ARBOR Ciencia, Pensamiento y Cultura 200 (812)
ISSN-L: 0210-1963, eISSN: 1988-303X
https://doi.org/10.3989/arbor.2024.812.2781

Bruno Latour, (2022). Habitar la Tierra. Conversaciones con Nicolas Truong. Barcelona: Arcadia Editorial. ISBN 978-84-125926-6-5

 

Habitar la Tierra recoge, ya de manera póstuma, una serie de conversaciones entre Nicolas Truong, periodista del diario francés Le Monde, y Bruno Latour, quizá uno de los filósofos más importantes en lo que va de siglo en relación a los estudios sobre la ecología transformadora y la sociología de las ciencias. Para el que no conozca el legado que ha dejado Latour, este escrito supone una estupenda oportunidad para adentrarse en sus hipótesis, pues a través de la lectura se puede comprender -a groso modo- el trabajo al que el filósofo dedicó su vida, así como sus principales aportes teóricos, ya de por sí bastante complejos. De cualquier modo, el texto sirve para clarificar toda la metafísica latourniana y lo hace a través de un lenguaje accesible a todos los públicos. La intención pedagógica que impregna el libro hace de él un manual de entrada al des-conocimiento de Latour, quien gran parte de su carrera la dedicó a desmoronar por completo los hábitos epistemológicos y las creencias arraigadas sobre lo sagrado de las prácticas científico-filosóficas. Desde el parlamento de los mudos hasta la agencia propia de los objetos o los modos de existencia, Habitar la Tierra hace un repaso bastante ágil sobre las cuestiones que más interesaron al filósofo, dejando ver cómo la incredulidad y quizás un escepticismo enraizado en sus hábitos intelectuales hicieron de él uno de los pensadores que más vuelcos han dado a lo establecido desde los tiempos de Kant o Marx. Tal y como bromea en el prólogo: «A la Tierra que se mueve de Galileo había que añadir la Tierra que se conmueve de Lovelock» (p. 11-12), a lo que deberíamos apuntar: que no tendría sentido si no es en el pasmo de la Tierra que se activa de Latour. Y es que es precisamente en esa activación de todo lo que puebla el planeta donde el autor ha destacado más a lo largo de su carrera.

Habitar la Tierra se presenta desglosado en nada más y nada menos que doce capítulos; pero la cantidad de divisiones no debe engañarnos: en realidad, el texto es producto de una conversación fluida y guiada en la que diversas temáticas se entrelazan a lo largo de la lectura. Así, cada sección de contenido beberá de la anterior y servirá asimismo de punto de partida para la siguiente. En suma, el libro se presenta como una lectura fácil, bien sintetizada y desarrollada, en la que Latour nos da muestra de sus quehaceres metodológicos y las líneas que vehicularon su largo recorrido filosófico. Si nos vamos al principio, el texto comienza dejando ver cómo la situación ecosocial actual dista mucho de lo que se pudiera argüir hace 50 o 70 años. Según Latour, las grandes transformaciones de la primera revolución científica tuvieron mucho sentido en su tiempo, pero, echando la vista al siglo pasado, no han dado tantos frutos como lo que se hace ver. De hecho, argumenta que aquellos vuelcos al pensamiento tan solo sirvieron para desontologizar a los seres mismos, considerando objetos disponibles -para los quehaceres humanos- todo aquello que forma parte de la corteza terrestre. Sin embargo, el día de hoy es distinto al de ayer y, así, las concepciones que tengamos de las relaciones en la Tierra -o mejor, dependencias- deben mutar para actualizarse a las necesidades de nuestro tiempo: «si nos encontramos rodeados por seres compuestos que se superponen, sin que nunca lleguemos a saber si son exactamente amigos o enemigos, y con los cuales va a ser necesario ponerse de acuerdo, ya no es el mismo mundo» (p. 36). Lo que más curioso resulta al filósofo sobre este malentendido que nos acucia hoy, sorprendentemente, es que negamos con creces la existencia del desacuerdo, ignorando la situación en la cual nos encontramos: ese es «el gran enigma del siglo XX» que, tristemente, todavía perdura (p. 42). Así, Latour insta a dejar de pensar en lo que nos rodea como objetos sin agencia y, en cambio, entrar en diálogo con el resto de seres para de este modo poder articular entre todos -y todo- las nuevas «condiciones de habitabilidad del planeta» (p. 51), que son las que componen la cosmovisión latournania y con las cuales el autor nos anima a re-orientarnos ante la crisis ecológica. Bacterias, animales, plantas, piedras, montañas, océanos, la corteza terrestre…, todos ellos son considerados agentes activos de un planeta que, según Latour, se ha convertido en sistema político: ejerce presión, tiene control y gobernabilidad sobre los humanos.

Siendo esto así, ¿cómo es que no nos hemos levantado ya contra la hegemonía de la resignación? Muy sencillo: estamos en ello. En medio de la fina capa de vida que es Gaia, según explica, está habiendo un resurgir de las conciencias con la nueva «clase ecológica»: una clase cultural formada por aquellos que por fin se han dado cuenta de que lo necesario para subsistir no es producir, sino extender los límites de la habitabilidad del planeta (p. 69). Esta clase geológica se encuentra inmersa en la tarea de ecologizar, que no es otra cosa sino un modo de «componer», es decir, su labor principal consiste en reordenar las piezas de una realidad que ha permanecido sesgada y dividida desde los tiempos de los modernos. El horizonte «no es el progreso, pero aun así es la prosperidad» (p. 73). Para Latour, así será como debamos aterrizar, a través de nuevos métodos epistemológicos que den cuenta de la potencia de todas las agencias; una heterogeneidad transdisciplinar e interespecie que se materialice a través de las actividades colectivas convertidas en «dispositivos pedagógicos» (p. 84). Él mismo se reconoce como miembro de esta clase ecológica, y argumenta que aquello a lo que ha dedicado su vida no ha sido la Filosofía o la sociología de las ciencias, sino una especie de «filosofía empírica» que no elucubra por sí sola, como de costumbre suele ocurrir, sino que depende de otras disciplinas, colectivos y agentes para formular sus hipótesis (p. 83). En un ejercicio de humildad, explica: «La realidad es que el señor Latour no sabe, pero siente que se tiene que pensar algo; necesita trabajar con otros para conseguirlo y lo que aprenda será el resultado de este trabajo conjunto y de las reacciones de los visitantes» (p. 84). Es por ello que también concede a las artes un papel especial a la hora de articular y reformular las cuestiones ecológicas, ya que a través de las metáforas son capaces de materializar conceptos abstractos que interpelan al público y las sociedades. Pero la clase ecológica no solo está formada por una ciudadanía eco-consciente, sino que a continuación pasa a describir cómo la religión tiene potencial para desarrollar también un papel protagonista. La institución de la Iglesia, que antes luchaba contra la Modernidad, ahora que esta ha quedado desacreditada debe actualizarse ante los retos del Nuevo Régimen Climático, y así lo empieza a hacer el Papa Francisco, tal y como se ha visto en su texto del Laudato’Si, publicado en 2015, donde da cuenta de la emergencia planetaria y de la necesidad de sumarse al cambio (p. 94). Es más, Latour afirma que la religión, asociada a la idea de verdad a través de la creación de mitos, tiene hoy una estupenda oportunidad para rearticular el tejido de la devoción e incorporarse a la tarea de «recivilizar» (p. 96).

Una vez explicada la situación de negación actual y el surgimiento de las conciencias ávidas por explorar y reparar, el autor vuelve de nuevo a lo que ha supuesto uno de los pilares fundamentales de su pensamiento: la des-composición del conocimiento. Así, entra en diálogo con las ciencias para sacarlas de su pedestal de objetividad y enredarlas en el mundo real: las trae de vuelta a la Tierra, las sitúa. Comienza por afirmar que «la objetividad es una cosa producida, fabricada» (p. 98), es decir, las verdades promulgadas por los descubrimientos científicos no podrían darse si no fuera por la peculiaridad de los laboratorios, que no son lugares comunes, sino entornos construidos al detalle capaces de favorecer ciertas condiciones de existencia para algunos agentes. De este modo, el conocimiento que generan las ciencias no es per se sobre lo que ocurre en el mundo, sino que es un saber fabricado, un conocimiento edificado cuidadosamente que, ante cualquier aspaviento de alguna de las dimensiones que se extienden en la vida terrestre, ya sea lo social, lo cultural, lo político, lo geológico…, puede venirse abajo. Con esto Latour no defiende que no existan los hechos científicos, ni mucho menos; de hecho, a lo largo de sus largos estudios sobre sociología de las ciencias, ha sido un férreo defensor de la producción de objetividad científica, eso sí, afirma que se debe reconocer la acción del cuerpo socio-ecológico que posibilita esos descubrimientos. Los avances científicos no vienen de la nada: no se da el pensamiento aislado de una mente privilegiada que llega a unas conclusiones en un entorno controlado, sino que el cuerpo social y político que financia la investigación interviene en esos procesos, como también lo hará la cultura, el ecosistema e, incluso, los propios protagonistas del citado avance -ya sean bacterias, virus, partículas…- que serán los principales actores de la revolución científica en cuestión. Así, la «epistemología todoterreno» no existe (p. 111), la ciencia está inmersa en lo social, lo político y la opinión, y es gracias a estas últimas que puede producir objetividad. La ciencia aislada, de bata blanca y sin ninguna infusión del afuera, como suspendida en ninguna parte, es un modo de existir que todavía no ha aterrizado. Es por ello que Latour defiende la transdisciplinariedad de la que se hablaba hace unas líneas, pues considera necesario no solo la participación de los distintos agentes, sino el reconocimiento de todos aquellos que ya se encuentran involucrados.

Estas reflexiones epistemológicas lo llevan a estudiar el tema de lo colectivo en las siguientes páginas, del que afirma que «en sociología de la asociación, lo colectivo es algo que hay que producir. Es necesario un colector para colectarlo» (p. 117). De este modo y haciendo del activismo el principal encargado de la re-composición, invita al lector a sumarse a los distintos movimientos que la clase ecológica está protagonizando: artísticos, culturales, rurales, científicos… pero, ante todo, colectivos en un sentido amplio. Es más, aprovecha la coyuntura para abogar por un pensamiento transformador que no lo dé todo por perdido, como afirma que hacen los estudios colapsistas: «no creo que el papel de un filósofo sea el de sumarse a las innumerables lágrimas que derraman los colapsólogos y los catastrofistas, sino al contrario, el de trabajar para aumentar las capacidades de acción» (p. 125). En suma, Latour nos manda tarea:

  • - Primero debemos aterrizar, darnos cuenta de la situación en la que nos encontramos en el Nuevo Régimen Climático y reconocer que ya no estamos rodeados de objetos o, dicho en otras palabras, la agencia no es una capacidad humana, sino que nos encontramos en medio de un sinfín de agentes operantes en el mundo, el primero de ellos la Tierra misma, convertida en sistema político.
  • - En segundo lugar, debemos comenzar a re-componer desde lo colectivo. Articular una colectividad plural y diversa en la que participen todas las potencias y agentes que intervienen en la configuración de nuestro mundo, el cual, sin embargo, tan solo es una fina capa geológica para la que se hace necesario recuperar sus condiciones de habitabilidad.

Con estas orientaciones acaba Latour por despedirse, terminando el escrito con una pequeña carta a su nieto Lilo, al que le recomienda buscar medios terapéuticos para «resistir la ecoansiedad durante veinte años» (p. 138), asegurándole que será después de ese paréntesis cuando verdaderamente pueda embarcarse de lleno en el proceso de re-composición que tan bien ha relatado su abuelo a lo largo de este libro. Un proceso que, además de ser transformador en su búsqueda de resultados, deberá serlo de igual manera en sus procedimientos, implicando tanto a los distintos modos de existencia como a las diversas agencias.

Así culmina la conversación con Truong, con una cálida recomendación para conservar la salud mental y, ante todo, un llamamiento a la conciencia colectiva. A lo largo del texto se pueden apreciar las distintas líneas de investigación que siguió Latour durante su amplia carrera que, si bien a modo de rizoma, acaban por converger todas en un mismo punto: el desmoronamiento de la Modernidad. Sin embargo, los resultados de su exploración no pueden enmarcarse en el mero papel de crítica, sino que lo más novedoso de sus articulaciones se sitúa, precisamente, en la prospectiva que plantea. Además de sacar a la luz los sinsentidos del pensamiento moderno que vehiculan la epistemología actual en Occidente, Latour se pre-ocupa también de reontologizar, de ofrecer nuevos caminos para la mejora y, lo más importante, despertar las ganas de componer en una sociedad que se presenta descorazonada ante los retos que plantea la emergencia planetaria.

Habitar la Tierra se sitúa así como lectura fundamental si uno desea introducirse de lleno en el estudio de la ecología transformadora partiendo desde perspectivas híbridas. No obstante, quizás se haya echado de menos algo más de énfasis en la destitución del conocimiento como separado del mundo de las cosas; argumento que, en cambio, sirve de nexo de conexión entre muchas de las obras más importantes del filósofo y que, a su vez, es la premisa que fundamenta su embate contra la epistemología moderna. Así, no se ha llegado a apreciar del todo la idea de que el pensamiento no se da en una dimensión de la mente, paralela a la realidad material de las cosas -como situado en ninguna parte-, sino que se encuentra vertido en el mundo y se añade a la ontología de los objetos/sujetos que son pensados. De cualquier modo, esto puede que se deba a la complejidad que encarna el giro ontológico latourniano y, dado que la obra exhibe un lenguaje accesible a todos los públicos, era previsible que de lo más complicado -aun así fundamental- se hiciera algo anecdótico.

Para concluir, se debe destacar el papel educativo del texto, constituyéndose como dispositivo pedagógico de la misma forma que Latour hacía con sus intervenciones transdisciplinares en museos y universidades, acompañado siempre de numerosos pensadores de diversos tipos: sociólogos, periodistas, artistas… En definitiva, Habitar la Tierra se presenta como capítulo de cierre al pensamiento latourniano, recogiendo y concluyendo con su labor investigadora, aunque, tal y como el mismo filósofo argumenta: este no es más que el principio. Con esta obra Latour deja constancia de su legado para el razonamiento contemporáneo y venidero, animando a las nuevas mentes ávidas por explorar a embarcarse en la tarea de recomponer un mundo que se encuentra despedazado. Un despiece que, sin embargo, no se concibe como catástrofe, sino como oportunidad renovada para hacer posible nuestro aterrizaje. Latour, como de costumbre, nos trae de vuelta a la Tierra. Y es en este viaje donde debemos reorientarnos y aprender que no todo está perdido, sino que si nos alejamos de la perspectiva moderna y de sus divisiones imposibles, nos daremos cuenta de que el cambio no ha hecho más que comenzar. Así, Habitar la Tierra -junto con el resto de su bibliografía- es una invitación a la acción: partiendo de las preguntas que plantea el autor es como podemos comenzar a navegar por nuevos interrogantes que, sensible y colectivamente, nos acerquen al mundo que somos.