ARBOR Ciencia, Pensamiento y Cultura 198 (803-804)
enero-junio, 2022, a640
ISSN: 0210-1963, eISSN: 1988-303X
https://doi.org/10.3989/arbor.2022.803-804007

REDEFINICIONES DE LO POLÍTICO. LA DEMOCRACIA FEMINISTA Y EL INTERÉS DE «LAS MUJERES»

REDEFINITIONS OF THE POLITICAL. FEMINIST DEMOCRACY AND THE INTEREST OF “WOMEN”

Nicole Darat Guerra

Universidad Adolfo Ibáñez, Chile

https://orcid.org/0000-0002-7821-8689

Resumen

Mientras Carole Pateman (1988)Pateman, Carole (1988). The Sexual Contract. Stanford University Press. afirma que «para las feministas la democracia no ha existido jamás», Julieta Kirkwood (1986)Kirkwood, Julieta (1986). Ser política en Chile: las feministas y los partidos. Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). sostiene que «no hay democracia sin feminismo». Ambas aluden a la deuda del ideal democrático con la emancipación de las mujeres, e incluso a la función estructural de la exclusión de las mujeres en la democracia liberal. A partir de los encuentros y desencuentros entre democracia y feminismo, el presente artículo pretende ofrecer una definición de la democracia feminista que vaya más allá de la inclusión a través de la acción afirmativa, abordando las tensiones que esta genera en el debate feminista de las últimas décadas y los nuevos desafíos en torno a las políticas de redistribución y de reconocimiento. ¿Es posible superar la opresión y la dominación a partir de políticas centradas en el interés de grupo? ¿Cómo se define ese interés sin esencializar la diferencia? Responder a estas preguntas resulta clave para plantear un concepto eficaz de democracia feminista.

Palabras clave: 
democracia feminista; democracia representativa; espacio público; huelga
Abstract

While Carole Pateman (1988)Pateman, Carole (1988). The Sexual Contract. Stanford University Press. states that “for feminists democracy has never existed”, Julieta Kirkwood (1986)Kirkwood, Julieta (1986). Ser política en Chile: las feministas y los partidos. Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). argues that “there is no democracy without feminism”. Both refer to the debt of the democratic ideal with the emancipation of women and even to the structural role of the exclusion of women in liberal democracy. Based on the encounters and disagreements between democracy and feminism, this article aims to offer a definition of feminist democracy that goes beyond inclusion through affirmative action. That’s why we have to address the tensions this creates in the feminist debate of recent decades and the new challenges around policies on redistribution and recognition. Is it possible to overcome oppression and domination through policies focused on group interest? How is this interest defined without essentialising the difference? Answering these questions is key to proposing an effective concept of feminist democracy.

Keywords: 
feminist democracy; representative democracy; public space; strike

Recibido: 4  mayo  2021. Aceptado: 24  diciembre  2021. Publicado: 19  Abril  2022

Cómo citar este artículo/Citation: Darat Guerra, Nicole (2022). Redefiniciones de lo político. La democracia feminista y el interés de «las mujeres». Arbor, 198(803-804): a640. https://doi.org/10.3989/arbor.2022.803-804007

CONTENIDO

1. INTRODUCCIÓN

 

De acuerdo con las palabras de Carole Pateman (1988) Pateman, Carole (1988). The Sexual Contract. Stanford University Press., para las feministas la democracia no ha existido jamás. ¿Qué quiere decir la teórica con esta expresión que parece hacer muy difícil la posibilidad de pensar un modelo de democracia desde el feminismo? Lo que Pateman señala es que el surgimiento de las teorías sobre la democracia nunca incluyó a las mujeres, ni se cuestionó su situación de subordinación y el contraste entre esta y los discursos de igual libertad que llenaban los textos modernos. En suma, las mujeres nunca fueron un sujeto político para los teóricos de la democracia, sin que esto limitara sus pretensiones de universalidad.

El reemplazo del imaginario medieval de la criatura sujetada a Dios, por la figura del ciudadano, altera el supuesto de la sujeción como parte de la naturaleza humana e introduce la idea de la libertad y la igualdad de los individuos como punto de partida. Incluso en el esquema hobbesiano, los individuos consienten su propia sujeción. No obstante, el par libertad/igualdad solo se consolidaría con la aparición del ciudadano a través de los procesos revolucionarios del siglo XVIII y sus respectivas declaraciones de derechos (Balibar, 2013Balibar, Étienne (2013). Ciudadanía. Madrid: Adriana Hidalgo Editora.). Pero la figura del ciudadano también excluyó a las mujeres: ellas no tenían la independencia suficiente para poder ser dueñas de sí mismas y, al igual que los niños, su incorporación a la comunidad política era meramente pasiva. Kant, por ejemplo, afirmará que solo pueden ser objeto de protección y cumplir obligaciones, pero no ser colegisladoras, que es lo que define a los individuos libres e iguales (Kant, 2006).

La relación entre feminismo y democracia solo podría ser de desconfianza, pues las categorías sobre las que esta se asienta han sido categorías de las que las mujeres han quedado excluidas. ¿Debe acaso el feminismo renunciar a hablar de democracia y comenzar a hablar de otra cosa?, ¿debe, por el contrario, pugnar por incluir a las mujeres en estas categorías, por ejemplo, a través de las cuotas, pero también a través de la colectivización de los cuidados que permitiría a más mujeres participar de la esfera pública?, ¿o debe rebelarse contra las categorías tradicionales desde las que se ha pensado la política, y, por ende, la democracia?

Frente a la afirmación provocadora de Pateman habría que situar una que la tensiona desde la otra orilla: no hay democracia sin feminismo (ni feminismo sin democracia) (Kirkwood, 1986Kirkwood, Julieta (1986). Ser política en Chile: las feministas y los partidos. Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO).). Hay entonces una tensión entre la experiencia de las mujeres en las democracias, donde histórica y conceptualmente han estado excluidas, y la perspectiva normativa de Kirkwood, donde la democracia no puede estar completa si no considera la crítica feminista. El concepto de «democracia feminista» que desarrollaré aquí busca ser una propuesta de radicalización de la democracia, en cuanto apunta más allá de la mera inclusión de las mujeres en una estructura y unas instituciones que fueron concebidas excluyéndolas; dicho más abiertamente, fueron diseñadas con el supuesto de su exclusión. Si no puede haber democracia sin feminismo, entonces el feminismo debe emprender una crítica profunda de la democracia, así como de los intentos de inclusión de «las mujeres».

En este artículo propondré una democracia feminista desde la tercera opción, desde el «rebelarse contra las categorías». No obstante, las otras dos opciones presentan intuiciones y desafíos que vale la pena no perder de vista, incluida aquella opción que nos plantea la necesidad de hablar de «otra cosa». ¿Es la democracia feminista, acaso, esa «otra cosa» que la democracia? En cuanto a la segunda alternativa, es imprescindible abordarla, pues la posibilidad de pensar una democracia feminista como política transformadora, muchas veces se manifiesta en abierta oposición a las llamadas políticas de acción afirmativa. Y es que la afirmación de la identidad «mujeres» que las convierte en foco de políticas de discriminación positiva, puede atentar contra el objetivo de su propia emancipación. Por ello una de las preguntas que atravesará este texto es ¿cuál debe ser la relación de la democracia feminista con las políticas de reconocimiento?

Existen pocos textos que hagan referencia a la democracia feminista como tal, la mayor parte de la literatura consiste en las visiones críticas del feminismo sobre la democracia, ya sea sobre sus versiones más liberales, o más republicanas, y una buena parte de ellas son críticas al modelo habermasiano de democracia deliberativa. Uno de los textos más relevantes, y que lleva por título precisamente Democracia feminista es el libro de 2003 de la filósofa española Alicia Miyares. El libro de Miyares revisa críticamente la teoría de la democracia, principalmente de la democracia liberal y de los límites de la socialdemocracia europea. Este texto tiene casi veinte años y, en el tiempo que ha corrido desde su publicación, el escenario tanto de los debates teóricos, como de las perspectivas del movimiento feminista, se han transformado mucho, particularmente durante los últimos cinco años (tomando como referencia la primera marcha de Ni una menos en Argentina en 2016). Con todo, nuestra posición frente al texto de Miyares no es solo de actualización, sino también de un desplazamiento de énfasis. La autora emprende una crítica a la democracia representativa por su exclusión de las mujeres, y por las categorías androcéntricas desde las que ha pensado la distinción entre lo público y lo privado. El énfasis de Miyares está en el nivel institucional, pero propone una comprensión ampliada de dicho ámbito, es decir, en tensión con la definición rawlsiana que ha devenido hegemónica, y precisamente por su crítica a la distinción entre lo público y lo privado, entenderá las instituciones a partir de su función socializadora. La familia es, por ende, la institución socializadora por excelencia, y como tal, objeto de escrutinio en términos de justicia. Lograr una libertad e igualdad genuinas requeriría transformar la socialización que recibimos en la familia y en la escuela, transformación que señala la vía legal como camino preferente. Uno de los grandes aportes del texto de Miyares, además de poner en circulación el concepto mismo de «democracia feminista» en nuestro idioma, es el del señalamiento de los múltiples centros de poder, subvirtiendo la distinción liberal entre lo público y lo privado. El concepto clave para la autora es el de «conciencia de sexo», como una conciencia de la discriminación que resulta de la derivación de consecuencias normativas a partir de la diferencia sexual.

El objetivo de este artículo, no obstante, por cuestiones de extensión y formato, es más acotado. El foco estará puesto en la crítica a los intentos de inclusión de las mujeres en las democracias existentes al analizar los efectos nocivos que las políticas de la presencia pueden tener para los objetivos feministas, asumiendo, no obstante, su necesidad. Nos concentraremos en la crítica de los supuestos intereses de grupo de las mujeres como contenido de la política feminista y en la crítica a la posibilidad misma de hacer referencia a un grupo de mujeres. El concepto de democracia feminista que propondremos aquí buscará explorar en qué podría consistir una política transformadora que vaya más allá del eje de la clase y que no pretenda resolverse únicamente a nivel institucional.

Para abordar los problemas aquí expuestos, presentaré este análisis en el siguiente orden: en primer lugar, revisaré las categorías modernas desde las cuales se configura el espacio público. Estas categorías son fundamentalmente liberales, pero no me limitaré solo a ellas, en tanto el republicanismo cívico también ha hecho su parte en la exclusión de las mujeres. En segundo lugar, expondré las tensiones en torno a la representación política de las mujeres y otros grupos subalternizados, a partir de la posibilidad misma de definir a las mujeres como un grupo de interés. Anne Phillips nos lanza una pregunta fundamental en este punto, ¿es posible una pura política de ideas cuando se trata de representar la diferencia sexual?

En la sección final, abordaré el nudo de las políticas afirmativas y pondré en valor su relevancia para la construcción de una democracia feminista, más allá de la lógica exclusión/inclusión de las mujeres. Igualmente relevaré las nuevas formas de acción política que supone una democracia feminista, fruto del cuestionamiento de las categorías modernas desde las que hemos pensado la democracia.

2. LA DEFINICIÓN MODERNA DEL ESPACIO PÚBLICO

 

Nuestras valoraciones sobre lo público y lo privado no son estáticas. El que la conquista del espacio público sea un objetivo de la disputa feminista supone una inversión de las prioridades típicamente liberales, que han considerado el espacio público como un lugar residual. Pero este orden de cosas no siempre fue así. Tal como lo señala Benjamin Constant en su clásico texto La libertad de los antiguos comparada con la de los modernos (1988Constant, Benjamin (1988). Del espíritu de conquista. Madrid: Tecnos.), para los griegos el espacio público era donde se concentraba todo lo valioso, la vida propiamente humana solo podía ocurrir ahí, el espacio público era el lugar de la isegoría y de la isonomía, mientras que el espacio privado era el espacio de la necesidad y de la animalidad. El espacio de lo privado era entonces, por razones obvias, considerado un valor subordinado, meramente instrumental. Lo mismo ocurría con los individuos a quienes se identificaba con dicho espacio.

El espacio público permitía a los hombres libres vivir efectivamente como tales, delegando las tareas penosas de la subsistencia a otros y otras, mientras que esclavos y mujeres eran excluidos permanentemente del espacio de la libertad, relegados a lo que Arendt llamara «el oscuro interior del hogar» (Pitkin, 1981Pitkin, Hanna F. (1981). Justice: On Relating Private and Public. Political Theory 9 (3): 327-352. https://doi.org/10.1177/009059178100900304 ). Y es que Arendt fue también una admiradora de la libertad de los antiguos, de esa que solo podía ejercerse intensamente en el espacio público. Pero dicha libertad, como no tarda en reconocer Constant, solo era posible por la exclusión de amplios grupos de la población: el trabajo esclavo, fundamentalmente, era la pieza clave para hacer posible la presencia permanente que requería la democracia directa. El objetivo del discurso de Constant no es lamentar la pérdida de ese espacio, sino al contrario, señalar que la vida moderna es incompatible con ese ideal: la economía basada en el mercado y el ascenso del burgués como ciudadano hacen imposible pensar una democracia directa. La misma ampliación del derecho a sufragio habría disminuido el peso de cada individuo en las decisiones políticas, haciendo que la participación de cada uno se percibiera como necesariamente menos relevante. Al hecho de que el trabajo se fue paulatinamente consolidando como una mercancía intercambiable libremente en el mercado, se le suma que el espacio privado comienza a ganar atractivo por sí mismo, la emergencia del individuo y su inseparable derecho natural a la propiedad privada convierte el círculo trabajo, familia, propiedad privada en el centro de la afirmación de la individualidad.

El goce pacífico y la independencia privada definen, a juicio de Constant (1988: 75)Constant, Benjamin (1988). Del espíritu de conquista. Madrid: Tecnos., el carácter de la libertad moderna. El espacio público solo puede aparecer como una cuestión penosa, pero sobre la que es preciso mantener cierta vigilancia: no podemos desentendernos de lo que hacen quienes han recibido nuestro mandato, pues la continuidad de dicho goce depende de que la política lo garantice. No se trata de un rechazo abierto de la cuestión pública, sino más bien del reconocimiento de esta como un medio para asegurar la vida privada. El ideal de ciudadanía liberal será entonces el de la vigilancia de los límites del poder y no el de búsqueda de la participación en dicho poder como fin en sí mismo.

Con la propiedad privada en el centro de las preocupaciones legítimas del Estado y, por ende, en el centro de la legitimación de la coacción que este puede ejercer sobre individuos que se reconocen libres e iguales, el sujeto/ciudadano es entendido fundamentalmente como un propietario. Las mujeres, no obstante, nunca obtuvieron el estatus de ciudadanía, se mantuvieron como súbditas y la familia patriarcal fue el espacio donde socialmente se reforzó dicha sujeción. Siguiendo a Nancy Hirschmann (1992)Hirschmann, Nancy J. (1992). Rethinking Obligation: A Feminist Method for Political Theory. Ithaca: Cornell University Press. https://doi.org/10.7591/9781501725647 , este estatus diferenciado aparece muy claramente en el esquema contractual lockeano. Locke introduce en la lógica del contrato, que para él era una realidad histórica, el consentimiento tácito que explicaba por qué era legítima la obediencia de todos aquellos individuos que no habían participado directamente del contrato original. Locke escribirá que el mero hecho de vivir en un país y gozar de la protección de sus leyes hacía que el individuo consintiera tácitamente a los términos del contrato social. Cuál es, entonces, la situación de las mujeres, se preguntará Hirschmann. Las mujeres no tenían acceso a la propiedad privada; por ello, su consentimiento tácito solo podía ser indirecto, en caso de que contrajeran matrimonio con un varón propietario. Si ya del consentimiento tácito se derivaba una obligación política más débil, del consentimiento tácito indirecto bien poco podía esperarse, haciendo necesario sujetar a las mujeres a la familia para desde ahí garantizar su protección.

Dicho de otro modo, el objetivo de la política liberal ha sido hacer privadas esferas de la vida que otrora fueran objeto del escrutinio público. En cambio, la política feminista ha resultado enojosa para quienes defienden la privacidad así entendida. La exposición más clara de esto corresponde a John Stuart Mill en Sobre la libertad (2015Mill, John Stuart (2015). On Liberty, Utilitarianism and Other Essays. Oxford University Press. https://doi.org/10.1093/owc/9780199670802.001.0001 ) donde a través de la formulación del principio del daño, define el ámbito en el que ni el Estado ni la sociedad pueden interferir: aquel donde solo se afecta al propio individuo. Pese a ello, Mill, un reconocido defensor de los derechos de las mujeres, señala que la familia conlleva aspectos que se sitúan más acá del principio del daño, es decir, aspectos en los que la sociedad y el Estado sí tienen derecho a interferir, particularmente en la situación de las mujeres y en la educación de los hijos e hijas.

La libertad de los antiguos como llamaba Constant a la libertad enfocada en la participación política, defendida por los republicanos, tampoco ha sido amable con las mujeres, y en general con todo aquello que se presente como «femenino» para la lógica binaria. El temor al afeminamiento de las costumbres era el argumento central de Rousseau en su Carta a D’Alembert (1996Rousseau, Jean-Jacques (1996). Carta a d’Alembert. Santiago de Chile: Lom Ediciones.), donde en un tono platónico señala el efecto nocivo de la comedia sobre las costumbres y especialmente por las conductas licenciosas de las mujeres dedicadas al teatro. Pero si bien este es el tema recurrente en la carta, lo que subyace es otra cosa. Rousseau echa en falta aquellos días en que los varones eran formados en el respeto hacia sus mayores y en la mutua demostración de fuerza y hombría. Para la época en que escribe la carta a D’Alembert, esta forma de crianza estaría en peligro de desaparecer, dando paso a una exaltación de la galantería y del amor. El amor es precisamente la pasión con que se identifica a las mujeres. Si las mujeres dejan de someter su naturaleza pasional mediante la modestia que el buen Rousseau prescribe, entonces el pueblo completo sucumbe. El amor, como pasión, aunque pueda ser virtuoso, es una virtud de segundo orden, peligrosa, en tanto que es difícil de domar.

Arendt repite el guion rousseauniano aquí. El espacio público requiere dejar de lado el amor, pero no solo el amor, sino también la necesidad, pues el amor es la pura particularidad y la imposibilidad de la trascendencia y la necesidad es lo contrario de la libertad. Para Pitkin, el concepto de publicidad arendtiano es tan reducido que acaba siendo incomprensible motivacionalmente:

«¿Y de qué van a hablar los ciudadanos en el espacio público mientras cada uno trata de distinguirse del resto? Las preocupaciones económicas están excluidas, tanto ontológica, como funcionalmente, porque la intrusión de “lo social” destruiría la vida pública […] La economía debe excluirse porque sirve a las necesidades del cuerpo, y el cuerpo es una amenaza para la grandeza humana y la libertad, una carga que nos ata a nuestra naturaleza animal, algo vergonzoso que debe ser escondido en la oscuridad privada. La vida pública, en contraste, es la búsqueda de la inmortalidad secular, la esperanza de ser recordado después de la muerte de modo tal que el propio nombre y fama sigan viviendo» (Pitkin, 1981: 337Pitkin, Hanna F. (1981). Justice: On Relating Private and Public. Political Theory 9 (3): 327-352. https://doi.org/10.1177/009059178100900304 ).

Dejando de lado la prioridad de la vida cívica sobre la persona, la publicidad liberal y la publicidad republicana acaban coincidiendo en la modulación de una esfera pública reducida. La esfera pública burguesa ideal suponía la puesta entre paréntesis de las diferencias de clase (Fraser, 1996Fraser, Nancy (1996). Rethinking the Public Sphere. En: Craig Calhoun (ed.). Habermas and the Public Sphere. Cambridge: MIT Press.), excluyendo, por definición, cualquier defensa de un interés específico asociado a la posición particular que se ocupe en la sociedad. Este ideal suponía que quienes entraran en la esfera de la deliberación debían actuar como si fueran socialmente iguales y que, por ende, no era necesaria la igualdad social para la igualdad política. Tal como Fraser señala, la esfera pública burguesa buscaba reafirmar la idea de la independencia de lo político respecto de lo social, una tesis afín a la de Arendt.

Iris Young sostendrá que este imperativo de excluir los intereses no tiene los mismos efectos sobre todos los grupos. Para los grupos históricamente excluidos, este requisito equivale a neutralizar las demandas de justicia desde las que se han organizado políticamente, equivale, por ende, a vaciar de todo contenido político su ocupación del espacio público. El supuesto de que es posible poner entre paréntesis las diferencias de clase, raza, sexo/género, orientación sexual, etc., a la hora de entrar en la discusión pública, solo juega a favor de quienes tienen posiciones de privilegio en el orden de cosas actualmente existente, por ende, juega en contra de las mujeres como grupo.

La idea del bien común no es neutra. Cuando la mitad de la población (siendo generosa en esta estimación) ha determinado lo que debe perseguirse como objetivo de la comunidad política completa, aquello que afecta a la otra mitad difícilmente ha sido tomado en consideración. Mientras quienes tomen las decisiones políticamente relevantes sean un grupo social, cultural y sexo-genéricamente homogéneo, el bien común aparecerá como un concepto problemático, será aquello que es bueno para dicho grupo. Dejar entrar intereses opuestos en la arena pública supone poner en tensión aquello que se daba por sentado, supone generar un conflicto ahí donde se suponía que estaba la unidad. Una vez que se visibiliza la diversidad de intereses, no es posible hacer referencia al bien común como una noción simplificadora o incluso polarizadora que nos permitiría distinguir quiénes están a favor del bien común y quiénes, por el contrario, son antisociales. Esta cuestión es crucial a la hora de comprender el rol que juega la protesta en la contestación de la idea hegemónica del bien común.

Queremos proponer aquí, de la mano del modelo de democracia comunicativa propuesto por pensadoras como Iris Young y Anne Phillips, que el espacio público es uno de lucha y de disputa por el sentido del bien común. En el proceso de esta lucha, los grupos que presentan sus demandas deben ser capaces de traducir sus intereses particulares al lenguaje de la justicia. Sobre este punto, Pitkin afirma:

«Los teóricos del bien común sin duda temen que atender a las diferencias de grupo en la discusión pública ponga en peligro el compromiso con la toma cooperativa de decisiones. Quizá a veces es así. Más a menudo, como sea, en mi opinión, grupos o facciones se rehúsan a cooperar porque, al menos desde su punto de vista, su experiencia, necesidades, e intereses han sido excluidos o marginados de la agenda política o son suprimidos en discusiones y en la toma de decisiones. Solo formas explícitas de inclusión pueden disminuir la ocurrencia de tales resistencias, especialmente cuando los miembros de algunos grupos son más privilegiados en algunos o muchos aspectos» (Pitkin, 1981: 111Pitkin, Hanna F. (1981). Justice: On Relating Private and Public. Political Theory 9 (3): 327-352. https://doi.org/10.1177/009059178100900304 ).

La entrada de los intereses supone entonces la erosión de la visión unitaria del bien común, volviéndolo oscuro y, por ende, haciendo más difícil justificar la obligación política en su nombre. Dicho de otro modo, la visibilización de la pluralidad de intereses contrapuestos y el uso de la esfera pública para su reivindicación (en lugar de la negociación privada) supone un riesgo para la legitimación del poder político. ¿Por qué los grupos excluidos habrían de obedecer?

3. POLÍTICA DE LA DIFERENCIA E INTERÉS DE GRUPO

 

De acuerdo con Young (2000)Young, Iris Marion (2000). Inclusion and Democracy. Oxford, New York: Oxford University Press., algunos liberales como Elshtain se oponen a una política de la diferencia, precisamente porque pone en el centro de la discusión los intereses de las mujeres en cuanto grupo. Dichas críticas, anota Young, se basan en la falsa dicotomía entre la mera competencia de intereses contrapuestos o el ejercicio de la discusión cívica basada en el respeto igual por los ciudadanos, entendiendo por este respeto igual la borradura de las diferencias sociales y la puesta del interés particular a un lado. Ambas caras corresponden a la visión puramente fáctica y a la visión normativa de la democracia liberal. Ninguna de estas alternativas considera la posibilidad de transformar políticamente las condiciones en que se delibera sobre aquello que constituye el bien común. Para Fraser (1996)Fraser, Nancy (1996). Rethinking the Public Sphere. En: Craig Calhoun (ed.). Habermas and the Public Sphere. Cambridge: MIT Press., que coincide con Young en este punto, la democracia liberal, en cuanto busca establecer la independencia de lo político, no es incompatible con ciertas formas de dominación, ni con la exclusión de ciertos grupos. Dicho de otro modo, la igualdad de derechos como igualdad formal no es incompatible con la exclusión efectiva de ciertos grupos.

La democracia feminista apunta a visibilizar cuáles son las condiciones en que se produce el bien común, quiénes, bajo qué reglas y en qué instancias deciden aquello que califica como bien común y, por oposición, descartan como antisocial, antisistémico o subversivo, en suma, no-cooperativo, aquello que desestabiliza la definición granítica del bien común.

Autoras como Nancy Fraser, Iris. M. Young y Hannah Pitkin nos permiten pensar una politización de los intereses desde una perspectiva feminista, pero esta propuesta no está exenta de complejidades. La primera es cómo definimos el grupo de referencia al cual le imputamos unos intereses: ¿son esos intereses homogéneos? Concebir a las mujeres como un grupo de interés implicaría dar con una definición del colectivo «mujeres» que permitiera identificar unos intereses compartidos, que este colectivo procuraría defender en el espacio público. Las diferencias entre Young y Fraser aquí definen un debate feminista que continúa abierto.

Young busca dar con una definición de grupo que no solidifique las identidades y que permita entender las identificaciones como parte de un proceso político de toma de conciencia de la opresión que se experimenta, es decir, busca separar el concepto de «grupo» del de «identidad». Para ello, la autora se sirve del concepto sartreano de «serialidad», según el cual lo que define a la clase trabajadora es ser parte de una serie constituida por la organización material de la propiedad del trabajo y el poder del capital. Para Young, «mujer» nombra también una serie definida por ciertas normas y relaciones de poder, vinculadas a la heterosexualidad obligatoria y a la división sexual del trabajo, es decir, una posición de subordinación dentro de ese reparto del poder. Por ende, reivindicar justicia en cuanto «mujer», implicaría exigir el fin de las opresiones que determinan la subordinación, el fin de la heterosexualidad obligatoria y de la división sexual del trabajo. Pero para que esta reclamación de justicia tenga lugar, antes es preciso reconocer que se sufre dicha opresión y reconocerse como «mujer» en ese sentido hace posible la organización política, como apunta Young. ¿Qué tipo de exigencias de justicia pueden surgir a partir de dicha politización? Aquí nos encontramos con un punto de disenso, pues las acciones afirmativas de la diferencia, en cuanto ponen en la agenda «los intereses de las mujeres» y asumen como objetivo el mejorar la situación de estas, lo hacen sobre la base de unos intereses y del diagnóstico de unas necesidades que son propias de las mujeres heterosexuales y de las madres. Esto es, desde la serie «mujer», contribuyendo así a mejorar las condiciones en que se es oprimida, pero no a eliminar la causa de la opresión.

Las políticas afirmativas de la diferencia muchas veces han tenido el efecto de reafirmar la posición de las mujeres en la sociedad de manera acrítica, pues refuerzan las relaciones de subordinación desde las que se sitúan las mujeres, sin la pretensión de cuestionar y buscar superar, ya sea a través de la lucha política o del diseño de políticas públicas, dicha posición en las relaciones de poder. Ante esto, cabe preguntarse siguiendo a Alejandra Castillo:

«¿Cómo no hacer de la necesaria política feminista afirmativa solo y siempre una reivindicación de identidades reificadas en torno al significante “mujer-madre”? En otras palabras ¿cómo ser feministas sin ser “mujeres”, esto es, cómo ser feministas más allá de la descripción-prescripción patriarcal del “ser mujer”?» (Castillo, 2018: 21Castillo, Alejandra (2018). Nudos Feministas (2.ª ed.). Santiago de Chile: Palinodia.).

Castillo, pese a su posición crítica, reconoce que se trata de una política necesaria, pero que en su expresión más recurrente es «solo y siempre una reivindicación de identidades reificadas». La definición que Young ofrece en Inclusion and democracy (2000Young, Iris Marion (2000). Inclusion and Democracy. Oxford, New York: Oxford University Press.) busca oponerse a dicha reificación que Castillo señala, cuestión que podría achacársele a la propia Young en su clásico de 1990Young, Iris Marion (1990). Justice and the Politics of Difference. Princeton: Princeton University Press.Justice and the politics of difference. Con todo, el lenguaje de las políticas públicas ha tendido más bien a considerar al colectivo «mujeres» como sujeto de intereses estáticos, relacionados con el estereotipo que se construye a partir de su posición actual en la sociedad. Ante esto, si la pertenencia de grupo, más que una identidad fija, busca ser un foco de politización, de lo que se trata ante todo es de tensionar la propia identidad desde dicha pertenencia, de remover los límites a partir de los cuales esta se define (Cámara, 2016Cámara, Julia (2016). Entrevista a Cinzia Arruzza: «Existe el peligro de transformar el feminismo en una actitud individual». Viento Sur, 148: 23-31. ), a menudo hexógenamente.

Si las políticas afirmativas son necesarias es porque resulta absurdo buscar transformar la situación de las mujeres sin tomar en cuenta las condiciones efectivas en las que estas viven. Ahora, una política que las define como mujeres heterosexuales y madres acaba siendo un obstáculo para identificar concretamente cuáles son las condiciones en que viven las mujeres en su diversidad. El racismo, la transfobia y la lesbofobia desaparecen cuando pensamos la identidad de «la mujer» desde categorías predeterminadas. ¿Podemos seguir pensando la política feminista como una política del interés sin dicha reificación?

Es preciso darle una vuelta más a qué política del interés y para qué grupo. De acuerdo con Fraser y Gordon (1992)Fraser, Nancy y Gordon, Linda (1992). Contract vs. charity. Why is there no social citizenship in the United States? Socialist Review, 22 (3): 45-67. y Fraser (1995Fraser, Nancy (1995). From redistribution to recognition? Dilemmas of justice in a ‘post-socialist’ age. New Left Review I (212): 68-93. y 2013)Fraser, Nancy (2013). Fortunes of Feminism: From State-Managed Capitalism to Neoliberal Crisis. London: Verso. las políticas de reconocimiento de grupo muchas veces generan odiosidades, señalan al grupo como uno que está recibiendo injustamente más beneficios que el resto de la sociedad. Esto es particularmente cierto para lo que la autora denomina «remedios afirmativos de redistribución», propios del estado de bienestar liberal, lo que en otros países conocemos como «ayudas focalizadas» en grupos «vulnerables», que, si bien parten del supuesto de reconocimiento de la igual dignidad, acaban profundizando la falta de reconocimiento al estigmatizar a quienes reciben dichas ayudas y no resolver el problema de raíz. En su clásico artículo de 1995Fraser, Nancy (1995). From redistribution to recognition? Dilemmas of justice in a ‘post-socialist’ age. New Left Review I (212): 68-93. «From redistribution to recognition», Fraser no hace referencia a cómo se expresarían dichas odiosidades en el caso de las soluciones afirmativas para los problemas de reconocimiento, como es el caso de la exclusión de las mujeres de la esfera pública y en particular de los cargos de decisión política, pero el propio argumento de ciertos sectores, muchos de ellos críticos del feminismo y que acusan «victimización» por parte de las mujeres y otros grupos subalternizados, ha consistido en señalar que dichas discriminaciones positivas solo obstaculizan el avance de las mujeres en la consecución de derechos iguales arguyendo que, si se quieren iguales derechos, entonces se debe tener un trato igual. Desde la perspectiva liberal, estas diferencias son contrarias a la lucha por la igualdad, pues suponen un quiebro en el supuesto de la igualdad de oportunidades y en las carreras abiertas al talento. Desde perspectivas menos igualitaristas, aparece la noción de mérito, la que sería obliterada por una política afirmativa de reconocimiento.

Con todo, sostendremos aquí que las políticas afirmativas o de reconocimiento son necesarias, lo que es preciso hacer, tal como señala Castillo, es desanclarlas del estereotipo de «mujer-madre». Las políticas transformadoras a las que hace referencia Fraser son aquellas que apuntan a la eliminación de raíz de las condiciones de la opresión. Probablemente las políticas afirmativas no sean la mejor herramienta para abordar dicha opresión, y sin embargo, apuntan a mejorar las condiciones de vida de quienes experimentan formas graves de opresión. En el caso de las cuotas en los cargos de representación política permiten la pluralización de las perspectivas desde las que se toman las decisiones. Esto, siempre y cuando no sean cooptadas por las elites que buscan afirmarse en el poder, adaptándose a las exigencias de los tiempos.

4. LA ACCIÓN AFIRMATIVA COMO REPRESENTACIÓN DE «LAS MUJERES»

 

Hannah Pitkin en The concept of representation (1967Pitkin, Hanna F. (1967). The Concept of Representation. Berkeley: University of California Press. https://doi.org/10.1525/9780520340503 ) acuñará el concepto de «representación pictórica» para hacer referencia a quienes, desde una vereda crítica a la democracia representativa, proponen formas de representación política que reflejen mejor la composición de la sociedad. Para la autora esta reivindicación resulta problemática, pues supone un desvío de la atención, desde el qué hacen nuestros representantes, al quiénes son. La calidad de la representación no se garantizaría de forma previa al trabajo de quienes nos representan, sino en su acción misma. Por ende, para Pitkin, el énfasis debería estar puesto en los mecanismos mediante los cuales hacemos que quienes nos representan respondan por sus acciones y decisiones.

Anne Phillips (1995Phillips, Anne (1995). The Politics of Presence. Oxford: Oxford University Press. y 1998)Phillips, Anne (ed.) (1998). Feminism and Politics. Oxford University Press., por el contrario, llamará la atención sobre la relevancia de la representación de las mujeres, no como una cuestión dicotómica respecto de la atención sobre qué hacen las representantes, sino por la particular relevancia de la diferencia sexual en las decisiones políticas. Si bien la política centrada en las ideas, tal como sugiere Pitkin, puede funcionar cuando tomamos en cuenta el eje de la clase, a la hora de considerar otros asuntos, como los derechos reproductivos y sexuales, esta se muestra insuficiente. Sobre este punto, Phillips mantendrá que la deliberación racional no basta y que no podemos dar por descontado que representantes que forman parte de grupos hegemónicos, tendrán adecuadamente en cuenta los intereses de quienes se encuentran en posiciones subalternas.

Es un hecho que las mujeres ocupan un lugar minoritario en los cargos de decisión política, un hecho que fue largamente ignorado por los teóricos de la democracia hasta que las feministas llamaron la atención sobre esto. ¿Por qué en la mayor parte de las democracias hay tan pocas mujeres en cargos de representación popular? Una respuesta fácil ha sido señalar que están menos interesadas en la disputa por el poder, pero aun esa respuesta fácil parece ser el indicio de un problema más profundo que urge una segunda pregunta, ¿por qué no están interesadas en el poder? Las respuestas a esto son múltiples y no solo han venido de los adversarios del feminismo, sino también desde ciertas lecturas feministas. El feminismo maternal suponía que la búsqueda del poder político era por definición masculina y que las mujeres buscaban otras formas de organización. En la vereda opuesta, desde su radicalidad, Monique Wittig propone una deserción de la clase «mujeres» y con ello una huida de la política patriarcal y de los intentos de inclusión que desde ella pueden surgir.

¿Pero es que realmente no queremos el poder? Anita Superson (2000)Superson, Anita M. (2000). Deformed Desires and Informed Desire Tests. Hypatia 20 (4): 109-126. https://doi.org/10.1353/hyp.2005.0134 emplea el concepto de «deseos deformados» para hacer referencia a aquellos deseos que pueden tener las personas que se encuentran sometidas a situaciones de injusticia estructural. Es esta misma estructura injusta la que hace difícil que dichos deseos sean cuestionados por quienes los experimentan. Estos deseos se caracterizan, a su vez, por beneficiar a otros en tanto profundizan la posición de subordinación existente. Creo que la falta de deseo por disputar el poder político responde a estas características. Con todo, el afirmar que esta beneficia a otro grupo, en cuanto contribuye a la preservación de la situación de dominación de las mujeres, supone que la participación de las mujeres en la democracia representativa es un elemento fundamental para su liberación y este supuesto no está garantizado.

La posición más radical y que ha sido defendida por ciertos feminismos de la diferencia (Librería Mujeres de Milán, 2008Librería Mujeres de Milán (2008). No creas tener derechos. Madrid: Editorial Horas y Horas.) es la de la renuncia a la política representativa y al lenguaje de los derechos, por ser una política patriarcal cuya reivindicación implica someterse a una lógica masculina que solo puede tener como resultado la profundización de la subordinación de las mujeres. Tal como señalé más arriba, a propósito de la división público/privado, los conceptos desde los que se ha pensado la política democrática han implicado la exclusión de las mujeres, y no solo eso, sino que se han asentado sobre esta. En este contexto, la referencia a los deseos deformados nos lleva a la aporía de la falsa conciencia, pues siempre es posible afirmar que la liberación de las mujeres no pase por su participación en la democracia representativa. Quizá no sea posible dar una respuesta definitiva sobre este punto, pero sin duda las condiciones en que sea posible, o no, su liberación, dependen en buena parte de la política representativa de la que se hallan excluidas. Por ello Phillips afirma que «cuando un parlamento está dominado por un solo tipo de persona, es una parodia de la democracia, pues esto sugiere inevitablemente dos categorías de ciudadanos: aquellos que pueden votar y aquellos más importantes que toman las decisiones efectivas» (Phillips, 6 septiembre 2017Phillips, Anne (6 septiembre 2017). The Politics of Presence: Do Politicians Represent Us? LSE Government Blog. Disponible en: https://blogs.lse.ac.uk/government/2017/09/06/the-politics-of-presence-do-politicians-represent-us/ ).

Sin embargo, la mera inclusión de las mujeres en las estructuras del poder político ha tenido como consecuencia que aquellas que son más exitosas son las que se han adaptado a las exigencias patriarcales, las que han adoptado la estética, el tono, las que se han «masculinizado» (Beard 2017Beard, Mary (2017). Women & Power: A Manifesto. London: Profile Books.), o bien las que se han incorporado desde la imagen maternal, reinscribiendo a las mujeres en el espacio de lo privado, a través de su inclusión en lo público.

La democracia feminista rechaza la idea de la inclusión, ya sea como madres, o por imitar rasgos «masculinos». La democracia feminista apunta a la transformación de las categorías modernas de la política. Ante este desafío, las políticas de la presencia presentan dificultades adicionales: el elitismo que resulta de la agregación de ciertas mujeres en espacios políticos, fundamentalmente en los espacios no de elección popular, como los directorios de empresas, o en los mismos ministerios y otras reparticiones de gobierno. ¿Qué mujeres son las que ocupan estos cargos? Es aquí donde se impone la idea de excelencia (Castillo, 2016Castillo, Alejandra (2016). Disensos feministas. Santiago de Chile: Palinodia. y 2018Castillo, Alejandra (2018). Nudos Feministas (2.ª ed.). Santiago de Chile: Palinodia.), que se traduce básicamente en que mujeres con altos niveles de formación académica y de experiencia excepcional sean quienes llegan a dichos espacios. Suponer que es indiferente qué mujeres sean, ignora las diferencias de clase y raza que atraviesan la diferencia sexual.

Si bien la paridad en los espacios de elección popular podría sortear dichas dificultades al no requerirse ninguna competencia particular para ejercer el cargo, las estructuras de la democracia representativa tienden a repartir el poder entre grupos que tienen las herramientas adecuadas para disputarlo. Dicho más claramente, para obtener escaños en el congreso, se requiere contar con los medios materiales y la influencia para ganar elecciones, y no cualquiera puede acceder a ellos. De este modo, las políticas orientadas a la paridad acaban dándole visibilidad a mujeres que ya la tienen. Una democracia paritaria en estos términos no es una democracia feminista.

La democracia paritaria, dentro de una democracia representativa, para ser efectivamente transformadora y redistribuir el poder en la sociedad, requiere poner atención sobre las condiciones que hacen posible el acceso al espacio público, un espacio público diseñado en clave masculina, blanca y burguesa (Lovenduski, 2019Lovenduski, Joni (2019). 3. Feminist Reflections on Representative Democracy. The Political Quarterly, 90 (S1): 18-35. https://doi.org/10.1111/1467-923X.12563 ). Si las políticas afirmativas son necesarias, deben apuntar antes que a la inclusión a la transformación de los espacios de participación política, a hacerlos más porosos a otras formas de comunicación política, a un descentramiento del proceso de deliberación política que no fuerce el consenso como único objetivo de este (Young, 2000Young, Iris Marion (2000). Inclusion and Democracy. Oxford, New York: Oxford University Press.). Pero no solo los códigos de la discusión política deben ser transformados, también debe ser cuestionada la base material que hace posible la participación política, esto es, el tiempo, los recursos y la influencia, que hoy están desproporcionadamente concentrados en manos masculinas.

5. REFLEXIONES FINALES

 

En las secciones anteriores hemos revisado cómo el espacio de la política está definido a partir de categorías androcéntricas que dejaban fuera los cuerpos de las mujeres y, por ende, la experiencia del mundo y de las relaciones sociales de quienes no habían sido socializadas a partir del ideal de la individualidad y la separación (Hernando, 2018Hernando, Almudena (2018). La fantasía de la individualidad: sobre la construcción sociohistórica del sujeto moderno. Madrid: Traficantes de Sueños.). El sujeto político de la modernidad está pensado a imagen y semejanza de la ficción de la individualidad del hombre blanco, burgués, cisgénero y adulto, lo cual se traduce en la expulsión de la esfera de la política de todas las otras personas que no se ajustan al modelo. Digo aquí «ajustan» porque los avances democráticos de los siglos XIX y XX han permitido la sucesiva incorporación de grupos excluidos. El más paradigmático es la inclusión de la clase trabajadora, pero dicha inclusión se hizo a costas de la exclusión de las mujeres, mediante el llamado «pacto capital-trabajo» que introdujo el salario familiar e implicó el retorno de las mujeres al hogar, reafirmando la figura de la familia heterosexual, con un cabeza de familia (Federici, 2018Federici, Silvia (2018). El patriarcado del salario. Críticas feministas al marxismo. Madrid: Traficantes de Sueños.).

Hoy el neoliberalismo ha roto dicho pacto y se sostiene sobre la idea de la familia con dos trabajadores, pues el salario de uno solo es incapaz de solventar los gastos de reproducción de la vida (Fraser, 2020Fraser, Nancy (2020). Los talleres ocultos del capital. Madrid: Traficantes de Sueños.). Esta entrada en el mundo de la producción, que coincide con los objetivos de las feministas de la segunda ola y su crítica al estado de bienestar (en este punto Fraser ha sido una crítica bastante ácida) no ha ido de la mano con una emancipación de las tareas domésticas para todas. Para la mayoría ha implicado la duplicación de la jornada de trabajo, mientras que las más afortunadas se han apoyado en la llamada cadena global de cuidados, donde el trabajo llamado doméstico es realizado por mujeres pobres, migrantes o racializadas, que a su vez deben recurrir a otras mujeres más pobres para poder ejercer labores de cuidado remuneradas (Fraser, 2020Fraser, Nancy (2020). Los talleres ocultos del capital. Madrid: Traficantes de Sueños.). El capitalismo en su fase neoliberal tensiona la reproducción social al punto de hacerla entrar en crisis. Las salidas, apunta Fraser, pueden ser liberadoras, o bien pueden contribuir a la próxima transformación del capitalismo para hacer posible su permanencia.

Es importante, con todo, recordar que este diagnóstico sobre cómo el capitalismo privatiza la reproducción social, y en general el diagnóstico sobre la crisis de los cuidados, se corresponde con la opresión específica de la serie «mujeres», es decir, de las mujeres definidas a partir de la heterosexualidad, la división sexual del trabajo y la maternidad. Pero ¿qué rostro tiene esta crisis para las otras mujeres, trans, lesbianas, bisexuales o mujeres heterosexuales que rechazan la maternidad y la familia? No todas las luchas de estas «otras mujeres» apuntan a cuestiones de reconocimiento, o de la libertad sexual, sino que apuntan directamente a cuestiones de redistribución. La discriminación a las mujeres trans en el ámbito laboral las empuja a trabajos precarios y, con ello, a una mayor exposición a la violencia. A la precarización laboral es preciso sumarle la discriminación en el sistema de salud, un sistema de salud que ya está erosionado, si no desmantelado por las políticas neoliberales.

Siguiendo la distinción analítica de Fraser, las discriminaciones contra personas homosexuales y trans tienen dimensiones materiales y consecuencias económicas, como las que hemos mencionado acá arriba, pero no son constitutivas de las relaciones de producción capitalistas y, por ende, requieren de remedios orientados al reconocimiento, es decir, remedios orientados a la dimensión simbólica o cultural. Pese la claridad de la distinción de Fraser, es preciso subrayar que esta discriminación es parte del reforzamiento de la norma de la heterosexualidad obligatoria sobre la que se sostiene la reproducción social funcional al capitalismo. Se trata entonces de un efecto de la división sexual del trabajo y, por ende, requiere remedios que sean redistributivos y de reconocimiento. Fraser se inclina por la deconstrucción del género como el único remedio que ataca la raíz de la opresión.

Tal como lo he señalado más arriba, la democracia feminista que planteo aquí entiende la necesidad de las políticas afirmativas, como puede ser el cupo laboral trans implementado en Argentina el año 2020. Es preciso entender estas políticas como una suerte de justicia transicional hacia una sociedad que pueda efectivamente considerar con igual respeto a todas las personas. Tal como lo hacen las cuotas de representación política, las cuotas laborales van corrigiendo la distribución de poder y recursos en la sociedad, a la par que modificando nuestra percepción sobre los sujetos subalternizados. Si bien esto no es automático, una política afirmativa con vocación de transformación debería tomar en cuenta estos aspectos.

Pero la transformación no solo se da en los espacios institucionales y quizá sean los espacios extrainstitucionales, a saber, los movimientos sociales, aquellos donde mejor pueden ensayarse otras formas de hacer política, esa «otra cosa que la democracia» que representaba la primera opción al principio de este texto. Desde ese punto de vista, quizá la propuesta más interesante entre la teoría feminista reciente sea la de Verónica Gago (2019)Gago, Verónica (2019). La potencia feminista. Madrid: Traficantes de Sueños. sobre el rol de la huelga como elemento aglutinador y creador de alianzas feministas, pero también como elemento interruptor de la política representativa tradicional. Cuando en 2018 se plantea la primera huelga feminista, surge la pregunta por quién puede parar. No cualquiera tiene un trabajo con derecho a sindicalización, no cualquiera tiene un trabajo remunerado tampoco. Estas diferencias, según relata Gago, hacían más relevante la reflexión en torno a la huelga y el desplazamiento que una huelga feminista suponía respecto de la comprensión tradicional, decimonónica, de la misma, y de lo que significa el trabajo.

El concepto de democracia feminista que hemos procurado delinear aquí supone una puesta en cuestión de la acción afirmativa, mas no su abandono, pues sigue siendo necesaria como condición habilitante para la emancipación, si bien la definición de los «grupos» destinatarios de ella deba ser profundamente cuestionada. Afirmación y transformación no son excluyentes sino más bien pasos que es necesario dar para que la democracia feminista sea algo más que una propuesta de contestación conceptual.

AGRADECIMIENTOS

 

Este artículo forma parte del Proyecto Fondecyt de Iniciación nº 11190901 «Figuras de la injusticia: La obediencia política y la mentira noble en Hobbes, Hume y Smith», financiado por la Agencia Nacional de Investigación y Desarrollo ANID, Chile.

REFERENCIAS

 

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