Sunstein, Cass (2003). República.com: Internet, democracia y libertad. Barcelona: Paidós.).

La preocupación por la menguante calidad de la esfera pública ha corrido pues paralela a la aparición de nuevos espacios políticos cuya relación con la realidad se ha hecho cada vez más difícil de someter a un juicio razonado. En cualquier caso, las opiniones y emociones arrojadas a la esfera pública han contado siempre con unos determinados escenarios. Entendida como una práctica social, la democracia depende en gran medida de la disponibilidad de espacios en los que escenificar los consensos y disensos colectivos ligados al autogobierno de una sociedad. Si bien la esfera pública se ha visto profundamente transformada por los medios de comunicación de masas y la reciente irrupción de las redes sociales, los espacios materiales siguen desempeñando un papel fundamental en el funcionamiento de las democracias contemporáneas. Dicho de manera sucinta, no puede existir esfera pública ni democracia sin los espacios físicos que la sustentan (Parkinson, 2012Parkinson, John R. (2012). Democracy and Public Space. The Physical Sites of Democratic Performance. Oxford: Oxford University Press, https://doi.org/10.1093/acprof:osobl/9780199214563.003.0003 ). Aunque el mundo actual late al ritmo de la comunicación virtual, ésta se sigue nutriendo de hechos que acontecen en el espacio real. Movimientos como la «primavera árabe», los «chalecos amarillos», Black Lives Matter o las protestas contra el cambio climático tuvieron que ocupar primero las calles antes de poder hacerse virales. Una cuestión distinta es que la esfera virtual haya incrementado enormemente las posibilidades de mentir y manipular la información que circula por ella.

2. LA CIUDAD COMO ESPACIO POLÍTICO

 

Si bien la historiografía moderna se ha volcado en el estudio del Estado-nación, un artefacto político relativamente reciente, desde mucho antes la ciudad ha constituido el espacio político por excelencia de la democracia occidental. A lo largo de la historia los espacios urbanos, y no sólo determinados lugares institucionales, han sido el escenario recurrente de todo tipo de prácticas políticas. Al fin y al cabo, es en las calles y plazas donde tienen lugar las manifestaciones y revueltas, donde los líderes políticos son aclamados o abucheados, por donde discurren los desfiles y las ceremonias públicas. Esta es la razón por la que un recorrido histórico por la cambiante funcionalidad de los espacios urbanos nos permite rastrear la genealogía de la propia esfera pública.

La antigua Grecia suele ser calificada como la cuna de la democracia. La polis fue concebida por los griegos como el ámbito más propicio para llevar una «vida buena» y desarrollar en su plenitud el potencial de la naturaleza humana. Por ello, la filosofía no sólo nació en la ciudad, sino que ésta se convirtió también en objeto de su reflexión. Desde un punto de vista urbanístico, la aparición de la polis y su particular vida política está ligada a la creación de espacios públicos con una jerarquía simbólica. La democracia ateniense se engendró en unos espacios específicos que permitían reunirse a un gran número de personas con el fin de escucharse y deliberar. El ágora, el centro de la vida pública ateniense, significaba literalmente «lugar de reunión» e isegoría el concomitante derecho de sus ciudadanos a participar en pie de igualdad en la deliberación. En sus inicios, sin embargo, el espacio público lo fue tal en su calidad de espacio de culto, pasando con el tiempo a convertirse en un espacio protegido directamente por la ciudad (Lafon et al., 2003Lafon, Xavier; Marc, Jean-Yves y Sartre, Maurice (2003). La ville antique. Paris: Éditions du Seuil.). La diferenciación de los espacios públicos y privados sería en última instancia más relevante para la ciudad antigua que la oposición entre espacios profanos y sagrados. A diferencia de la acrópolis, la ciudadela elevada sobre una colina donde se ubicaban los principales templos, el ágora era una gran explanada progresivamente rodeada de edificios porticados, las stoai, en la que destacaban varios promontorios con funciones políticas específicas, como el areópago o colina de Ares, una formación rocosa donde deliberaba del consejo de magistrados, y el pnyx, un auditorio natural donde se reunía la ekklesía o asamblea ciudadana. Sin embargo, las funciones del ágora eran muchas más: era lugar de gobierno y a la vez mercado, lugar de encuentro social, espacio de culto y escenario de espectáculos.

La vida doméstica tenía en la Grecia antigua un papel secundario con respecto a las actividades comunitarias. Estas discurrían en torno a los edificios y espacios nucleares de la ciudad, cuya ubicación obedecía a la conveniencia física o la santidad del lugar (Roland, 1987Roland, Martin (1987). Rôle des principes fonctionnels dans l’urbanisme de la Grèce antique. Publications de l’École Française de Rome, 99 (1), 89-117. ). Los barrios residenciales simplemente ocupaban los intersticios. El modo griego de abordar el planeamiento urbano fue por ello eminentemente práctico y no resultado de un cuerpo teórico reconocible. Tras la devastación sufrida con las guerras médicas, la reconstrucción de Atenas no siguió un plano prefijado, sino que restituyó los lugares tradicionales de culto y reunión, confiando el resto a un desordenado crecimiento orgánico (Morris, 1984: 55Morris, Anthony Edwin J. (1984). Historia de la forma urbana. Desde sus orígenes hasta la revolución industrial. Barcelona: Gustavo Gil.). En Roma fue también una planicie, el forum, el espacio donde tenían lugar las principales reuniones políticas, aunque desprovistas ya del componente democrático ateniense. Las asambleas curiadas y tribales se celebraban a cielo abierto, en el comitium, o bajo el techo de la Curia Hostilia, el lugar de deliberación del senado. A partir del siglo IV a.C., las actividades económicas fueron desalojadas del foro y éste se fue colmando de estatuas, arcos y todo tipo de ornamentos arquitectónicos, transformándose en un espacio para la representación del prestigio de la propia Roma y de sus sucesivos emperadores (Rossi, 1984Rossi, Aldo (1984). The Architecture of the City. Cambridge: MIT Press.). El papel de estas antiguas «plazas» en la configuración del paisaje político de la ciudad antigua fue, pues, predominante.

Con el tránsito a la Edad Media, la progresiva ruralización de Europa occidental y la transformación de los fundamentos de la legitimidad política, las plazas públicas preservaron su antiguo papel comercial, pero perdieron su función como espacio político y deliberativo. En una estructura como la feudal, basada no ya en el sometimiento a una potestas imperial o en la deliberación pública de ciudadanos libres, sino en fidelidades contractuales entre señores y vasallos y una sanción ultraterrena del orden social, las categorías de la vida política fueron reformuladas en un lenguaje teológico. La esfera pública y sus espacios sufrieron una transformación concomitante. Este rasgo es el que llevó a Hannah Arendt a juzgar que el espacio político de la Antigüedad clásica desapareció en la sociedad medieval, reducido a la interacción de un conjunto de oikoi o unidades domésticas sin un ámbito compartido de acción cívica. Si la polis fue un espacio jurídico-político diseñado para el ejercicio de la libertad de sus ciudadanos, el orden político medieval, reducido a la protección del dominium individual en el marco del derecho natural, equivalía para Arendt a la absorción de la esfera de lo político por el ámbito de lo social y, en última instancia, a su desaparición (Arendt, 1958: 30-31Arendt, Hannah (1958). The Human Condition. Chicago and London: The University of Press.). El espacio público de las ciudades medievales reutilizó en muchos casos las ruinas heredadas del mundo clásico. Sin embargo, las plazas de los burgos dieron cabida a los nuevos edificios del poder religioso y civil: la catedral, cuyo atrio era zona de asilo y funcionaba ocasionalmente como corte de justicia, y el palacio comunal, sede de la participación política en las repúblicas urbanas del Renacimiento. Estas plazas carecieron por lo general de un diseño específico y constituían una ampliación natural del espacio de las actividades mercantiles que se extendían por los entresijos de los burgos. Junto a ellas se alzaban los torreones de la nobleza, todavía preservados en numerosas ciudades italianas. Durante el Quattrocento, el interés urbanístico por la forma óptima de sociabilidad migró de la esfera ultraterrena al ámbito estético. Para tratadistas como Leon Battista Alberti el prestigio de una ciudad se reconocía por la calidad de su arquitectura, en la que quedaba metafóricamente reflejado el ideal cívico de sus habitantes. La búsqueda de la «ciudad ideal» perseguía por ello unos fines éticos: el florecimiento de la virtù mediante la perfección de la forma construida. El urbanismo barroco se abriría más tarde a los trampantojos arquitectónicos y los efectos ópticos en una concepción de la ciudad como escenario para el ojo humano (Trachtenberg, 1997Trachtenberg, Marvin (1997). The Dominion of the Eye. Urbanism, Art and Power in Early Modern Florence. Cambridge: Cambridge University Press.). La creación de nuevas plazas monumentales, como la Plaza de las Victorias, la Plaza Vendôme y la de los Inválidos en París, o la inclusión en ellas de zonas arboladas, como en las plazas de Bloomsbury, Queen y el Soho en Londres, alteró la multifuncionalidad y libertad de reunión de este tipo de espacios. Este hecho promovió indirectamente la creación de espacios públicos más especializados -cafés, parques y teatros- que se encuentran en los orígenes de la esfera pública burguesa (Sennett, 1978: 72Sennett, Richard (1978). El declive del hombre público. Barcelona: Península.).

El afianzamiento del absolutismo se hizo en buena medida en contra de los derechos medievales de las ciudades. Desde el siglo XVI, reyes y emperadores comenzaron a ejercer su poder desde un espacio nuevo y diferenciado del territorio sobre el que dominaban: la corte. Esta fue inicialmente itinerante, al depender su sustento de tributos pagados en especie, hasta que el incremento de las rentas reales permitió construir imponentes estructuras palaciegas. La soberanía del monarca absoluto se representaba ante los súbditos como un espectáculo político. La corte constituía en este sentido el espacio de la «civilización» (Elias, 1982Elias, Norbert (1982). La sociedad cortesana. México: Fondo de Cultura Económica. ), del cultivo de las buenas formas y maneras, pero también de las conspiraciones y maniobras políticas de los cortesanos. Si la corte representaba el terreno inmediato y principal de la acción del monarca, el reino constituía un espacio mediado y secundario. La formación de la opinión política en la sociedad cortesana discurría dentro de un pequeño círculo social delimitado por la igualdad de rango y las estrictas obligaciones de representación del mismo.

Luis XIV y el palacio de Versalles constituyen el ejemplo más soberbio de este modelo, pero como señaló con ácida ironía Arnold Toynbee (1970: 33Toynbee, Arnold J. (1970). Cities on the move. London: Oxford University Press.), no debemos dejarnos impresionar sólo por la aparatosidad arquitectónica de la morada del Rey Sol: su distancia de París medía también el temor que éste le tenía a sus pobladores, una prevención nada infundada a tenor de lo que éstos le harían a su nieto. La relación entre la corte y la ciudad se mantenía, pues, en un tenso equilibrio. Los miembros más distinguidos del séquito real, obligados por los imperativos del prestigio, solían disponer simultáneamente de un alojamiento en palacio y de un hôtel particulier en París. Este espacio público cortesano contaba, además, con una caja de resonancia que lo conectaba con el pueblo llano, ya fuese bajo la forma de la fiesta barroca, con su inclusión jerarquizada de los distintos estamentos sociales, o mediante espacios informales destinados a la circulación de noticias, chismes y rumores, como en el famoso mentidero de las Gradas de San Felipe el Real en Madrid (Deleito y Piñuela, 1942Deleito y Piñuela, José (1942). Sólo Madrid es corte. La capital de dos mundos bajo Felipe IV. Madrid: Espasa Calpe.). A diferencia del universo cortesano, los Estados nacionales se han articulado en torno a una capitalidad urbana que funciona como centro de un espacio político concebido en términos homogéneos. El rey absoluto lo era en cada una de sus posesiones de acuerdo con las leyes y estatutos locales. La capital de un Estado nacional, por el contrario, se asocia a un núcleo político-territorial desde el que irradia idealmente su autoridad hacia los polos periféricos, sometidos a un orden jerárquico y limitados funcionalmente a la transmisión de las órdenes que emanan de aquél.

Con el tránsito a las democracias constitucionales, los parlamentos se transformaron en sede de la soberanía popular y en el espacio por excelencia de la vida política institucional. El liberalismo ha tendido a confinar en ellos y en la opinión pública el componente deliberativo de la democracia. Para albergarlos se construyeron en las afueras de las capitales desde el siglo XIX extensas estructuras arquitectónicas, por lo general de estilo gótico o neoclásico. El vigor de la historia democrática de un país ha quedado reflejado en la solera y la magnificencia de estos edificios. Pero la vida democrática no se limita a las estructuras parlamentarias y la circulación impresa o audiovisual de las opiniones. La política moderna ha encontrado asimismo formas extraparlamentarias de expresión. Durante el último medio siglo, las recurrentes crisis y déficits de legitimación de los sistemas democráticos han alimentado el interés por explorar espacios y actores que puedan complementar y dar mayor vitalidad a la política representativa, desde los movimientos sociales y las organizaciones del voluntariado hasta las formas alternativas de autoorganización.

Por su propia condición y estructura, las calles y plazas han sido un espacio recurrente de confrontación y reivindicación política. Aunque la ciudad ha sido siempre un terreno propicio para la consecución de derechos individuales y bienes colectivos, también ha puesto sistemáticamente a prueba la forma de reconocerlos y distribuirlos. Durante el siglo XIX, las luchas por la extensión del sufragio llevaron regularmente la política a las calles. Las plazas públicas fueron el espacio donde miles de ciudadanos privados de derechos políticos pudieron hacer oír su voz por primera vez. La presencia de multitudes marchando por la vía pública constituía en sí mismo un acto simbólico de insurrección. Al desfilar con sus pancartas, cantos y lemas, los activistas del movimiento obrero y movimientos como el de las sufragistas abandonaron sus espacios privados de socialización política -las tabernas, ateneos y sindicatos- e ingresaron en la esfera pública de la sociedad de clases.

Pese a ello, la interpretación convencional de la democracia representativa ha otorgado a las calles un papel secundario e incluso negativo. El liberalismo siempre ha visto con suspicacia la ocupación del espacio público con fines políticos y, consiguientemente, la ha sometido a una estricta regulación. Su temor ha sido que el activismo callejero llegase a sustituir a la deliberación parlamentaria. Por ello las calles, y en general los espacios extrainstitucionales de representación, han jugado un papel accesorio en la teoría política liberal, cuando no han sido directamente denunciados como una amenaza o identificados con la demagogia y el populismo. Por otro lado, sin embargo, las libertades de reunión y manifestación, junto con las de conciencia y expresión, son derechos civiles fundamentales y su suspensión constituye la primera señal de que las bases de un régimen de libertades han sido quebrantadas. La ocupación del espacio urbano, en cualquier caso, no ha sido patrimonio exclusivo de las fuerzas democráticas. Las calles han sido también el terreno favorito de los movimientos autoritarios y populistas. El líder carismático arengando a las multitudes desde el balcón de una plaza constituye una imagen típica de la política plebiscitaria (De la Torre, 2016De la Torre, Carlos (2016). La democracia está en las calles. Los contextos urbanos del populismo latinoamericano. En: Francisco Colom González (ed.). Forma y política de lo urbano: la ciudad como idea, espacio y representación. Bogotá: Planeta colombiana, pp. 157-182.), como lo son los desfiles militares y los movimientos sincronizados de grandes masas en los regímenes totalitarios. Todavía hoy la expresión política di piazza es utilizada en Italia para referirse a las movilizaciones características de los populismos (Sbordone, 2014Sbordone, Giovanni (2014). Scendere in piazza, scendere in campo. Usi politici e occupazioni simboliche degli spazi urbani tra Belle Époque e fascismo. Laboratoire italien. Politique et société (15): 59-70. https://doi.org/10.4000/laboratoireitalien.826 ). Pese a ello, las democracias de masas no se comprenden sin el papel primigenio que los espacios urbanos han jugado en su historia y desarrollo.

3. LOS ESPACIOS AGONÍSTICOS DE LA DEMOCRACIA

 

Los espacios públicos involucran a sujetos de carne y hueso que interactúan y compiten físicamente por su ocupación y control. Su forma y textura física contribuyen a modelar la performatividad de la vida política que discurre en ellos. El carácter político de un determinado espacio no es, sin embargo, un hecho previo: refleja más bien los significados que determinadas prácticas sociales han asociado al mismo en un momento dado. Cualquier espacio humano, en cuanto espacio habitado, es en última instancia una producción social. Algunos espacios son políticos por su propio diseño, como los parlamentos, la corte y los lugares del poder en general. Otros, en cambio, se tornan políticos por el uso que los actores sociales hacen de ellos.

La teoría de Henri Lefebvre (2000)Lefebvre, Henri (2000). La production de l’espace. Paris: Anthropos. sobre la producción social del espacio resulta particularmente útil para comprender este fenómeno. Lefebvre distinguió entre las «representaciones del espacio» (el espacio conceptualizado por los diseñadores y planificadores urbanos) y los «espacios de representación», es decir, aquellos vividos directamente por sus usuarios. Las primeras responderían a las representaciones concebidas por quienes tienen la potestad de organizar la ordenación espacial. Los segundos, a espacios vividos por sus actores. Lefebvre creía que estos espacios se experimentan pasivamente, a través de las imágenes y símbolos emanados del poder, pero lo cierto es que la vivencia de los espacios urbanos dista de ser algo pasivo. Los espacios diseñados por el poder, los flujos económicos y los urbanistas son reapropiados por la gente a través de su uso, transformándolos y dotándolos de nuevos significados sociales (Mitchell, 2003Mitchell, Don (2003). The Right to the City. Social Justice and the Fight for Public Space. New York: The Guilford Press.). En este sentido, aunque pueda parecer tautológico, los espacios políticos son generados socialmente mediante el uso político de los mismos.

Existe una corriente contemporánea en geografía humana que ha propuesto deslindar las ideas de espacio (space) y lugar (place) (Tuan, 1977Tuan, Yi-Fu (1977). Place and Space: The Perspective of Experience. Minneapolis, London: University of Minnesota Press.). El espacio aludiría a la dimensión puramente material que sirve de receptáculo a las relaciones humanas. El lugar, por el contrario, se refiere a los significados adheridos a un determinado espacio a través de las vivencias y las prácticas -materiales y simbólicas- de los individuos. Un lugar es, en este particular sentido, un espacio cargado de significados subjetivos. Esta distinción posee una reconocible raíz fenomenológica y, en última instancia, heideggeriana (Heidegger, 2015Heidegger, Martin (2015). Construir, habitar, pensar. Madrid: Oficina de Arte y Ediciones.). Para Heidegger, habitar y construir se encuentran en una relación de medio a fin. Según su particular reconstrucción etimológica y fenomenológica del término, construir (bauen) significaría originariamente en alemán «abrigar» y «cuidar», algo muy distinto del mero «producir». Esta dimensión amparadora del construir humano coincidiría con el rasgo fundamental del «habitar» (whonen), en el sentido de custodiar o velar por algo. Como es sabido, habitar constituye para Heidegger el modo de ser del hombre en el mundo, que no es otro que el de entrar en relación con lo circundante y con los demás, generando así un espacio vivido. Richard Sennett (2018)Sennett, Richard (2018). Building and Dwelling: Ethics for the City. Milton Keynes: Allen Lane. ha recogido esta misma idea al señalar la diferencia entre habitar y construir la ciudad. Sennett usa el vocablo cité para referirse a la ciudad como espacio y experiencia vivida, en contraste con la ville entendida como entorno construido1 En su obra El derecho a la ciudad, Henri Lefebvre (1968) reclamó el derecho de las clases trabajadoras expulsadas a la periferia de las ciudades a volver a habitar el núcleo de las mismas. Reclamaba, en definitiva, el derecho a la vida urbana entendida como una forma de vida plena. El término que utilizó para ello fue, sin embargo, el de ville (le droit à la ville), no el de cité.. La diferencia entre ambas dimensiones, entre la ciudad vivida y la ciudad construida, ofrecería según él una referencia normativa para evaluar la calidad de nuestras urbes2 Esa diferencia conceptual proviene del mundo clásico y se recoge respectivamente en los términos urbs y civitas. En sus Etimologías, San Isidoro señaló que «civitas es una muchedumbre de personas unidas por vínculos de sociedad y recibe ese nombre por sus ciudadanos (cives), es decir, por los habitantes mismos de la urbe [porque concentra y encierra la vida de mucha gente]. Con el nombre de urbe (urbs) se designa la fábrica material de la ciudad, en tanto que civitas hace referencia, no a sus piedras, sino a sus habitantes», Isidoro de Sevilla (2004, Libro XV).. Siguiendo esta misma intuición podríamos afirmar que los «lugares de la democracia» son espacios de muy diversa índole en los que se desarrolla la participación, la representación y la contestación política de una sociedad, quedando con ello impregnados de una significación concreta.

Con el fin de ilustrar la producción social del espacio político quisiera abordar una serie de entornos urbanos, y más específicamente las plazas públicas de algunas grandes ciudades del mundo, que en determinados momentos desempeñaron un papel decisivo en la crisis y transformación de los regímenes políticos establecidos. Aunque los movimientos que las ocuparon se situaron por fuera de los sistemas institucionales de representación, su vocación fue inequívocamente antiautoritaria, convirtiendo momentáneamente tales plazas en espacios agonísticos y lugares de memoria democrática. Me referiré aquí a los ejemplos de la Plaza de las Tres Culturas en la ciudad de México en 1968, de Tiananmen en Beijín en 1989, de la plaza Tahrir en El Cairo, la Puerta del Sol en Madrid y Zuccotti Park en Nueva York en 2011, y el parque de Taksim-Gezi en Estambul en 2013.

Si bien las circunstancias que acompañaron a esos movimientos fueron distintas en cada caso, los elementos comunes son mayores que sus diferencias y nos permiten analizarlos en conjunto como una forma particular de acción y producción de espacio político. En algunos casos se trató de protestas contra regímenes abierta o encubiertamente autoritarios (China, Egipto o México en los años 60) o en plena deriva hacia el autoritarismo (Turquía bajo el gobierno de Tayyip Erdoğan). En otros casos las protestas tuvieron lugar en sistemas democráticos cuya legitimidad había sufrido una fuerte erosión, como en España a raíz de la crisis de 2008 y en los Estados Unidos tras la quiebra de Lehman Brothers, que alentó el movimiento Occupy Wall Street. Estas protestas se saldaron a veces con una sangrienta represión -como en Tlatelolco, Tiananmen y Tahrir- mientras que en otras discurrieron de forma pacífica. Sus resultados también fueron heterogéneos, pues en su mayor parte fracasaron o fueron políticamente irrelevantes (como en China, Egipto y Turquía), pero en otros lugares tuvieron efectos políticos más a largo plazo (como en México y España).

Casi todas estas plazas contaban de antemano con un importante acervo simbólico. Se trata de espacios ubicados por lo general en el centro del tejido urbano y, por tanto, cargados de historia y simbolismo arquitectónico, pero su uso político las transformó transitoriamente en «espacios oposicionales» (Negt, 2009Negt, Oskar (2009). L’espace public oppositionnel aujourd’hui. Multitudes, 39 (4): 190-195. https://doi.org/10.3917/mult.039.0190), en auténticas arenas de la democracia con una proyección agonística sobre las estructuras políticas establecidas. En la antigua Grecia, el término agón (ἀγών) aludía al espíritu de competición y superación que permeaba su cultura política. Originalmente se refería a los grandes juegos panhelénicos y, más específicamente, a la competición atlética y el espectáculo que los rodeaba. En el espíritu épico que alentaba a la cultura griega, el agonismo y la pugna por la victoria se asociaban a la formación del carácter. De ser una virtud atlética, el agonismo pasó a la retórica. Ésta fue vista en la tradición clásica de manera análoga a un combate dialéctico en el que la derrota del adversario en la arena pública se logra no mediante el uso de la fuerza sino por el recurso a la palabra, persuadiendo a la audiencia. El agonismo se reflejaba así en los duelos retóricos que tenían lugar en el ágora, en las disputas de los litigantes ante los magistrados o en los diálogos de los personajes que defendían principios opuestos en las tragedias (Duchemin, 1968Duchemin, Jacqueline (1968). L’Agon dans la tragédie Grecque. Paris: Les Belles Lettres.). En esas contiendas verbales, la capacidad del orador para despertar las emociones contaba tanto como la articulación de argumentos precisos (Remer, 1999Remer, Gary (1999). Political oratory and conversation. Cicero versus deliberative democracy. Political Theory, 27 (1): 39-64. https://doi.org/10.1177/0090591799027001003 ).

Aristóteles distinguió en sus escritos sobre retórica tres medios distintos de persuasión (Aristóteles, 1999: 1356aAristóteles (1999). Retórica. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.): la que se apoya en la credibilidad y el carácter personal del orador (ethos), la que apela a las emociones del destinatario del discurso (pathos) y la que se basa en el logos o solidez argumental del mismo. Estas estrategias oratorias se combinaban diversamente en los discursos pronunciados ante una asamblea a la que se quería mover a tomar una decisión, en el razonamiento judicial que debía decidir la condena o la absolución de un acusado y en las loas de los discursos celebratorios y funerarios. Pese a sus diferencias, todas ellas compartían un elemento de rivalidad y pulsión emocional ante intereses y opiniones encontrados. Su intención apuntaba más a la praxis, la acción en un contexto público y político, que a la obtención de un conocimiento o episteme por medios dialógicos.

La formulación filosófica del agonismo cuenta también con un canon de autores modernos. Nietzsche y su reconstrucción de los orígenes de la tragedia como un combate entre fuerzas dionisíacas y apolíneas es el más conocido de ellos. Su rechazo del liberalismo estribaba en la supuesta incapacidad de éste para dar cuenta de la «voluntad de poder» que domina las fuerzas afirmativas de la vida. Con el fin de reivindicar el papel político de la esfera pública, Hannah Arendt recordó igualmente el «fiero espíritu agonista» que impregnaba todos los aspectos de la vida de la antigua polis (Arendt, 1958: 41Arendt, Hannah (1958). The Human Condition. Chicago and London: The University of Press.). Pero ha sido Chantal Mouffe quien más recientemente ha rescatado el concepto para resaltar la irreductibilidad del conflicto en las relaciones políticas. Su obra, basada en una reinterpretación de las categorías de Carl Schmitt, concibe «lo político» como un ámbito esencialmente beligerante dominado por el enfrentamiento entre los intereses, las pasiones y las identidades de los diferentes actores sociales (Mouffe, 2005Mouffe, Chantal (2005). On the Political. Milton Park: Routledge.). El liberalismo, con su búsqueda deliberativa del consenso, sería según ella incapaz de asumir el componente competitivo y pasional de la politicidad, diluyéndola y abandonándola a merced de los movimientos reaccionarios que fomentan las divisiones sociales y socavan los fundamentos de la democracia. Frente a ello, el agonismo se alzaría como una oportunidad para recuperar la esencia de la política y transformar su antagonismo constitutivo en una rivalidad compatible con el pluralismo democrático. En lugar de rehuir el conflicto, una democracia agonista debería proponerse reconducirlo mediante prácticas que doten a las dinámicas sociales de nuevos significados, lo que implica repolitizar las alternativas disponibles (Mouffe, 2013Mouffe, Chantal (2013). Agonistics. Thinking the World Politically. London, New York: Verso.; Laclau, 2012Laclau, Ernesto (2012). La razón populista. México: Fondo de Cultura Económica.). Mi objetivo aquí no es defender la particular crítica de Mouffe y Laclau a la democracia liberal, sino destacar el papel de los espacios urbanos y las prácticas cívicas desarrolladas en ellos como un circuito político adicional, original y valioso para la vitalidad de los sistemas democráticos.

4. LA POLÍTICA EN LAS PLAZAS

 

Las plazas constituyen un tipo particular de espacio público. No se trata de simples lugares vacíos, sino de espacios construidos con la finalidad de ser ocupados. El urbanista norteamericano William H. Whyte las describió como lugares para gente que observa a otra gente, es decir, como un escenario urbano (Whyte, 1980Whyte, William H. (1980). The Social Life of Small Urban Spaces. Washington: Conservation Foundation.). La idea de la vida en la ciudad como una coreografía espontánea o una escenificación visual la encontramos repetida en los teóricos urbanos más conocidos (Mumford, 2011Munford, Lewis (2011). “What is a City?” Architectural Record. En Richard T. LeGates, Frederic Stout Frederic Stout (ed.). The City Reader. Routledge, pp. 123-127.; Jacobs, 1961Jacobs, Jane (1961). The Death and Life of Great American Cities. New York: Vintage Books.; Sennett, 1990Sennett, Richard (1990). The Conscience of the Eye. The Design and Social Life of Cities. New York: Alfred Knopf.). Desde esta perspectiva, una plaza es exitosa si mucha gente la usa. Hasta la aparición de los grandes centros comerciales y los procesos de suburbanización de la última postguerra, la vida social y comercial de las ciudades discurría alrededor de ellas. Debido a su estructura abierta, las plazas han sido también espacios idóneos para la performatividad pública que es consustancial a la vida política democrática.

Lo que diferencia los acontecimientos que tuvieron lugar en las plazas anteriormente mencionadas de las protestas o disturbios callejeros más convencionales estriba en el tipo de prácticas espaciales, comunicativas y simbólicas que se desarrollaron en ellas, así como los procesos de memorialización que generaron. Estos movimientos ejercieron su desafío y crítica política mediante la apropiación escenificada del espacio urbano con acampadas, talleres temáticos, debates públicos, actividades artísticas y expresiones de disidencia con un fuerte contenido simbólico. Desde esta perspectiva, las plazas se convirtieron en un ejercicio de lo que algunos autores han descrito como un ejercicio de filosofía pública (Tully, 2008Tully, James (2008). Public Philosophy in a New Key. Cambridge: Cambridge University Press. https://doi.org/10.1017/CBO9780511790737 ). Por otro lado, los altos niveles de motivación y movilización que este tipo de prácticas precisa condicionan su duración en el tiempo, una limitación que contrasta con su capacidad para crear «lugares de memoria». En cualquier caso, tales rasgos los diferencian, por ejemplo, de la revolución del Euromaidán, donde la ocupación de la Plaza de la Independencia de Kiev en los años 2013 y 2014 degeneró en un violento enfrentamiento entre el gobierno ucraniano y los sectores prorusos. El análisis de las plazas públicas como espacios agonísticos de la democracia nos adentra, pues, en los procesos de producción social del espacio político y de resignificación del entorno construido.

La Plaza de las Tres Culturas, en la ciudad de México, recibe su nombre por escenificar arquitectónicamente los orígenes del país: el mundo indígena, representado por los restos de unas pirámides mexicas; la colonia, encarnada en la iglesia franciscana de Santiago Tlatelolco; y el México moderno simbolizado por el Conjunto Urbano Nonoalco, un gigantesco bloque de apartamentos de estilo racionalista inaugurado durante la presidencia de Adolfo López Mateos. Su solar se ubica en el antiguo mercado prehispánico de Tlatelolco, cuyas dimensiones y riquezas impresionaron a los conquistadores a su entrada en Tenochtitlán y último reducto en caer ante las tropas de Hernán Cortés. Una placa rememora hoy en día esa rendición, pero no es el único «lugar de memoria» en la plaza. El 2 de octubre de 1968 tuvo lugar en ella una masacre de estudiantes que protestaban por la violación de la autonomía universitaria y reclamaban reformas democráticas en el régimen controlado por el Partido Revolucionario Institucional. Durante los meses posteriores, la plaza se convirtió en un lugar de peregrinación y duelo. Tlatelolco figura en la actualidad como un crimen de Estado en la memoria política mexicana y, aunque en 1997 se formó una comisión de la verdad, no se llegó en ella a ninguna conclusión ni se reclamaron responsabilidades penales. En 1993 se erigió en el lugar un monolito de recuerdo a las víctimas y en 2007 la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) inauguró un espacio arquitectónico denominado Memorial 68 con el fin de rememorar la matanza. La plaza ha quedado así identificada como el punto de referencia de las posteriores experiencias democratizadoras del país y cada aniversario parte de ella una marcha conmemorativa hasta el Zócalo.

Las protestas de la Plaza de Tiananmen en Beijín guardan algunas similitudes con las de Tlatelolco. Construida al sur de la Ciudad Prohibida tras la creación de la Republica Popular China, la plaza está flanqueada por dos grandes puertas, únicos restos del antiguo muro urbano, y aloja diversos elementos conmemorativos del régimen comunista, como el mausoleo de Mao Zedong y el Monumento a los Héroes del Pueblo. Con el fin de ampliarla, en los años 50 se derribaron algunos edificios colindantes y una antigua puerta ceremonial ubicada en su centro. El propósito era crear un escenario diáfano para grandes desfiles militares y ceremonias políticas, al estilo de la Plaza Roja de Moscú. Pero este espacio también ha acogido protestas cívicas. En la primavera de 1989 se convirtió en el epicentro de una oleada nacional de huelgas estudiantiles que durante meses habían reclamado la apertura democrática del régimen, particularmente tras la muerte de Hu Baoyang, secretario general del Partido Comunista Chino caído en desgracia. El trasfondo de este movimiento lo constituía la naciente economía de mercado impulsada por las reformas de Deng Xiaoping años atrás.

Tiananmen se convirtió en un campamento con una fuerte proyección pública en permanente desafío a las autoridades, quienes en un momento dado intentaron una aproximación a los estudiantes. Este gesto le costaría el puesto a Zhao Ziyang, el nuevo Primer Ministro, revelando las tensiones existentes en el propio seno del gobierno. Un hito particularmente celebrado durante la protesta fue la erección de la «diosa de la democracia», una estatua de yeso y papel maché realizada por estudiantes de arte que fue derribada poco después por un tanque ante millones de telespectadores. Desde entonces, las reproducciones de la estatua han proliferado en países con una comunidad significativa de origen chino. La sangrienta dispersión de los manifestantes acampados en la plaza, junto con la masiva represión que siguió, marcaron el final de la primavera democrática china, pero convirtieron a Tiananmen en un icono de su memoria política que se mantiene vivo en lugares como Hong-Kong y entre las comunidades de la diáspora (Lee, 2009Lee, Nelson K. (2009). How Is a Political Public Space Made? The Birth of Tiananmen Square and the May Fourth Movement. Political Geography, 28 (1): 32-43. https://doi.org/10.1016/j.polgeo.2008.05.003 ).

La efímera apertura democrática en China tuvo un fin tan desafortunado como la denominada primavera árabe. Iniciada en diciembre de 2010 con la autoinmolación en Túnez de un joven vendedor de frutas al que la policía le había incautado el negocio, la oleada de protestas que provocó se expandió por todo el mundo árabe a través de las redes sociales. Aunque sólo en su país de origen llegó a provocar un cambio de signo democrático, la desestabilización política que generó ha alcanzado hasta nuestros días. La dimisión del presidente egipcio Hosni Mubarak en febrero de 2011, acosado por los conflictos sociales, económicos y religiosos del país, fue un producto directo de esa oleada contestataria. El capítulo de la primavera árabe en Egipto tuvo su principal escenario en la Plaza Tahrir de El Cairo. Ésta es un fruto de las reformas urbanísticas de estilo afrancesado impulsadas a finales del siglo XIX por el Jedive Ismail Pachá (Abu-Lughod, 1965Abu-Lughod, Janet (1965). Tale of Two Cities: The Origins of Modern Cairo. Comparative Studies in Society and History, 7 (4): 429-457. https://doi.org/10.1017/S0010417500003819 ). Ubicada junto a la orilla oriental del Nilo, la estructura postcolonial de la plaza tiene poco que ver con el laberinto de callejones de la ciudad antigua. En sus inmediaciones se ubican el Museo Egipcio, el edificio de la Liga Árabe, la sede de la Universidad Americana en el Cairo y la mole de la Mogamma, un complejo de oficinas gubernamentales. La ocupación permanente de la plaza por los manifestantes fue magistralmente registrada en un documental nominado a los premios Óscar: Al Midan (Noujaim, 2013Noujaim, Jehane. (2013). The Square (Al Midan) [documental]. Estados Unidos: Worldview Entertainment.). En él se reflejan algunas de las prácticas políticas y simbólicas que alentaron el movimiento, desde las acampadas, las actuaciones musicales y los debates públicos hasta las plegarias públicas interconfesionales. Como es sabido, las movilizaciones populares en Egipto fueron finalmente copadas por los Hermanos Musulmanes, que alzaron al islamista Mohamed Morsi al poder. Acosado por las protestas y por la creciente división interna del país, su gobierno fue finalmente derrocado por el ejército y reemplazado por un nuevo dictador militar.

Las protestas árabes coincidieron en el tiempo con el estallido de los «indignados» en España, término con el que se conoce al movimiento del 15-M fuera del país. Aunque el manifiesto de Stéphane Hessel (2010)Hessel, Stéphane (2010). ¡Indignaos! Madrid: Destino. fue el que ocupó los titulares de los periódicos, las concentraciones que tomaron las plazas españolas, y en particular la Puerta del Sol de Madrid, el 15 de mayo de 2011 tuvieron orígenes ideológicos mucho más heterogéneos (Errejón y Mouffe, 2015Errejón, Íñigo y Mouffe, Chantal (2015). Construir el pueblo. Hegemonía y radicalización de la democracia. Barcelona: Icaria.; Razquin Mangado, 2017Razquin Mangado, Adriana (2017). Didáctica ciudadana: la vida política en las plazas. Etnografía del movimiento 15M. Granada: Publicaciones de la Universidad de Granada.). Su trasfondo lo constituyó la crisis económica iniciada en 2008, que golpeó en España de forma especialmente demoledora, unida al descubrimiento de escándalos de corrupción de una escala sin precedentes. Aunque las elecciones que se celebraron seis meses más tarde otorgaron la mayoría absoluta al gobierno conservador del Partido Popular, 2011 marca el declive de la cultura política heredada de la transición a la democracia. Junto con el movimiento por la recuperación de la memoria histórica y la crisis provocada por la fallida reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña, que iniciaría la deriva independentista de la región, el 15-M sentó las bases para la descomposición del bipartidismo imperfecto que había dominado la política española hasta el momento. La dinámica del 15-M logró traspasar momentáneamente las barreras ideológicas tradicionales, incorporó a la acción política a una nueva generación y se convirtió en un semillero de futuros líderes de la izquierda. Pero más que nada, las acampadas y movilizaciones de la Puerta del Sol, apoyadas en las incipientes redes sociales, supusieron una novedosa forma de didáctica política que atravesó fronteras.

En septiembre de ese mismo año, bajo el lema de Occupy Wall Street, cuajó en los Estados Unidos un movimiento de protesta contra de la creciente desigualdad social y la desproporcionada influencia de las finanzas en su sistema político. La protesta se hizo emblemática al ocupar de forma prolongada el parque Zucotti, una pequeña plaza en el distrito financiero del bajo Manhattan, en Nueva York. A diferencia de las plazas anteriormente analizadas, en este caso se trata de un espacio de propiedad privada ubicado en el mismo lugar en que se dieron las protestas anticoloniales contra la Ley del Té en 1773. El parque fue creado en la década de 1970 por una multinacional del acero a cambio del permiso municipal para aumentar la altura de un rascacielos colindante en construcción. Por su origen y diseño, el parque ofrecía un espacio ad hoc para denunciar los excesos del capitalismo financiero y los devastadores efectos de su deficitaria regulación sobre los sectores más vulnerables de la sociedad estadounidense. Entre sus gestos más emblemáticos se cuenta el recurso al «micrófono humano» en sus asambleas, dada la prohibición municipal de usar amplificadores de sonido, o la organización de «marchas zombies», en alusión a los bancos insolventes rescatados con dinero público. Sin embargo, al margen de su originalidad performativa, el movimiento carecía de objetivos claramente definidos y se disolvió tras unos pocos meses, si bien sus motivos afloran recurrentemente en la antipolítica americana y en algunos casos parecen haber migrado hacia el populismo de derechas.

Las protestas que estallaron en la plaza Taksim de Estambul en mayo de 2013 tuvieron un trasfondo muy diferente. Turquía estaba atravesando por un período de prosperidad económica acompañada de un creciente autoritarismo y una reislamización de la sociedad bajo el gobierno de Tayyip Erdoğan. Las etiquetas que se han adjudicado a su partido (AKP) son varias, ya que combina el populismo nacionalista con el islamismo conservador y un capitalismo clientelar que ha concedido un papel central a la renovación urbana y la construcción de infraestructuras. De hecho, la carrera política de Erdoğan se inició como alcalde de Estambul. En consonancia con ello, el punto de mira de su gobierno se centró en una de las pocas zonas verdes que quedaban en el centro de la ciudad: el parque Gezi, anexo a la plaza de Taksim. Situado en el distrito de Beyoğlu, en la parte europea de Estambul, el parque ocupa el espacio de unos antiguos depósitos de agua de la época otomana sobre los que se construyó a comienzos del siglo XIX un cuartel de artillería. Tras su remodelación con las reformas urbanas promovidas por Atatürk, la nueva plaza se convirtió en un espacio cargado de simbolismo republicano y en escenario habitual de reivindicaciones sociales (Topal, 2016Topal, Aylin (2016). Taksim Square: from the Ottoman Reformation to the Gezi Resistance. En: Christoph Bernhardt (ed.). Städtische öffentliche Räume/Urban Public Spaces 1945-2015. Stuttgart: Franz Steiner Verlag, pp. 257-278.; Zeybekoglu Sadri, 2017Zeybekoglu Sadri, Senem (2017). The Scale of Public Space: Taksim Square in Istanbul. Congtemporary Urban Affairs, 1 (1): 67-75. https://doi.org/10.25034/1761.1(1)67-75 ).

El gobierno de Erdoğan se proponía eliminar el parque para construir sobre el mismo un centro comercial. En una maniobra completa de resignificación espacial, la intervención se remataba con la construcción de una monumental mezquita en los aledaños de la plaza y la demolición del edificio modernista de la ópera. A diferencia de los casos anteriores, en las protestas de Gezi el espacio público fue a la vez el lugar de la acción política y la causa del conflicto (Batuman, 2015: 882Batuman, Bulent (2015). “Everywhere Is Taksim”: The Politics of Public Space from Nation-Building to Neoliberal Islamism and Beyond. Journal of Urban History, 41 (5): 881-907. https://doi.org/10.1177/0096144214566966 ). Para prevenir la acción de las excavadoras, decenas de activistas acamparon en el parque. Dos días después fueron desalojados violentamente por la policía, lo que desató una oleada de manifestaciones por todo el país. A medida que se desarrolló el conflicto, el movimiento de protesta puso en marcha nuevas tácticas de resistencia pacífica con una gran proyección simbólica y mediática. El parque se convirtió así en un campamento comunitario con multitud de actividades sostenidas por el voluntariado.

5. CONCLUSIONES

 

El presente análisis de las plazas públicas como arenas políticas ha intentado poner de manifiesto el papel de los espacios urbanos como circuito añadido y campo de pruebas de los sistemas democráticos. Pese al énfasis que suele hacerse en el novedoso papel de las redes sociales y el espacio virtual, la esfera pública de las sociedades contemporáneas sigue estando fuertemente marcada por el uso de sus espacios físicos. En numerosas ocasiones, las luchas por el reconocimiento y los derechos políticos han tenido su origen y salvaguardia en los márgenes agonísticos de la esfera pública. Las plazas de las grandes ciudades han desempeñado un lugar destacado en esos procesos. Su potencial agonístico estriba en la capacidad para desafiar desde ellas las hegemonías establecidas, atraer la atención política y reafirmar la presencia pública de sus actores, reafirmando al mismo tiempo su identidad colectiva y dignidad cívica. Este tipo de acción política suele guiarse menos por las prácticas discursivas que por las performativas. Se trata de prácticas, en definitiva, desarrolladas fundamentalmente para ser visualizadas y fortalecer el sentido de pertenencia de quienes las ejercen. Por ello, su éxito o fracaso no sólo se ha de medir en función de las transformaciones políticas logradas sino de su capacidad para perdurar en la memoria.

NOTAS

 
1

En su obra El derecho a la ciudad, Henri Lefebvre (1968)Lefebvre, Henri (1968). Le droit á la ville. Paris: Anthropos. reclamó el derecho de las clases trabajadoras expulsadas a la periferia de las ciudades a volver a habitar el núcleo de las mismas. Reclamaba, en definitiva, el derecho a la vida urbana entendida como una forma de vida plena. El término que utilizó para ello fue, sin embargo, el de ville (le droit à la ville), no el de cité.

2

Esa diferencia conceptual proviene del mundo clásico y se recoge respectivamente en los términos urbs y civitas. En sus Etimologías, San Isidoro señaló que «civitas es una muchedumbre de personas unidas por vínculos de sociedad y recibe ese nombre por sus ciudadanos (cives), es decir, por los habitantes mismos de la urbe [porque concentra y encierra la vida de mucha gente]. Con el nombre de urbe (urbs) se designa la fábrica material de la ciudad, en tanto que civitas hace referencia, no a sus piedras, sino a sus habitantes», Isidoro de Sevilla (2004, Libro XV)Isidoro de Sevilla (2004). Etymologiarum. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos..

REFERENCIAS

 

Abu-Lughod, Janet (1965). Tale of Two Cities: The Origins of Modern Cairo. Comparative Studies in Society and History, 7 (4): 429-457. https://doi.org/10.1017/S0010417500003819

Almond, Gabriel A. y Verba, Sidney (1963). The Civic Culture: Political Attitudes and Democracy in Five Nations. Princeton: Princeton University Press. https://doi.org/10.1515/9781400874569

Arendt, Hannah (1958). The Human Condition. Chicago and London: The University of Press.

Aristóteles (1999). Retórica. Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales.

Batuman, Bulent (2015). “Everywhere Is Taksim”: The Politics of Public Space from Nation-Building to Neoliberal Islamism and Beyond. Journal of Urban History, 41 (5): 881-907. https://doi.org/10.1177/0096144214566966

De la Torre, Carlos (2016). La democracia está en las calles. Los contextos urbanos del populismo latinoamericano. En: Francisco Colom González (ed.). Forma y política de lo urbano: la ciudad como idea, espacio y representación. Bogotá: Planeta colombiana, pp. 157-182.

Deleito y Piñuela, José (1942). Sólo Madrid es corte. La capital de dos mundos bajo Felipe IV. Madrid: Espasa Calpe.

Duchemin, Jacqueline (1968). L’Agon dans la tragédie Grecque. Paris: Les Belles Lettres.

Elias, Norbert (1982). La sociedad cortesana. México: Fondo de Cultura Económica.

Errejón, Íñigo y Mouffe, Chantal (2015). Construir el pueblo. Hegemonía y radicalización de la democracia. Barcelona: Icaria.

Habermas, Jürgen (1962). Strukturwandel der Öffentlichkeit Untersuchungen zu einer Kategorie der bürgerlichen Gesellschaft. Darmstadt/Neuwied: Luchterhand.

Heidegger, Martin (2015). Construir, habitar, pensar. Madrid: Oficina de Arte y Ediciones.

Hessel, Stéphane (2010). ¡Indignaos! Madrid: Destino.

Isidoro de Sevilla (2004). Etymologiarum. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.

Jacobs, Jane (1961). The Death and Life of Great American Cities. New York: Vintage Books.

Laclau, Ernesto (2012). La razón populista. México: Fondo de Cultura Económica.

Lafon, Xavier; Marc, Jean-Yves y Sartre, Maurice (2003). La ville antique. Paris: Éditions du Seuil.

Lee, Nelson K. (2009). How Is a Political Public Space Made? The Birth of Tiananmen Square and the May Fourth Movement. Political Geography, 28 (1): 32-43. https://doi.org/10.1016/j.polgeo.2008.05.003

Lefebvre, Henri (2000). La production de l’espace. Paris: Anthropos.

Lefebvre, Henri (1968). Le droit á la ville. Paris: Anthropos.

Mitchell, Don (2003). The Right to the City. Social Justice and the Fight for Public Space. New York: The Guilford Press.

Morris, Anthony Edwin J. (1984). Historia de la forma urbana. Desde sus orígenes hasta la revolución industrial. Barcelona: Gustavo Gil.

Mouffe, Chantal (2013). Agonistics. Thinking the World Politically. London, New York: Verso.

Mouffe, Chantal (2005). On the Political. Milton Park: Routledge.

Munford, Lewis (2011). “What is a City?” Architectural Record. En Richard T. LeGates, Frederic Stout Frederic Stout (ed.). The City Reader. Routledge, pp. 123-127.

Negt, Oskar (2009). L’espace public oppositionnel aujourd’hui. Multitudes, 39 (4): 190-195. https://doi.org/10.3917/mult.039.0190

Noujaim, Jehane. (2013). The Square (Al Midan) [documental]. Estados Unidos: Worldview Entertainment.

Parkinson, John R. (2012). Democracy and Public Space. The Physical Sites of Democratic Performance. Oxford: Oxford University Press, https://doi.org/10.1093/acprof:osobl/9780199214563.003.0003

Rawls, John (1995). Liberalismo político. México: Fondo de Cultura Económica.

Razquin Mangado, Adriana (2017). Didáctica ciudadana: la vida política en las plazas. Etnografía del movimiento 15M. Granada: Publicaciones de la Universidad de Granada.

Remer, Gary (1999). Political oratory and conversation. Cicero versus deliberative democracy. Political Theory, 27 (1): 39-64. https://doi.org/10.1177/0090591799027001003

Roland, Martin (1987). Rôle des principes fonctionnels dans l’urbanisme de la Grèce antique. Publications de l’École Française de Rome, 99 (1), 89-117.

Rossi, Aldo (1984). The Architecture of the City. Cambridge: MIT Press.

Sartori, Giovanni (1998). Homo videns. La sociedad teledirigida. Madrid: Taurus.

Sbordone, Giovanni (2014). Scendere in piazza, scendere in campo. Usi politici e occupazioni simboliche degli spazi urbani tra Belle Époque e fascismo. Laboratoire italien. Politique et société (15): 59-70. https://doi.org/10.4000/laboratoireitalien.826

Sennett, Richard (2018). Building and Dwelling: Ethics for the City. Milton Keynes: Allen Lane.

Sennett, Richard (1990). The Conscience of the Eye. The Design and Social Life of Cities. New York: Alfred Knopf.

Sennett, Richard (1978). El declive del hombre público. Barcelona: Península.

Sunstein, Cass (2003). República.com: Internet, democracia y libertad. Barcelona: Paidós.

Topal, Aylin (2016). Taksim Square: from the Ottoman Reformation to the Gezi Resistance. En: Christoph Bernhardt (ed.). Städtische öffentliche Räume/Urban Public Spaces 1945-2015. Stuttgart: Franz Steiner Verlag, pp. 257-278.

Toynbee, Arnold J. (1970). Cities on the move. London: Oxford University Press.

Trachtenberg, Marvin (1997). The Dominion of the Eye. Urbanism, Art and Power in Early Modern Florence. Cambridge: Cambridge University Press.

Tuan, Yi-Fu (1977). Place and Space: The Perspective of Experience. Minneapolis, London: University of Minnesota Press.

Tully, James (2008). Public Philosophy in a New Key. Cambridge: Cambridge University Press. https://doi.org/10.1017/CBO9780511790737

Whyte, William H. (1980). The Social Life of Small Urban Spaces. Washington: Conservation Foundation.

Zeybekoglu Sadri, Senem (2017). The Scale of Public Space: Taksim Square in Istanbul. Congtemporary Urban Affairs, 1 (1): 67-75. https://doi.org/10.25034/1761.1(1)67-75