ARBOR Ciencia, Pensamiento y Cultura 198 (805)
julio-septiembre, 2022, e670
ISSN: 0210-1963, eISSN: 1988-303X
https://doi.org/10.3989/arbor.2022.805018

RESEÑAS DE LIBROS

BOOK REVIEWS

Antonio Fernández Díez

Nuevas lecturas de Edward Gibbon

Lastra, Antonio (ed. y trad.). Edward Gibbon. Ensayo sobre el estudio de la literatura. Barcelona: Ediciones del Subsuelo, 2022. ISBN 978-84-122754-5-2

Lastra, Antonio (ed. y trad.). Edward Gibbon. Memorias de mi vida. Madrid: Cátedra, 2022. ISBN 978-84-376-4406-6

  • El conocimiento de la antigüedad es nuestro verdadero comentario.

  • Ensayo sobre el estudio de la literatura.

En un gesto inapreciable de ilustración, que corresponde al modo habitual de proceder de Edward Gibbon, como él mismo escribe, «a cualquier luz», Antonio Lastra, fiel a una línea de trabajo ininterrumpida en decenas de ediciones escrupulosamente seleccionadas y preparadas durante más de un cuarto de siglo, ha renovado y actualizado con dos publicaciones recientes de Gibbon, el Ensayo sobre el estudio de la literatura, inédito en español, y las Memorias de mi vida, por primera vez de manera integral, la lectura y comprensión de la obra del historiador inglés. La orientación que asumen esas dos nuevas ediciones, así como sus introducciones correspondientes -que, característicamente, convergen en la visión subyacente de la filosofía como una propedéutica o como un método de interpretación que está presente en la escritura de la ecdótica, y que sirve de contenedor adecuado para exponer un pensamiento central que a su vez está determinado por la ética de la literatura o por la pregunta esencial por el arte de leer de acuerdo con el tratamiento de la filosofía por parte del profesor Lastra-, resulta completamente novedosa y valiente. Consiste fundamentalmente en una apología de Gibbon como filósofo o, en los términos precisos de Gibbon, como «historiador filósofo». «Aunque los filósofos no sean siempre historiadores -dice Gibbon-, sería deseable al menos que los historiadores fueran filósofos» (Ensayo sobre el estudio de la literatura, p. 96). De hecho, Gibbon comenta que, cuando la filosofía es desplegada en toda su magnitud, la humanidad sale ganando (Ensayo sobre el estudio de la literatura, p. 80). Lo que significa, en otras palabras, el fin de la rivalidad, o el nacionalismo, y la realización de la confraternidad humana, o la paz, el último de los emblemas ilustrados franceses, que hablaban la lengua en la que Gibbon escribió originalmente su Ensayo y en la que pensaba. (Refiriéndose al Ensayo, Gibbon explica: «el motivo de la vanidad no influyó en mi elección: escribí como pensaba en el idioma más familiar» (Memorias de mi vida, p. 270)). Por lo que la composición historiográfica de Gibbon no es una cuestión de gusto -si se entiende por gusto la falta de criterio moral que es guiada por el principio de placer- o, si lo es en cierto modo, al menos es de un gusto escrupulosamente exquisito que permite diferenciar lo principal de lo accesorio a simple vista. Tal vez no sería desacertado deducir como pauta de escritura de la obra de Gibbon que el propio Gibbon ha hecho el trabajo del lector además de un modo insuperable. El gran enlace con la antigüedad, Gibbon ha establecido más allá de la modernidad un nivel de comprensión de la historia, así como de la historia de la filosofía, que contribuye prácticamente a inaugurar una ilustración nueva, hasta el momento, al menos en nuestra lengua, inadvertida. Ambas ediciones al cuidado de Antonio Lastra acreditan ese mérito extraordinario.

Precisamente la distinción que Gibbon lleva a cabo entre el «espíritu filosófico» (adscrito a ninguna tradición) y el «siglo» (de Voltarie, de Luis XIV) -en referencia a la consideración del philosophe de moda, la figura filosófica que la gran historia ilustrada de Gibbon, por decirlo así, pone en tela de juicio de manera permanente ante la reivindicación del l’homme de lettres- haría justicia -salvando la distancia con el imperio (activo y pasivo al mismo tiempo en tanto que está dominado por una dinámica obsesiva compulsiva y constituye para Gibbon la forma de corrupción por antonomasia), como nos muestra la lectura que el profesor Lastra hace de la Historia de la declinación y caída del Imperio romano- al reconocimiento institucional del profesor como una consecuencia y como una valiosa enseñanza de la academia platónica, situada en el origen de la corriente de la filosofía de la historia, o la lectura crítica de la historia, que empieza por reconocer la crisis de la historia y la historiografía, siendo la crítica el «arte de juzgar escritos y a escritores» realizando un «examen libre y atento» que alcanzaría en Gibbon su apogeo. En ese sentido, en paralelo a la crítica literaria del Ensayo, la existencia de una filosofía de la historia en la escritura inmensa y omnipresente de Gibbon, fijada por la cita del historiador republicano J. G. A. Pocock que suscribe el profesor Lastra, revelaría que el rasgo constitutivo del denominado «historiador filósofo» -no el historiador de la filosofía, que no es mencionado nunca- consiste en rechazar la autoridad del conocimiento a fin de afirmar el carácter recíproco del conocimiento que enseña la transmisión del conocimiento mismo, y que apela de manera indirecta a la traducción como vehículo idóneo de expresión o como puente natural entre los clásicos grecolatinos y el lector moderno. Así es como Gibbon -algo que el profesor Lastra corrobora al identificar una escritura constitucional en Gibbon con la Declaración de Independencia de los Estados Unidos cuyo carácter fundacional, tanto en sentido filosófico como político (lo que tal vez requiere leer emulando al american escolar de Emerson sin olvidar que Gibbon ha dicho que «el ejemplo de los grandes hombres no prueba nada», en Ensayo sobre el estudio de la literatura, p. 46)- constituye el punto comparativo con la originalidad de la escritura de la Historia (de la que el Ensayo sería solo un esbozo y una preparación), situada debidamente al margen de la consolidación del nuevo vocabulario filosófico que proporcionaba la publicación contemporánea de la Crítica de la razón pura de Kant, ha puesto de relieve la importancia de realizar una «lectura infinita» a propósito de un tiempo finito que siempre transcurre con ligereza a nuestro pesar. Pero el estudio de la antigüedad, dice Gibbon, se sostiene sobre todo, aunque no solo, por la «admiración» a la antigüedad. Se trata, en última instancia, de «retener los hechos». El hecho, casi inevitable, de que la filosofía (que es la confirmación y la máxima expresión, la «dignidad» y la «felicidad» que definen atípicamente «nuestra presente naturaleza», Memorias de mi vida, p. 80) fuera la encargada de salvaguardar los hechos que han configurado la historia -convirtiendo la historia en una suerte de reflexión filosófica sobre las condiciones de posibilidad de la historia misma, no solo por la necesidad de realizar una «lectura entre líneas» de la Ilustración, el periodo histórico que significa el final de la antigüedad y el comienzo de la modernidad para Gibbon, que por lo general trata de descubrir lo más valioso que hay en la cultura- tiene que ver precisamente con aprender, a través de la lectura de los clásicos, a sobreponernos al espíritu de la época o al siglo, como enfatizaba Gibbon, sin dejar de estudiarlo. Por tanto, el período histórico que es conocido como Ilustración no sería tanto el resultado de la filosofía de la época supuestamente conocida como el del espíritu de la época fácilmente reconocible. Mientras que la vigencia de una escritura constitucional característica de la obra de Gibbon, específicamente la Historia, supera de ese modo el desfase característico de la hermenéutica contemporánea desde Kant, desde el principio, que ha señalado sin reservas el profesor Lastra.

La crítica historiográfica y filosófica de Gibbon resulta memorable en un sentido doble: digna en sí, su escritura funda la memoria y, al hacerlo así, fija la atención del lector. La verdad es que de pocos autores puede decirse lo mismo. (Así es precisamente como emerge la crítica que se aprecia, según Gibbon, en la justeza de espíritu, la finura y la penetración). No solo se trata de recordar (el erudito), sino de iluminar el recuerdo (el historiador filósofo) a través de la reflexión (el filósofo que a veces enmudece como «víctima» ante el erudito, salvo por una palabra de admiración, «la más fría de las pasiones» no obstante). En ese sentido, la crítica, que opera cada vez un nuevo comienzo, media entre el literato y el erudito, efecto de la combinación de la razón y de la experiencia, a fin de conservar lo que se ha estipulado como lo verdadero. (Basta observar que la verdad del historiador es estrictamente la historia en su exigencia misma de interpretación). Precisamente la comparativa «lógica de la verdad» de la crítica aspira a mantener el equilibrio, o la coherencia, entre los «distintos grados de verosimilitud» o, mejor, nos exhorta a los lectores a que «equilibremos verosimilitudes críticas» (Ensayo sobre el estudio de la literatura, p. 68) a partir del «testimonio» del pasado. No por casualidad, después de hablar de Virgilio como el modelo o representante de la antigüedad y, sorprendentemente, en lugar de Sócrates, que no dejó nada escrito, de Aristóteles, como el padre o fundador de la crítica, mostrando su desconfianza hacia los «sistemas más deslumbrantes», Gibbon (que consideraba a Hume un «maestro», Memorias de mi vida, p. 81), al distinguir el testimonio de la opinión, funda el carácter de lo que él mismo llama «lo verdadero histórico». No subordinada a ciencia alguna, la crítica contrasta un trabajo de gran elaboración teórica conceptual, lo que implica tanto el análisis escrupuloso que exhibe elementos de exactitud y objetividad como la unidad de la síntesis que refleja la coherencia, el consenso y la conformidad, que consiste en ir superando todas las capas de interpretación de la lectura hasta profundizar en el significado de la realidad que se deja entrever en la adecuación de las palabras.

En la escritura de Gibbon el lector encuentra consuelo («bendición» en sus propias palabras) en el estudio que suple la ausencia de libertad concreta: «un hombre cuyas horas son insuficientes para los inagotables placeres del estudio no conoce nunca -escribe Gibbon- las miserias de una vida vacante» (pp. 241-242). La «vida vacante» -que en las Memorias de Gibbon puede interpretarse, con otra magnífica expresión del filósofo o del historiador filósofo, como la «razón cautiva»- es lo que hace que nuestra dependencia, «ciega y absoluta», sea necesaria pero no «deleitosa»: «La libertad (Gibbon puede permitirse hacer referencia a la «libertad de mis escritos», en Memorias de mi vida, p. 331) es la primera bendición de nuestra naturaleza y, a menos que nos vinculemos a nosotros mismos con las cadenas voluntarias del interés o la pasión, avanzamos en libertad conforme avanzamos en años» (Memorias de mi vida, p. 382). El interés o la pasión, por contraposición a la edad y a la experiencia, constituyen la fuente de la libertad en la medida en que, aunque no están a salvo de la superficialidad de la sensibilidad, reflejan la espontaneidad y la autenticidad, esa paradoja de la existencia de unas «cadenas voluntarias», tanto del lector como del escritor que se enfrenta al examen de sí mismo al tratar con el estudio de la historia. Gibbon ha elevado el paradigma de una presunta ilustración (europea) a la autocrítica -«el autor mismo es el mejor juez de su propia ejecución… nadie está tan sinceramente interesado en el acontecimiento», alejado de la «reflexión» que define a los modernos, como un efecto de la escritura, o el propio «estilo» que refleja el «carácter», o la «imagen de la mente» del historiador (Memorias de mi vida, p. 295)- en relación con la meditación clásica, a la que la escritura de la historia y el ensayo de la literatura, ambas indistinguibles para el historiador filósofo, estimula de manera deliberada y perenne. (Se diría, incluso, que Gibbon se anticipa a la filosofía del acontecimiento francesa, ahora de moda no por casualidad).

¿Puede decirse, entonces, que Gibbon es el primer moderno genuino, saludablemente moderno, si el sintagma es plausible, por una cuestión de mérito y esfuerzo, respecto a su fiel vínculo con el pasado, a lo largo de una demostración de autenticidad y de un despliegue de moderación (vir modestia praeditus, que diría Tácito) que resultan inconcebibles en los términos de la modernidad (tardía o no)?

Para Gibbon no se trata de entender a los antiguos mejor de lo que ellos se entienden a sí mismos, sino de «situarnos en el mismo punto de vista», teniendo en cuenta que un «conocimiento detallado de su siglo es el único medio que puede llevarnos allí» (Ensayo sobre el estudio de la literatura, p. 53). Mientras que en el caso de Gibbon la filosofía y la historia corren parejas, una filosofía de la historia extraída del inmenso fondo de erudición de su obra no podría dar cuenta de la escritura concreta y específica del historiador. Al fin y al cabo, el hecho de familiarizarse con los clásicos nos llevaría a preguntarnos, por ejemplo, si el progreso (moderno), en lugar de referir la bondad absoluta de algunos individuos, ha resultado en la insensibilidad total que se oculta tras la búsqueda de la eficacia, de la inmediatez. Si «las costumbres de los antiguos eran más favorables a la poesía que las nuestras» es para Gibbon porque el perfeccionamiento del arte ha simplificado nuestras costumbres y, sin embargo, los antiguos «conocían sus ventajas y las empleaban con éxito» (Ensayo sobre el estudio de la literatura, p. 50). Fiel al espíritu clásico de la antigüedad, Gibbon admite con razón que «el que escribe para todos los hombres no debe tomar sino de las fuentes comunes a todos los hombres, de su corazón y del espectáculo de la naturaleza», ya que «solo el orgullo puede comprometerlo a pasar esos límites» (Ensayo sobre el estudio de la literatura, p. 54). Gibbon no habla del orgullo de lo sublime, sino que se refiere de manera implícita a la vanagloria y al afán de grandeza -la «grandeza de la república» que, a diferencia del imperio, se mide por una noción amplía de ciudadanía y se lee en sentido clásico como el expediente de la república de las letras o, con Gibbon, les belles lettres)- que no sirven para establecer pautas de la ética de la literatura. De hecho, la reivindicación de lo común tiene que ver con el centro de la humanidad desde el que extraer el significado, el corazón mismo de la interioridad en que se encuentran los recursos necesarios para vivir en armonía con el mundo. Más bien lo que Gibbon llama el orgullo (que deplora abiertamente) contradice la autoconservación de la vida y rechaza el significado específico de una escritura valiosa que aspira a la ilustración del mundo entero de lectores. Esta es la razón de que Gibbon haya destacado que el carácter literario de la obra resulta tan determinante para la conducta de la vida del escritor como su personalidad. Existe, por así decirlo, una especie de autodeterminación en el mecanismo de la ética de la literatura que anticipa el carácter prospectivo de la escritura, lo que significa que la vida misma está condicionada por el arte de escribir en la medida en que se trata de la escritura de la vida, no de meramente existir. El «departamento de la crítica», en una ironía de Gibbon, no ha encontrado aún su lugar.

En la magnánima y elocuente obra de Gibbon pervive de modo natural la influencia de la filosofía o ética de la literatura («siempre he asociado los estudios de la filosofía con los de la literatura», escribió Gibbon en Memorias de mi vida, p. 202) sobre el análisis teóricamente elaborado y contrastado del historiador como crítico, por contraposición a la figura clásica del crítico como artista, fundamentada literariamente por Oscar Wilde. (Aunque Gibbon y Wilde no coincidieron, ambos fueron escolares del Colegio de la Magdalena en la Universidad de Oxford). La novedad de la historia entendida como crítica (no solo del pasado), o del crítico considerado característicamente como historiador, consistía precisamente en asumir el prisma del pasado a fin de juzgar el presente. En mi opinión, su gran afinidad con el espíritu protestante en tanto que muestra del libre albedrío, ajeno a la exhaustiva jerarquía católica predominante, ofrece en Gibbon una teoría de la crítica moderna fundada en la libertad de interpretación (un «examen libre y atento») que depende del conocimiento de los autores clásicos, a saber: la educación liberal del escritor potencial de la historia. Gibbon se ha hecho a sí mismo acreedor al título de humanista, en la línea de Erasmo, cuyo republicanismo y cuyo platonismo, como ha indicado el profesor Lastra, requieren una fijación conceptual urgente que, parafraseando al propio Gibbon, debe reconocer en la república la reacción natural al imperio, sinónimo de corrupción, pese a que compartan un origen común que Gibbon no desvela nunca en su Ensayo, y que posiblemente tiene que ver de algún modo con el anhelo de poder. Por tanto, que el lector de historia, y de la Historia, sea capaz de escribir como piensa resulta un atenuante, en cierto modo previsible, de la ética de la literatura que trasciende la propia escritura. En ese sentido, puede decirse sin temor que las páginas que Gibbon ha dedicado a la literatura, no solo a la Historia, ha consolidado el arte de escribir como un aire de familia o un pensamiento familiar que convierte sabiamente la vanidad, de la que la escritura de ensayo de Gibbon ejemplificada en la Historia es su contrapunto oportuno y conveniente, en el motivo central de la estética por antonomasia. Al contrario que la subjetividad primordial de la estética, la ética de la literatura no evita la elección del estilo. Sin pretenderlo, Gibbon se ha postulado con razón como representante de la antigüedad cuya capacidad para interpretar constituye, de acuerdo con la lectura moderada y familiar que hace el historiador -«en toda situación se da, nos recuerda Gibbon, un equilibro del bien y del mal» (Memorias de mi vida, pp. 164-165)-, la pauta misma de la escritura que sirve a los textos clásicos. Por ejemplo, ante la nueva perspectiva de la Academia Francesa de privilegiar las «facultades más nobles de la imaginación y el juicio» por contraposición al «ejercicio de la memoria», Gibbon mantiene que «el estudio de la literatura antigua ejerce y desarrolla todas las facultades de la mente» (Memorias de mi vida, pp. 142-143). Pero el desarrollo de las facultades de la mente no es, sin embargo, el privilegio de la razón.