ARBOR Ciencia, Pensamiento y Cultura 198 (806)
octubre-diciembre, 2022, a680
ISSN: 0210-1963, eISSN: 1988-303X
https://doi.org/10.3989/arbor.2022.806010

VOCES FEMINISTAS SOBRE EL IMPACTO DE LA COVID-19 EN LAS MUJERES

Belén Laspra Pérez

Universidad de Oviedo

https://orcid.org/0000-0003-4553-4885

Eulalia Pérez Sedeño

Instituto de Filosofía (IFS-CSIC)

https://orcid.org/0000-0002-8314-3597

Danila Suárez Tomé

Universidad de Buenos Aires (UBA) / Instituto de Investigaciones Filosóficas (SADAF/CONICET)

https://orcid.org/0000-0001-9840-2961

Telma Vega Felgueroso

Ministerio de Trabajo / Universidad Pompeu Fabra (UPF)

https://orcid.org/0000-0001-6659-4663

Noelia Bueno Gómez

Universidad de Oviedo

https://orcid.org/0000-0001-8764-6549

Cómo citar este artículo/Citation: Laspra Pérez, Belén (coord); Pérez Sedeño, Eulalia; Suárez Tomé, Danila; Vega Felgueroso, Telma y Bueno Gómez, Noelia (2022). Voces feministas sobre el impacto de la COVID-19 en las mujeres. Arbor, 198(806): a680. https://doi.org/10.3989/arbor.2022.806010

CONTENIDO

Belén Laspra Pérez

 

Son varios los informes institucionales que han señalado el impacto desigual que ha tenido la crisis del coronavirus, alertando sobre una mayor incidencia de sus efectos negativos en la situación económica, social y sanitaria de las mujeres.

El informe Las repercusiones de la COVID-19 en las mujeres, publicado en 2020 por Naciones Unidas, señalaba que las repercusiones económicas han sido más graves en el caso de las mujeres y las niñas porque, por lo general, ganan menos, ahorran menos y tienen puestos de trabajo vulnerables. Además, el trabajo de cuidados no remunerados aumentó durante la pandemia y este fue asumido de forma mayoritaria por mujeres, especialmente en los periodos de confinamiento. También su salud se ha visto más perjudicada, les ha afectado especialmente la reasignación de recursos y el cambio de prioridades de la atención sanitaria, incluso en los servicios de salud sexual y reproductiva: la incertidumbre inicial sobre los efectos de la vacuna en embarazadas, las alteraciones en la menstruación como consecuencia de la vacuna y los estrictos protocolos que se adoptaron en los alumbramientos contribuyeron a agravar la ya difícil situación. El informe también subraya el incremento de la violencia de género.

El documento elaborado por el Instituto de la Mujer en 2020, La perspectiva de género, esencial en la respuesta a la COVID-19 hace hincapié en los mismos puntos: la centralidad de la responsabilidad y ejecución de las tareas de cuidados que recayeron sobre las mujeres, una mayor precariedad y pobreza laboral en ellas y el aumento de la violencia de género y otros tipos de violencia agravadas por la situación de confinamiento. Además, señaló la sobrecarga que sufrieron las mujeres que trabajaban en ámbitos sanitarios y esenciales, donde su presencia era también mayoritaria.

El reciente Eurobarómetro Women in times of COVID-19, publicado en 2022 por el Parlamento Europeo, ha revelado datos preocupantes. El 77% de las mujeres de la Unión Europea (UE) cree que la pandemia de la COVID-19 ha provocado un aumento de la violencia física y emocional contra ellas en sus propios países, desde el 93% en Grecia hasta el 47% en Hungría. Cuatro de cada diez personas encuestadas (38%) afirman que la pandemia también ha tenido un impacto negativo en los ingresos de las mujeres, así como en su equilibrio entre la vida laboral y personal (44%) y en la cantidad de tiempo que dedican al trabajo remunerado (21%). Además, han considerado que la salud mental de las mujeres se ha visto significativamente afectada por las restricciones pandémicas, como las medidas de confinamiento y toques de queda (41% a nivel de la UE) y las limitaciones en el número de personas que podían reunirse (38%).

Las conclusiones a las que llegan estos informes no solo invitan a la reflexión, sino que muestran la importancia de proporcionar datos desagregados por sexo y de la incorporación del género como herramienta que permite profundizar en el análisis de realidades complejas. Pero el número de mujeres afectadas por la crisis de la COVID-19 es mucho más que una cifra en un informe; es la vida de una mujer, las vidas de incontables mujeres que han visto alterado su entorno público y privado. Por ello, hemos querido recoger las voces de un caleidoscopio de expertas sobre el impacto que la pandemia de la COVID-19 ha tenido y continúa teniendo en las mujeres. A ellas les hemos pedido que aterricen los datos de estos estudios en la vida de las mujeres, en el entorno laboral y en la esfera del hogar. Que nos hablen de las madres, de las hijas y de las abuelas; de las amas de casa, de las enfermeras, médicas e investigadoras; de las esposas y de las mujeres maltratadas; que nos hablen, en definitiva, de la realidad de las mujeres en estos tiempos post-normales.

Eulalia Pérez Sedeño

 

¿Es la pandemia de la COVID-19 una tragedia para el feminismo? Es esta una pregunta cuya respuesta es “sí”

 

La pandemia que estamos viviendo ha producido situaciones insospechadas y totalmente nuevas para las que la sociedad ha demandado soluciones de todo tipo, es decir, no solo médicas, sino también económicas y sociales. En este escenario, la ciencia se ha revelado como algo imprescindible. Hemos podido ver cómo quienes se dedican a la investigación en diversos ámbitos del conocimiento, desde la biotecnología hasta las humanidades, se han esforzado por reducir la propagación del virus, entender la enfermedad, desarrollar tratamientos y vacunas o analizar el impacto social de la pandemia en distintos grupos sociales. Uno de los grupos más vulnerables es el de las mujeres, por su doble papel de cuidadoras dentro y fuera de casa.

¿Es la pandemia de la COVID-19 una tragedia para el feminismo? A esta una pregunta podemos responder “sí”, analizando diversos aspectos, aunque me centraré en dos: cómo afecta o puede afectar a las mujeres como cuidadoras dentro y fuera del hogar y cómo las afecta cuando son académicas e investigadoras.

Como cuidadoras dentro y fuera del hogar

 

De acuerdo con los datos de la Encuesta de Población Activa (EPA), antes del comienzo de la pandemia, las mujeres ya desempeñaban en mayor número puestos de trabajo relacionados con actividades sanitarias y de servicios sociales. Durante la pandemia, su número se ha visto incrementado. Dentro de la población activa, las mujeres que desempeñan actividades sanitarias y de servicios sociales se han mantenido entre el 10 y el 15%, mientras que los hombres se han mantenido por debajo del 5%. En los establecimientos residenciales para personas mayores y dependientes, donde se encontraron los casos más graves de COVID-19 y el mayor número de fallecimientos, trabajaban en el cuarto trimestre de 2021, 384.700 personas de las que 322.000 eran mujeres, es decir, un 83,6% del personal contratado eran mujeres.

La independencia y la autonomía de las mujeres han sido víctimas silenciosas de la pandemia. Un efecto llamativo es que muchas parejas volvieron a modos de vida más comunes en las décadas de 1960 y 1970. Hasta ese momento, en muchas parejas los dos componentes se podían permitir desempeñar un trabajo remunerado porque otras personas cuidaban de sus hijas e hijos y de las personas dependientes que tuvieran a su cargo. Durante la pandemia, este trabajo volvió a recaer sobre las mujeres, debido a los estereotipos, las normas sociales y la educación recibida (aunque hubiera parejas que se repartían el trabajo). De acuerdo con los datos del Instituto Nacional de Estadística para 2021, en España, el 19,2% de las personas que trabajan a tiempo parcial son mujeres, los hombres representan el 6,5%. Además, ellas dedicaban más tiempo a las tareas del hogar, a la compra o al cuidado de personas dependientes (véase Mujeres y hombres en España). Y, en el caso de las familias monoparentales los problemas son aún mayores, en España, los datos de la Encuesta Continua de Hogares para 2020, reflejaban que el 81,3% de estos hogares los llevaban mujeres.

El cierre de las escuelas supuso un problema enorme para las mujeres. Una de las cosas que aprendimos con la crisis del Ébola (2014-2015), es que el cierre de las escuelas afectó a las oportunidades de las chicas, especialmente en los países menos desarrollados. Muchas abandonaron la educación y recibieron más violencia sexual y de género, la proporción de embarazos adolescentes aumentó y muchas mujeres murieron en el parto. Los recursos se dedicaron a atajar la epidemia y todo aquello que no se consideraba prioritario fue cancelado. Clare Wenham, profesora asociada de Políticas de Salud Global en la London School of Economics, de sus viajes por África durante la crisis del Ébola, relata que en uno de los países más afectados entre 2013 y 2016, Sierra Leona, murieron más mujeres por complicaciones obstétricas que por la propia enfermedad infecciosa, aunque estas muertes generaron menos atención que las causadas por la epidemia.

Como señalaba Rachel C. Snow en el informe para el Centro de Estudios de Población de la Universidad de Míchigan, publicado en 2007, el género es un determinante social de la salud especialmente complejo porque interactúa y se identifica con las dimensiones biológicas de la vulnerabilidad. Aunque algunos estudios presentan los datos desagregados por sexo, nos informan poco acerca de si las diferencias observadas son atribuibles a diferencias sexuales cromosómicas subyacentes, a la experiencia de género, o a una combinación de factores. Es muy importante tener esto en cuenta porque las intervenciones sanitarias serán necesariamente diferentes si las vulnerabilidades son atribuibles al sexo, al género o a ambos.

Según Caroline Criado Pérez, durante las pandemias causadas por los virus del Zika (2016) y del Ébola (2014-2015) se publicaron más de 15.000 trabajos revisados por pares, pero menos del 1% exploraba el impacto de género. En el caso que nos ocupa, el estudio ¿Dónde están las mujeres? Desigualdades de género en la autoría de la investigación COVID-19, concluye que las mujeres representan aproximadamente un tercio de todos los autores que publicaron artículos relacionados con la COVID-19 desde el comienzo del brote en enero de 2020. Las mujeres están constantemente subrepresentadas y esto tiene implicaciones para la disponibilidad de datos desglosados por sexo y, por lo tanto, en nuestra comprensión de la COVID-19.

También sabemos que en las crisis causadas por el Ébola y el Zika aumentaron la violencia de género como consecuencia del incremento del estrés, el consumo de alcohol y las dificultades financieras en los varones, factores relevantes de cara al incremento de la violencia ya observados en otras crisis no sanitarias. Según datos oficiales, en España, entre el 14 de marzo y el 15 de abril del año 2020 las llamadas al 016 aumentaron un 31%. En el mismo periodo las consultas on-line aumentaron un 443,5% con respecto al mismo periodo del año anterior. La atención psicológica y emocional vía WhatsApp, un servicio creado gracias a la aprobación del plan de contingencia durante la COVID-19, aumentó un 129,3% entre el 1 y el 15 de abril. El año 2021 se saldó con 87.307 llamadas, la cifra más alta desde que el Portal Estadístico del Gobierno contra la Violencia de Género recoge datos.

Como académicas-investigadoras

 

La COVID-19 ha tenido una desigual incidencia entre hombres y mujeres por lo que respecta a la productividad científica. Un estudio de finales de 2020 sobre el impacto que el confinamiento han tenido en la producción académica muestra una desigualdad desproporcionada entre la producción de hombres y la de las mujeres. Utilizando datos del mayor repositorio de preimpresos de acceso abierto para las ciencias sociales, se analizaron los 41.858 pre-prints en 18 disciplinas, producidos por 76.832 personas de 25 países durante un periodo de dos años. Los resultados indican que, en Estados Unidos, en las diez semanas posteriores al cierre, aunque la productividad total de la investigación aumentó un 35%, la productividad de las académicas descendió un 13,9% en relación a la de los académicos (esta diferencia fue más acusada en las universidades más prestigiosas).

La exdirectora del Instituto de Salud Carlos III (ISCIII), Raquel Yotti, actual secretaria general de investigación del Ministerio de Ciencia e Innovación, expuso en su intervención Las mujeres en la Gestión de la Crisis Sanitaria un dato preocupante: si en una convocatoria científica el porcentaje de solicitudes entre hombres y mujeres suele ser de un 60 a 40, en el marco de una convocatoria impulsada por el ISCIII en el contexto de la pandemia, se recibieron 900 solicitudes de hombres y menos de 300 de mujeres (un 7 % menos de lo habitual). Estos datos ejemplifican que existen diferencias significativas en el número de artículos que se enviaron a publicar y en los que fueron publicados durante la pandemia, así como en los proyectos de investigación obtenidos; y eso a pesar de que las mujeres representan el 63% de las personas que se dedican a la investigación en ciencias de la vida y de la salud.

El proyecto Europeo horizonte 2020 SUPERA: Apostando por planes de igualdad sostenibles, innovadores e inclusivos(+info), ha mostrado que las mujeres han desarrollado su trabajo durante la pandemia en peores condiciones que los varones, pues ellas han dedicado mayor tiempo al trabajo doméstico y al de cuidados. Las mujeres han dedicado más tiempo del habitual a la limpieza, a la planificación y preparación de las comidas, al cuidado de sus hijas e hijos, al apoyo en sus tareas escolares y al cuidado de personas mayores convivientes y no convivientes. Los hombres, por el contrario, dedicaron más su tiempo al deporte, al ejercicio físico y al ocio. Antes del confinamiento los hombres ya enviaban a publicar más libros, más capítulos del libro y más artículos, pero durante los tres meses de confinamiento esta diferencia se disparó, especialmente en el caso de los artículos.

La pandemia ha supuesto un retroceso en los derechos adquiridos y en la independencia y autonomía de las mujeres y sería deseable que las universidades y los organismos de investigación utilizarán estos datos a la hora de evaluar la productividad del profesorado y del personal investigador y que las organizaciones los tengan en cuenta para analizar posibles consecuencias no deseadas del teletrabajo.

Es de suponer que vengan otras crisis, por ello es importante reconocer y aprender de los errores, y no aceptar que las cuestiones de género estén ausentes. Lo que hagamos ahora es fundamental para las vidas de millones de mujeres y niñas del presente y del futuro.

Danila Suárez Tomé

 

Las mujeres absorben la mayor parte del impacto negativo y no forman parte del esquema de toma de decisiones

 

El género es a menudo un factor ignorado en las emergencias de salud, a pesar de ser un factor estructuralmente relevante en la organización de nuestras sociedades. Los informes enfocados a analizar las desigualdades de género en el contexto de la pandemia de la COVID-19 han dado cuenta de este problema en términos mensurables. Lo que se ha podido constatar, efectivamente, es que la emergencia sanitaria, y las medidas tomadas para hacerle frente, han profundizado las desigualdades sociales basadas en el género, la raza y la clase y han afectado de modo intensificado a los grupos sociales estructuralmente vulnerables entre los cuales se encuentran las mujeres, las personas trans y las personas no binarias.

Este diagnóstico se impone al tener en cuenta que una pandemia tiene efectos que exceden al ámbito clínico y que se extienden sobre todas las esferas sociales. Desde los estudios feministas, como el reciente monográfico Retos de la era Covid desde una perspectiva feminista, se ha sostenido con ímpetu que una de las grandes consecuencias que la emergencia sanitaria de la COVID-19 nos legó fue el agravamiento de la crisis estructural de cuidados que ya se encontraba entre los problemas sociales más graves que la agenda feminista puso de relieve en las últimas décadas. Considero que es fundamental leer los resultados de los informes que analizan las desigualdades de género en la pandemia contextualizados dentro de este problema más abarcativo, y también considero que son los estudios feministas los que tienen las herramientas necesarias para poder comprender cabalmente el fenómeno y resolverlo.

Las actividades de cuidados (como las tareas domésticas y de atención familiar o comunitaria) no representan, para el sistema económico dominante, tareas valorables. La esfera productiva del sistema capitalista -tal y como han podido mostrar los desarrollos de la economía feminista- se basa en la explotación del trabajo de cuidados no remunerado que, bajo el amparo de la ideología sexista que estructura nuestras sociedades, realizan mayoritariamente las mujeres, en tanto se perciben como tareas femeninas. Entre las distintas tareas de cuidados no remuneradas se encuentran las de los cuidados informales en salud, que representan un problema particular tanto dentro como fuera del contexto de pandemia. La falta de inversión en los sistemas de salud a nivel mundial resulta en la descarga de responsabilidades de atención sobre las mujeres, una situación que se agrava durante las emergencias sanitarias. El aporte de las cuidadoras informales a la salud global es tan importante como es invisibilizado. La reducción de las tasas de mortalidad en todos los grupos etarios durante el último medio siglo se debe en gran medida a la contribución subestimada de las mujeres a la salud y la atención social. No obstante, estas cuidadoras informales no reciben ningún tipo de apoyo o compensación por su trabajo y, además, padecen consecuencias negativas en su salud integral a causa de ello.

La desvalorización de las tareas de cuidado no remuneradas repercute también en la valoración de las actividades remuneradas que se asocian a los cuidados: el trabajo doméstico, la enseñanza y los servicios de salud. Estas tres actividades representan áreas laborales consideradas femeninas, están ocupadas mayoritariamente por mujeres y son de las peores remuneradas a nivel global. La crisis de cuidados que se evidencia en el transcurso de la pandemia de COVID-19, por lo tanto, se expande tanto en el ámbito no remunerado como remunerado de las tareas de cuidados fuertemente feminizadas. En el caso del sistema de salud, las mujeres que trabajan como personal sanitario de primera línea han sido uno de los grupos más expuestos a lo largo del transcurso de la pandemia. No obstante, las mujeres no han participado en igual proporción en la planificación y la toma de decisiones relacionadas con las intervenciones y los mecanismos de seguridad, vigilancia, detección y prevención durante la emergencia sanitaria a lo largo del planeta. Esto resulta en un problema de injusticia severo en donde las mujeres absorben la mayor parte del impacto negativo y no forman parte del esquema de toma de decisiones.

Los estudios feministas han producido un gran cuerpo teórico que analiza, explica y propone soluciones en torno a la crisis estructural de los cuidados. No obstante, los avances en términos de políticas públicas han sido escasos globalmente a pesar de la amplia comprensión que se ha ofrecido del fenómeno. Esto se debe, en buena parte, al que el sistema económico dominante no tiene al sostenimiento y cuidado de la vida en el centro de sus objetivos. Es imperioso que las políticas económicas de todos los Estados comiencen a dar cuenta de este problema y a ofrecer soluciones basadas en la evidencia que se proveen desde los estudios con perspectiva de género. Las emergencias sanitarias, como la de la COVID-19, pueden enfrentarse de manera más propicia si, de antemano, se procuran subsanar las desigualdades sociales estructurales. La crisis estructural de los cuidados es un foco de desigualdad que precisa de atención y solución urgentes. Asimismo, es deseable que se intensifique la producción de evidencia sistemática sobre el impacto que las diferencias de sexo y género tienen durante las pandemias, que se refuercen y se expandan los sistemas de salud existentes y que se promueva la igualdad de género en el campo laboral de la salud.

Telma Vega Felgueroso

 

En las normas se valora lo “masculino” y, en cambio, se le da un tratamiento casi invisible o en negativo a lo estereotipadamente femenino

 

El barómetro del Parlamento Europeo Women in times of COVID-19, publicado en 2022 apunta al impacto que la COVID-19 ha provocado en el equilibrio entre la vida laboral y personal (44%) y en la cantidad de tiempo que dedican al trabajo remunerado (21%). La Organización internacional del Trabajo (OIT), en su informe El trabajo en tiempos de la COVID recuerda que, cuando las escuelas y los centros de cuidados tuvieron que cerrar, fueron de nuevo las mujeres quienes hubieron de absorber el aumento de la carga de tareas no remuneradas en el hogar. El Fondo Monetario Internacional (FMI), en su informe Igualdad de género y la Covid-19: Políticas e instituciones para mitigar la crisis, también recordó que la pandemia (y el teletrabajo derivado del confinamiento) supuso un incremento de tareas especialmente para las mujeres con menores a su cargo.

La COVID-19 ha tenido impacto en muchos sectores, no sólo en el sanitario. A nivel laboral ha mostrado también ha puesto de relieve la insuficiencia legal ante el tiempo de cuidados y, por tanto, ante la igualdad de oportunidades en clave de género. La COVID-19 ha mostrado también que el tiempo de cuidados no tiene la misma protección real que el tiempo productivo y esto tiene mucho que ver con el modo en que se presenta el género en las normas y en el mundo laboral (y no sólo).

Tras la COVID-19 se implementaron en España una serie de medidas dirigidas a proteger el trabajo de cuidados, tales como el Plan MECUIDA o la Ley 10/2021, sobre el trabajo a distancia. Sin embargo, esta ley no visibiliza, por sí misma, el trabajo de cuidados ni es una medida de conciliación, sino que es una medida dirigida a determinar el lugar de trabajo, algo que, según cómo se establezca, podrá favorecer la conciliación de esferas vitales o contribuir a invisibilizar aún más lo que no se ve (hacer un informe, mientras vigilo que no se queme la comida e impido que mis hijas e hijos se peleen por un juguete no es conciliar, es multitarea. Y en esa multitarea, lo único visible a efectos laborales es el informe -además del posible riesgo para mi salud mental- y se exigirá por igual a quien tiene menores y adultos a cargo que a quien no los tiene).

El mercado de trabajo necesita, para su desarrollo, que nuestro tiempo vital se distribuya de un modo muy preciso: en tareas productivas -el trabajo- y en tareas reproductivas o de cuidado. Ambos tiempos son igual de necesarios para el mercado laboral, pero mientras el primero es el núcleo de la legislación laboral, el segundo se ha ido incorporando a la normativa a modo de excepción, contribuyendo a dividir a la población trabajadora en dos grupos: quienes se ajustan a las previsiones leales y quienes no.

La normativa laboral en España (el Estatuto de los trabajadores, pero sobre todo la Ley General de la Seguridad Social) premia con la máxima protección (por ejemplo, con el acceso a la máxima pensión de jubilación) a un determinado modelo de actividad laboral y, en definitiva, de persona trabajadora. Se trata de personas sin interrupciones laborales (sin cargas familiares o con cargas familiares, pero con alguien que las asuma por ellas) y de personas con una carrera profesional larga y continuada.

Es cierto que hay medidas dirigidas a visibilizar y permitir ejercer libremente estas opciones vitales, tales como el derecho a la distribución del tiempo de trabajo para hacer valer derechos concretos de conciliación -conforme a un procedimiento pactado en la negociación colectiva al que se refiere el artículo 34.8 del Estatuto de Trabajadores- o la ficción legal de haber cotizado al 100% durante los dos primeros años de reducción de jornada, entre otras; pero también lo es que el punto de partida es el trabajo lineal, continuado y sin interrupciones, aunque algunas de estas interrupciones estén protegidas por la ley.

El trabajo lineal, continuado y sin interrupciones es estereotipadamente masculino, mientras que el contrario (las excepciones que se están incorporando a la normativa y que ha puesto (más) al descubierto la pandemia derivada de la COVID-19) es estereotipadamente femenino. No es posible conseguir un adecuado equilibrio en el mundo laboral si lo estereotipadamente femenino no recibe un tratamiento equivalente a lo estereotipadamente masculino. La única forma de eliminar los estereotipos que impregnan el mundo del trabajo es conseguir que tanto lo femenino como lo masculino tenga el mismo valor a nivel legal. Para que el tiempo de cuidados tenga la misma relevancia que el tiempo de trabajo, debería ser una opción vital que pudiera elegirse en igualdad de condiciones que la proyección profesional. Basta, a modo de ejemplo, citar las siguientes cuestiones:

  • En las normas se valora lo estereotipadamente masculino. Son innumerables los complementos salariales que premian la plena disponibilidad, los mejores resultados -competitividad-, la peligrosidad y penosidad -en tareas asumidas tradicionalmente por hombres, pero que no se producen en tareas feminizadas como la limpieza de baños públicos, por ejemplo-, los pluses de nocturnidad, turnicidad o trabajo en festivos -difíciles de alcanzar para personas que ejerzan activamente el trabajo de cuidados-; y, en cambio, se le da un tratamiento casi invisible o en negativo a lo estereotipadamente femenino. Las buenas maneras, la creación de buenos ambientes de trabajo, el trato agradable a otras personas, apenas reciben complementos salariales, pero su ausencia -malos modos, creación de conflictos o insultos- podrá dar lugar a medidas disciplinarias, llegando al despido.

  • La (deseable) eliminación de estereotipos no pasa por la imposición artificial de un rechazo a todo lo estereotipadamente femenino, especialmente si se trata de cualidades que debería tener una persona trabajadora en el ejercicio de su cargo: un vendedor o vendedora debe ser paciente, aceptar el criterio de otra persona -aunque no tenga razón- y atenderle de la forma más amable posible algo que, tradicionalmente, se atribuyó (se atribuye) a las mujeres. Pero este comportamiento (con el que la empresa ganará claramente más dinero) no tiene un complemento salarial que lo premie.

Noelia Bueno Gómez

 

Habitamos cuerpos vivos, los cuidados no pueden virtualizarse

 

La deslocalización y la posibilidad de organizar las tareas de manera autónoma son dos características del teletrabajo que parecen solventar problemas relacionados con la explotación laboral y otros sufrimientos sociales que existían desde los inicios de la época industrial. Sara Moreno Colom, profesora de sociología en la Universidad Autónoma de Barcelona y experta en el análisis de los impactos sociales del teletrabajo, reflexiona sobre la importancia de atender a la perspectiva de género cuando hablamos de teletrabajo en su libro Que teletrabajen ellos. Aprendizajes de la pandemia más allá de lo obvio. Durante la pandemia de la Covid-19, el teletrabajo dejó de ser una opción minoritaria, reservada como un privilegio para un tipo de profesionales más cualificados y mejor situados, para convertirse en una obligación en el caso de todos aquellos empleos que pudieran realizarse a distancia. Mientras fue un privilegio, el teletrabajo era, en Europa, mayoritariamente masculino; a partir de la pandemia, aumentó el número de mujeres que teletrabajan frente al de hombres y el teletrabajo se planteó como una opción que mejoraba las posibilidades de conciliación. Mientras el teletrabajo fue un privilegio, se veía como una ganancia en autonomía a la hora de gestionar los tiempos y los espacios; a medida que se extendió, en un momento en que las escuelas y otras instituciones de cuidado estaban cerradas, fueron las mujeres quienes empezaron a asumir mayoritariamente esa opción para conciliar las labores domésticas y las profesionales.

  • La deslocalización, o posibilidad de realizar el trabajo de manera remota, desde el propio domicilio o cualquier otro lugar con conexión a Internet, va unida a la entrada en espacios virtuales en los que las interacciones siempre están mediadas por un artefacto, en los que podemos desdoblarnos y en los que no entramos con los cinco sentidos que nos sirven para habitar el mundo no virtual. Por un lado, en casa, los espacios de ocio y los de trabajo se difuminan y se entremezclan. Mientras las mujeres sigan recibiendo y asumiendo la mayor parte de los cuidados domésticos y de las personas dependientes, trabajar desde casa les va a suponer tener su doble carga toda junta en el mismo lugar. Por otro lado, que sea posible estar en más de un lugar a la vez (en una reunión virtual, en la misma habitación con tu hijo o hija y en el correo electrónico, por ejemplo) supone una multiplicación de la disponibilidad y un aumento de la exigencia de la multi-presencialidad. Dicho de otro modo, como es posible, resulta exigible. Como resulta exigible, parece asumible. Como las tareas de cuidado se invisibilizan y se infravaloran, parece como si su realización no requiriese de espacio ni de tiempo. Así aparecen la ansiedad de la multiplicación y la culpabilidad por no estar al cien por cien en cada una de esas presencias simultáneas.

La gestión autónoma del tiempo era una vieja reivindicación de las teorías y los movimientos sociales obreros, como expresan Simone Weil o Iris Marion Young. La flexibilidad horaria asociada al teletrabajo parecía una respuesta prometedora a este problema, a pesar de los inconvenientes ya descritos por Richard Sennett en La cultura del nuevo capitalismo o La corrosión del carácter. Hasta que la pandemia popularizó la flexibilidad y las mujeres la asumieron. Entonces, la posibilidad de simultanear tiempos de trabajo, labores domésticas y de cuidados y ocio, convirtió la exigencia de producir más en menos tiempo (pero dentro de un horario limitado de trabajo) en una exigencia de realizar múltiples tareas a la vez en un horario laboral flexible y, por tanto, potencialmente infinito. Ahora parece posible cuidar de otras personas a la vez que se atiende a una reunión, se responde al correo electrónico y se hace la compra. El sesgo de género aparece, de nuevo, vinculado a la sobrecarga de las mujeres: cuando los hombres teletrabajan y no asumen el rol de cuidadores, sí ahorran tiempo y dinero. La simultaneidad de tareas añade una sobrecarga a la doble jornada femenina, que sigue siendo extenuante por ser doble, pero que añade una exigencia, la de multiplicar la atención, que añade la frustración de no poder realizar con pleno uso de facultades cada una de las tareas.

  • Además, la deslocalización y la flexibilidad temporal que permiten la autogestión de espacios y tiempos, parecen convertir el lugar de trabajo y el proceso de realización del trabajo (por cuenta ajena) en un asunto a gestionar enteramente por la persona trabajadora, como en un estado de indefinición. Cualquier lugar y cualquier tiempo parecen buenos para trabajar; el trabajo no se acaba nunca. Las exigencias y requerimientos se interiorizan y la explotación puede convertirse en autoexplotación. En un contexto de virtualización de las relaciones sociales y de debilitamiento de las redes de apoyo mutuo, esta situación se puede vivir fácilmente en soledad o en aislamiento.

  • Muy probablemente la pandemia aceleró un proceso de virtualización del trabajo que ya había empezado con anterioridad. Al implantarse este de un modo en el que ya no hay vuelta atrás a la fase previa, quedó a la vista que hay nuevas formas de explotación vinculadas a él, y también que la extensión de un nuevo sistema tecnológico (en este caso, las tecnologías de la información y la comunicación) de por sí no va a resolver sesgos patriarcales previos. Introducir sin más tecnologías de la información y la comunicación no va a resolver problemas que estaban presentes antes y más allá de ellas.

  • Todavía tenemos que plantearnos, y esto con urgencia, que las necesidades de cuidado son condición de nuestra especie a la que es preciso dar respuesta y que es de justicia organizar estas labores sin explotar a nadie. Más aún, la crisis que hemos vivido durante la pandemia ha puesto de relieve la importancia, difícil de magnificar, de los cuidados. Las crisis que tenemos en el horizonte o ya sobre nuestras cabezas (inmigraciones masivas, cambio climático, pobreza mundial, guerras, nuevas pandemias…) no pueden ser afrontadas sino desde la construcción de ciudades (glocales) habitables, lo que requiere pensarnos desde nuestras vulnerabilidades constitutivas y fortalecer las redes de cuidados mutuos.

  • Así, no quisiera terminar con una imagen negativa de los cuidados. Como nos enseñan las éticas del cuidado, lo que resulta pertinente y necesario es realizar un aprendizaje moral de las experiencias de cuidado, para revisar desde ellas las estructuras económicas y las teorías formales de la justicia. Por descontado, el cuidado ha de hacerse extensivo hacia lo animal y el medio ambiente. Y, para contrapesar el carácter asimétrico de la relación de cuidado, es preciso desplazar el eje en pro de relaciones de cuidado mutuo, según las necesidades y las capacidades de cada persona. Finalmente, creo que no hemos de olvidar que si reconocemos, como creo que es lo suyo, que las relaciones de cuidado mutuo poseen un valor moral añadido y que habitamos cuerpos vivos, reconoceremos también que los cuidados no pueden virtualizarse (aunque lo virtual pueda apoyarlos de distintas formas). Requieren, por tanto, presencia y atención que no se pueden deslocalizar ni flexibilizar y cualquier tarea profesional que se realice en el mismo lugar y a la vez que se cuida, va a suponer una exigencia extenuante e injusta (diremos: explotación).