El acceso equitativo a la energía y a la vivienda es una preocupación básica de la justicia social. A pesar de los numerosos vínculos entre estos dos bienes esenciales, los marcos teóricos de la justicia y la pobreza energética se han referido casi exclusivamente a la cuestión de la vivienda en términos de la eficiencia energética de los edificios residenciales. En respuesta a esta carencia conceptual, se propone la reintegración del factor vivienda en el marco de la justicia y pobreza energética a lo largo de los siguientes tres ejes: dimensiones materiales y temporales; dimensiones políticas; y dimensiones éticas y legales. Como ejemplo empírico de la importancia del nexo vivienda-energía en la práctica de la justicia social, se presenta el caso de dos movimientos sociales surgidos en Barcelona que trabajan con una perspectiva conjunta de derecho a la vivienda y a la energía: la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) y la Aliança contra la Pobresa Energètica (APE). El artículo subraya la importancia de la vivienda y la energía como fundamentos materiales de una vida digna y su naturaleza conflictiva como necesidades esenciales y bienes de mercado.
Abstract
Equitable access to energy and housing are primary concerns for social justice. Despite the evident links between these two basic needs, the theoretical frameworks of justice and energy poverty have dealt with the issue of housing primarily through the narrow lens of residential energy efficiency. In response to this conceptual deficiency, this paper calls for the re-integration of housing into the framework of justice and energy poverty, thinking along the following three axes: material and temporal dimensions; political dimensions; and ethical and legal dimensions. To empirically illustrate the relevance of the housing-energy nexus in applied energy justice research, we present the example of two closely-related Barcelona-based social movements jointly advocating for both the right to energy and the right to housing: the Platform of People affected by Mortgages (Plataforma de Afectados por la Hipoteca, PAH) and the Alliance against Energy Poverty (Aliança contra la Pobresa Energètica, APE). To conclude, the paper highlights the importance of housing and energy as the material foundations of a dignified life and their conflicting nature of being essential needs as well as tradable commodities.
justicia socialenergíaviviendaderechosBarcelonaSocial justiceenergyhousingrightsBarcelonaHorizonte 2020Unión EuropeaTRANSFAIR752870EmpowerMed847052programa de Ayudas Ramón y Cajal del Ministerio de Ciencia e Innovación españolRYC2020-029750-IEl autor agradece comentarios y reflexiones de Mònica Guiteras e Irene González (Aliança contra la Pobresa Energètica) a versiones previas de este artículo. Se reconocen también las siguientes fuentes de financiación: el programa de investigación e innovación Horizonte 2020 de la Unión Europea en el marco de la subvención Marie Skłodowska-Curie nº 752870 (TRANSFAIR) y de la subvención nº 847052 (EmpowerMed); y el programa de Ayudas Ramón y Cajal del Ministerio de Ciencia e Innovación español (ayuda RYC2020-029750-I).Introducción
El reconocimiento de la vivienda como una necesidad básica se justifica en su carácter de refugio físico y emocional y como espacio de seguridad -una tercera piel- desde el que relacionarse con el mundo exterior (Bernet y Balmer, 2015; Domurath y Mak, 2020). Pero tener casa no es sólo disponer de un techo: para cumplir adecuadamente su función como vivienda, una construcción debe tener unas determinadas cualidades materiales. La energía doméstica es un componente fundamental en este sentido, ya que, sin un cierto nivel de servicios energéticos domésticos (como iluminación, calefacción o funcionamiento de aparatos domésticos y) no es posible garantizar unas condiciones adecuadas de vida en el interior de la vivienda. Estos servicios de la energía soportan capacidades secundarias (como higiene, alimentación, descanso o acceso a la información) que, a su vez, sustentan capacidades básicas como el mantenimiento de salud y las relaciones sociales (Day et al., 2016).
Las numerosas desigualdades que se pueden observar en el acceso a la energía (Dubois y Meier, 2016) y a la vivienda (Aizawa et al., 2020) justifican la necesidad de investigar la provisión de estos bienes desde una perspectiva de justicia social. De estos esfuerzos derivan conceptos aparecidos en las últimas décadas como los de pobreza habitacional (Ulman y Ćwiek, 2020), precariedad habitacional (Clair et al., 2016), inseguridad residencial (Cox et al., 2019), pobreza y vulnerabilidad energética (Boardman, 1991; Bouzarovski y Petrova, 2015), precariedad energética (Petrova, 2018) e inseguridad energética (Hernández, 2016). A pesar de que vivienda y energía están estrechamente interrelacionadas en el día a día de personas y hogares, hay pocos estudios que las consideren simultáneamente como factores generadores de estados de privación material complejos (Kahlheber y Großmann, 2018; Middlemiss, 2020). Hay excepciones al respecto, como los trabajos de Hernández (2013; et al., 2016), sobre las múltiples cargas que soportan los hogares de bajos ingresos en Estados Unidos para acceder a la vivienda, la energía y la alimentación.
Se percibe por tanto una falta de vinculación entre las literaturas sobre el acceso a la vivienda y la energía desde una perspectiva de justicia social. En respuesta, este artículo propone (re)establecer conexiones entre dos elementos constituyentes de una vida digna en los siguientes tres ejes: dimensiones materiales y temporales; dimensiones políticas; y dimensiones éticas y legales (apartado 3). Estas interrelaciones se ilustran posteriormente con un caso de estudio sobre movimientos sociales por el derecho a la vivienda y la energía en Barcelona (apartado 4) que ejemplifica cómo esas conexiones propuestas en el apartado 3 ya están siendo puestas en práctica por organizaciones activistas. Sobre esta base, se subraya el acceso a la vivienda como factor infravalorado del marco de justicia energética y se reclama su reevaluación como elemento central para el análisis de las desigualdades energéticas (apartado 5).
El acceso a la vivienda y la energía desde una perspectiva de justicia social
El marco teórico de la justicia energética surgió como programa de investigación de entidad propia a principios de la década de 2010 sobre la base de corrientes de pensamiento preexistentes sobre justicia social, ambiental y climática (Bickerstaff et al., 2013; Bulkeley y Fuller, 2012; Goldthau y Sovacool, 2012; Guruswamy, 2010; Walker y Day, 2012); Guruswamy, 2010; Walker & Day, 2012. En definiciones tempranas, el concepto de justicia energética se refería fundamentalmente a la distribución desigual de las cargas y los beneficios que conlleva el suministro y el consumo de servicios energéticos (Sovacool y Dworkin, 2014). Estas desigualdades están presentes, en primer lugar, por el lado de la demanda, donde destaca la pobreza energética -la «incapacidad de alcanzar un nivel social y materialmente apropiado de servicios domésticos de la energía» (Bouzarovski y Petrova, 2015, p. 31)- como problemática fundamental. Aguas arriba de las cadenas de suministro de energía, se han investigado también desde una perspectiva de justicia energética la desigual distribución de los costes humanos y ambientales causados por la captación, transformación, transporte y distribución de recursos y vectores energéticos. Estas actividades e infraestructuras necesarias para garantizar el suministro dan lugar a las denominadas zonas de sacrificio energético, es decir, espacios que soportan una carga social y ambiental desproporcionada «para que el conjunto de la población pueda experimentar un acceso sin trabas a un bien tan básico como la energía» (Hernández, 2015, p. 152).
Las perspectivas más actuales han superado la frontera entre producción y consumo y aplican un enfoque sistémico a la evaluación, con criterios de equidad, de todas las actividades relacionadas con la provisión de energía, desde la extracción de recursos hasta la eliminación de residuos (Jenkins et al., 2016). Su objetivo es, por tanto, analizar las «cargas desproporcionadas que soportan las comunidades vulnerables a lo largo del continuo energético» (Hernández, 2015, p. 151). Este análisis se plantea desde los tres principios fundamentales de la justicia social y ambiental, posteriormente adoptados por el marco de la justica energética (Walker y Day, 2012): la distribución injusta de los bienes y servicios energéticos (distributive justice); el reconocimiento inadecuado de las necesidades y las capacidades de las poblaciones afectadas por el funcionamiento de las cadenas de suministro energético (recognition justice); y la falta de procedimientos adecuados para que las opiniones y demandas de dichas poblaciones se incorporen a la toma de decisiones (procedural justice).
En comparación con la justicia energética, la aplicación de los postulados de la justicia social a la problemática de acceso a la vivienda se muestra como un campo de investigación incipiente. Las primeras menciones al concepto de housing justice aparecen en estudios en Estados Unidos referidos al aumento de la brecha entre renta familiar y precios de la vivienda (sobre todo para los hogares de bajos ingresos) y, en relación con ello, el aumento de la segregación racial urbana (Kenn, 1995). Las ciudades destacan, de hecho, por sus niveles especialmente elevados de pobreza y desigualdad residencial, lo que hace del derecho a la ciudad (right to the city) un marco teórico destacado para la articulación de las narrativas de justicia vinculadas al acceso a la vivienda (Rita et al., 2020). Se reconoce en la actualidad la existencia de una crisis mundial de vivienda que, en palabras de la Relatora Especial de la ONU sobre el derecho a una vivienda adecuada, Leilani Farha, afecta a unos 1.800 millones de personas, ya que «el 25% de la población urbana vive en asentamientos informales» y «la falta de vivienda y los desalojos forzosos están aumentando en prácticamente todos los países del mundo» (Farha, 2019, p. 1). Activistas y académicos estadounidenses de la red Housing Justice in Unequal Cities consideran que esta crisis global de la vivienda está enraizada en estructuras institucionales y jurídico-políticas que van desde el ordenamiento jurídico de la propiedad hasta el monopolio estatal de la violencia y reclaman su reconceptualización a través de una lente colonial y en clave de apropiación de tierras, desposesión o desplazamiento de poblaciones oprimidas (Roy, 2019). Sin embargo, esta literatura aun emergente sobre housing justice rara vez considera la energía como un elemento constitutivo de lo que se considera como una vivienda adecuada.
Conexiones en la teoría: eficiencia energética, activismo y derechosDimensiones materiales y temporales: más allá de la eficiencia y transición energéticas.
En la literatura sobre justicia energética, la vivienda aparece de forma más destacada en forma de eficiencia energética como factor estructural de la pobreza energética, y en estrecha relación con las propiedades materiales de los edificios residenciales. Una premisa central de este enfoque es que el desempeño energético de una vivienda determina la probabilidad de que sus ocupantes sufran esta forma de privación material. Según esta lógica, las familias vulnerables suelen vivir en edificios ineficientes y, por tanto, la rehabilitación energética se revela como la solución definitiva para arreglar el problema de la pobreza energética (Boardman, 2010). De hecho, se subraya habitualmente la eficiencia energética como respuesta estructural a la pobreza energética, con el argumento de que estas soluciones ofrecen múltiples co-beneficios sociales y ambientales en forma de mayores niveles de confort térmico interior, mejora de la calidad del aire a escala local, aumento de la productividad de los residentes o generación de empleo (OECD/IEA, 2014; Ürge-Vorsatz et al., 2014). En el trasfondo de esta preocupación por la eficiencia energética está, por supuesto, el gran peso (en torno a un tercio del total anual) del consumo energético en edificios residenciales y comerciales en el cómputo global de emisiones de gases de efecto invernadero (Zhong et al., 2021), si bien en España el sector residencial representa en torno a un 17% del consumo final de energía según datos de 2019 (IDAE, 2022).
Sin embargo, esta interpretación del vínculo entre pobreza energética y vivienda a través de la eficiencia energética necesita ser reexaminada en los siguientes términos.
En primer lugar, la eficiencia energética de edificios y equipamientos domésticos explica solo hasta un cierto punto las desigualdades de carácter distributivo relacionadas con el acceso a la energía. Los niveles de gasto en energía por hogar y per cápita varían de forma acusada por niveles de renta, como demuestra el hecho de que familias de los deciles de ingresos más elevados consumen significativamente más energía doméstica que las de los deciles pobres (Tirado Herrero et al., 2018). Pero incluso entre los hogares con un estatus socioeconómico similar existen marcadas diferencias. Por ejemplo, el estudio de Sunikka-Blank et al. (2012) en el Reino Unido demostró empíricamente que existían diferencias significativas entre niveles individuales de gasto de energía para calefacción de familias que residían en viviendas sociales idénticas entre sí debido a diferencias en estilos de vida, patrones de uso de la vivienda y expectativas de confort. De esta manera, aunque las viviendas y equipamientos de familias vulnerables sean menos eficientes energéticamente por unidad de servicio prestado, su gasto energético total per cápita puede estar muy por debajo del de otros estratos sociales ya que suelen habitar viviendas más pequeñas y consumen energía de forma más cuidadosa, hasta el punto de incurrir en prácticas de autorracionamiento (self-rationing) o subconsumo por debajo de un nivel de necesidades básicas (Meyer et al., 2018). Más allá del sector doméstico, las implicaciones en términos de justicia climática de estas diferencias entre grupos sociales son también patentes a escala global: el informe Carbon Inequality Era (Kartha et al., 2020) muestra que, para el período 1990-2015, el 50% más pobre de la población mundial fue responsable de sólo el 7-8% de las emisiones mundiales de CO2, mientras que el 10% más rico fue responsable del 49-50% de dichas emisiones.
En segundo lugar, dado que el sector doméstico es clave en la transición energética, la transformación del parque residencial con criterios de reducción de emisiones está sujeta a los mismos problemas distributivos que afectan a la provisión de vivienda en primer lugar. Existe evidencia empírica de segregación por renta y raza en el acceso a viviendas de calidad y eficientes energéticamente, así como de discriminación de los hogares de bajos ingresos en los programas de rehabilitación energética cuando dichas intervenciones no tienen en cuenta las necesidades y barreras a las que éstos se enfrentan (Lewis et al., 2020; Reames, 2016). A escala de ciudad, los proyectos de regeneración urbana orientados a reducir emisiones pueden dar lugar a nuevas formas de desigualdad, como es el caso de las denominadas gentrificación climática (low-carbon gentrification) (Bouzarovski et al., 2018) o la gentrificación energética (energetic gentrification) (Großmann et al., 2014) provocadas por aumento de los precios de la vivienda en barrios receptores de inversiones en rehabilitación energética de edificios. Se ha alertado también de procesos de eco-gentrificación (Rice et al., 2020) y de gentrificación verde (Anguelovski et al., 2019) relacionados con inversiones en infraestructura verde, mejora de redes de transporte público y proyectos de transformación urbana que priorizan peatones y bicicletas frente al tráfico rodado. Estas intervenciones sobre el tejido urbano corren el riesgo de desplazar a personas de rentas bajas, generando así patrones de segregación socioespacial directamente relacionados con las transiciones energéticas, y que pueden analizarse desde una perspectiva de privilegio ambiental (Ciplet, 2021).
En tercer lugar, el acceso a la vivienda es una condición previa para un acceso seguro y estable a la energía doméstica, lo que constituye un vínculo evidente (pero a menudo ignorado) entre estos dos bienes esenciales. Es conocido, por ejemplo, que los asentamientos informales de las periferias urbanas del Sur Global a menudo carecen de un acceso seguro a la red eléctrica y que sus residentes experimentan problemas de baja calidad y fiabilidad del suministro (Butera et al., 2016 y 2019). En el Norte Global, las compañías suministradoras de energía doméstica (gas natural y electricidad) normalmente no permiten firmar contratos de suministro a personas que ocupan en precario la vivienda donde habitan al exigir una prueba de alquiler o propiedad legal de la misma, lo que a su vez da lugar a que estos hogares se conecten de forma irregular -e insegura- a las redes de distribución (Angel, 2019). El factor vivienda también determina el acceso a las tecnologías de transición energética. Por ejemplo, el tipo de tenencia (alquiler o propiedad) y la tipología constructiva (vivienda unifamiliar o multifamiliar) influyen sobre la capacidad de los hogares para acceder a tecnologías renovables descentralizadas como la solar fotovoltaica o térmica. Estudios realizados en Europa y Australia indican que los propietarios de viviendas unifamiliares están mejor posicionados para convertirse en prosumidores1 (y, por tanto, de beneficiarse de la reducción de precios de la tecnología fotovoltaica y de las subvenciones que la acompañan) en comparación con familias que viven de alquiler en edificios multifamiliares, para los que esta tecnología suele estar fuera de su alcance (Heiskanen y Matschoss, 2017; Liu y Judd, 2018).
Dimensiones políticas: activismo y participación
En su comentario sobre La justicia como equidad, John Rawls abogaba por una interpretación pragmática de la justicia, que «no es metafísica ni epistemológica [y que] se presenta no como una concepción de la justicia como verdad, sino una que puede servir como base de un acuerdo político informado y voluntario entre ciudadanos considerados como personas libres e iguales» (Rawls, 1985, p. 230). Esta perspectiva, fundamental en la filosofía del contrato social de Rawls (2000), subraya el conflicto y el consenso entre actores específicos como elementos clave del proceso político que da lugar a resultados concretos en términos de justicia social. Es decir, hay una vertiente eminentemente práctica de la aplicación de los principios de la justicia social a las cuestiones de acceso a la vivienda y la energía. Pueden mencionarse en este sentido la Energy Justice Network y la Initiative for Energy Justice en Estados Unidos, o plataformas como la Right to Energy Coalition, la Alianza contra la Pobreza Energética y la plataforma Fuel Poverty Action en Europa como entidades que llevan a la práctica los principios de la justicia energética. Organizaciones activistas por el derecho a la vivienda como la National Housing Justice Network, la Housing Justice League, la Right to the City Alliance han surgido igualmente durante la última década en Estados Unidos como respuesta al aumento de los precios de alquiler, la gentrificación, los desahucios y la criminalización de los sin techo (Dawkins, 2020). En Europa, la Coalición Europea de Acción por el Derecho a la Vivienda y a la Ciudad (housingnotprofit.org) se constituyó en 2014 como plataforma de la sociedad civil frente a interlocutores de instituciones europeas. Esta breve muestra de iniciativas de la sociedad civil da prueba de la justicia social como empeño práctico y político, es decir, como «agenda que inspira tanto relatos evaluativos como soluciones normativas» (Jenkins et al., 2016, p. 176). No parece, sin embargo, que haya organizaciones que aboguen simultáneamente por el acceso a la vivienda y la energía desde una perspectiva de justicia social.
El carácter político y pragmático de estas iniciativas se refiere a la justicia como participación equitativa en los procesos de toma de decisiones (procedural justice). Es decir, a cuestiones como: 1) quién tiene acceso a los procesos de toma de decisiones, 2) cómo se toman e impugnan dichas decisiones, y 3) cómo de imparciales son estos procesos (Sovacool y Dworkin, 2014). Destacan en este sentido todo tipo de movimientos sociales, iniciativas de base, organizaciones no gubernamentales y otras formas de acción colectiva militante porque representan las voces e intereses de los afectados y vehiculan su participación en la toma de decisiones. Estas organizaciones se preocupan de las condiciones materiales de vida de las poblaciones afectadas, pero también permiten el encuadre (framing) o interpretación de los hechos denunciados y las soluciones propuestas como cuestiones de carácter fundamentalmente político (Fuller y McCauley, 2016). Se trataría, por tanto, de exponer y confrontar discursos y narrativas injustas implícitos en determinados «regímenes de verdad» que «delimitan lo que se considera posible y representan una forma particular de ver la realidad» (Sovacool et al., 2017, p. 686). En consecuencia, un argumento comúnmente empleado por activistas de estas organizaciones es la crítica a los modelos neoliberales de provisión de estos bienes esenciales basados en una aplicación dura de los principios de libre mercado.
Estas perspectivas críticas señalan la naturaleza dual de la vivienda y la energía como bienes económicos y sociales, es decir, como productos de mercado y como bienes esenciales para una vida digna. La tensión entre estas dos concepciones es especialmente relevante en el caso de la vivienda, un bien único en las economías capitalistas contemporáneas debido a su durabilidad, inmovilidad e importancia en la vida de las personas, que deben dedicar una parte importante de sus ingresos a sufragarla mediante una hipoteca o un alquiler (Bernet y Balmer, 2015). Preocupa por tanto el creciente dominio de narrativas, actores y prácticas financieras en la provisión de vivienda, porque refuerza los problemas de asequibilidad, precarización y desposesión de la vivienda a través de ejecuciones hipotecarias y desalojos (Aalbers, 2017; Rolnik, 2013). En este sistema, las hipotecas funcionan como una biotecnología (es decir, como dispositivo con poder sobre la existencia humana) a través de la cual los mercados inmobiliarios globales imponen su dinámica en la vida presente y futura de las personas (García-Lamarca y Kaika, 2016). De este análisis se derivan llamamientos a la desmercantilización de la vivienda con el fin de restituir su función social como necesidad básica y esencial (Losier, 2019; Martinez, 2017). Paralelamente, por el lado de la provisión de energía doméstica, la democracia energética (Becker y Naumann, 2017) ha surgido como enfoque alternativo de gobernanza que aboga por un suministro energético más justo y participativo, en conexión con las nociones de soberanía energética (Schelly et al., 2020) y de la energía como bien común (Byrne et al., 2009).
Dimensiones éticas y legales: derecho a la vivienda y derecho a la energía
Se viene observando en los últimos años un interés renovado por enfrentar los problemas de acceso a la vivienda y a la energía desde una perspectiva de derechos humanos. Se trata de un enfoque que surge, en alguna medida, como respuesta a la progresiva mercantilización (commodification) de estos bienes esenciales. Y que aparece también como vía normativa -ética y jurídica- para la aplicación práctica de los postulados de la justicia social a la provisión de vivienda y energía
La vivienda obtuvo un reconocimiento temprano en el derecho internacional por medio de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), que en su artículo 25 decretaba que «toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, así como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios». Posteriormente, el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC) de 1966 estableció los denominados derechos de segunda generación, entre los cuales se encuentran el acceso a la alimentación, al agua, a la atención sanitaria y a la educación. En su definición actual de Naciones Unidas, se establece el derecho a una vivienda adecuada como aquella en la que «sus ocupantes […] disponen de agua potable, instalaciones sanitarias y de lavado, energía para cocinar, calefacción, iluminación, medios de almacenamiento de alimentos o de eliminación de residuos» (United Nations, 2009, p. 4). Esta redacción considera la energía como componente material esencial de una vivienda adecuada. Sin embargo, en esta interpretación, el derecho a la energía se entiende como un derecho derivado que es necesario para proteger o satisfacer derechos básicos de orden superior, que son los que están directamente relacionados con necesidades humanas fundamentales como el derecho a la vida, a la salud, a la no discriminación o a condiciones de vida adecuadas. Desde esta perspectiva, por tanto, el derecho a la energía deriva de -y por tanto está subordinado a- el derecho a la vivienda (Löfquist, 2020; Tully, 2006).
La literatura sobre justicia energética ha seguido también este enfoque de derechos derivados, según el cual «si alguno de los bienes básicos a los que toda persona tiene justamente derecho sólo puede asegurarse mediante la provisión de servicios energéticos, entonces en ese caso existe un derecho derivado al servicio energético» (Sovacool, 2013, p. 46). El significado concreto del derecho a la energía, aunque sea en forma de derecho derivado, plantea dificultades de carácter práctico (por ejemplo, ¿se trata de un derecho de acceso o un derecho de uso?), lo que hace que pueda tener especificaciones alternativas que en función del contexto y necesidades locales y pone en duda la supuesta universalidad de la energía como derecho humano (Walker, 2015). En respuesta, Frigo et al. (2021) proponen una conceptualización del derecho humano al acceso a los servicios energéticos necesarios basado en el enfoque de capacidades. Esta definición da potencialmente cabida a cualquier forma de uso, con independencia de contextos socioculturales específicos, en tanto que la energía sirva como condición material previa para que las personas puedan conseguir lo que valoran ser y hacer y como soporte de la dignidad humana. En otras especificaciones, el derecho a la energía puede abarcar todo el continuo producción-consumo, como plantea Hernández (2015) en su llamamiento a la justicia energética, en el que se refiere a: i) el derecho a una producción de energía saludable y sostenible; ii) el derecho a la mejor infraestructura energética disponible; iii) el derecho a una energía asequible; y iv) el derecho a un suministro energético ininterrumpido.
Aunque el derecho a la energía no está aún reconocido como tal por la legislación internacional de derechos humanos, sí que puede actuar como narrativa de empoderamiento con valor político para que Estado y/o compañías suministradoras se conviertan en sujetos legalmente responsables de una provisión adecuada y equitativa (Walker, 2015). En el contexto de la Unión Europea (UE), por ejemplo, la Right to Energy Coalition -una red de organizaciones de justicia social y ambiental con sede en Bruselas- utiliza explícitamente un lenguaje de derechos energéticos para exigir más ambición en la lucha contra la pobreza energética y políticas climáticas más justas con los que menos tienen (EPSU/EAPN, 2017). Sin embargo, también se ha cuestionado la idoneidad política de un derecho humano universal a la energía consagrado como tal en el derecho internacional, ya que podría actuar como una «cortina de humo» y «dar la impresión de que se ha logrado algo real, cuando en realidad mucho depende de los detalles de su especificación y aplicación en la práctica» (Walker, 2015, p. 35).
Conexiones en la práctica: activismos por el derecho a la vivienda y la energía en Barcelona
Como se ha argumentado en los apartados anteriores, existe una manifiesta -aunque no completa- desconexión entre las literaturas de pobreza y justicia energética y de acceso a la vivienda. Al mismo tiempo, se observa una creciente ola de activismos por el derecho a la vivienda y a la energía que muestran cómo esos vínculos sí que empiezan a concretarse en la práctica de la acción política. En este sentido, la España posterior a la crisis de 2008 aparece como terreno fértil para explorar las conexiones entre justicia energética y residencial, especialmente en áreas urbanas, desde el punto de vista de los movimientos sociales.
La variante española de la crisis financiera global tuvo implicaciones serias en términos de acceso a la vivienda, ya que recesión, políticas de austeridad y desempleo, junto con un sector inmobiliario sobrecalentado, hicieron que decenas de miles de personas perdieran sus viviendas a manos de los bancos (Banco de España, 2016). Durante esos años, España se convirtió en el país con la tasa de ejecuciones hipotecarias más alta de Europa y los desahucios se convirtieron en un grave problema social y político (Gutiérrez y Domènech, 2018; Raya, 2018). En paralelo, las tasas de incidencia de la pobreza energética aumentaron rápidamente como consecuencia de la grave recesión económica y el aumento del desempleo. En el año 2014, casi el 10% de la población española declaraba tener retrasos en el pago de facturas de la vivienda y no poder mantener su hogar con una temperatura adecuada en invierno. Y en el año 2016 casi un millón de personas vieron su suministro de energía interrumpido al menos una vez por dificultades económicas del hogar (Tirado Herrero et al., 2018). Estas cifras estaban, por otro lado, muy desigualmente repartidas, con estudios sobre pobreza energética a escala urbana en Madrid (Martín-Consuegra et al., 2020; Sánchez-Guevara Sánchez et al., 2020), Valencia (Gómez-Navarro et al., 2021) y Barcelona (Tirado Herrero, 2018) señalando diferencias significativas por distritos y barrios y tasas de incidencia más elevadas en hogares de bajos ingresos y hogares encabezados por mujeres.
En ese contexto, grandes ciudades como Barcelona y Madrid se convirtieron en espacios de contestación y protesta ya que era en ellas donde más evidentes se hacían la desigualdad y pobreza generadas por la crisis. Destaca en primer lugar la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), surgida en Barcelona en 2009 como una red autoorganizada de activistas y afectados que se oponían activamente a los desahucios con un planteamiento de derecho a la vivienda. Entre 2009 y 2013 se replicó rápidamente por toda España como un movimiento social híbrido en red, presente tanto en espacios virtuales (redes sociales) como en la mayoría de las ciudades grandes y medianas del país (Álvarez de Andrés et al., 2015). Más tarde, cuando los impactos sociales de la crisis estaban en su punto álgido en el año 2014, se puso en marcha la Aliança contra la Pobresa Energètica (APE), también en Barcelona, bajo la premisa del acceso a los suministros básicos (gas, luz y agua) como derecho humano fundamental. APE surgió inicialmente como grupo de trabajo de la PAH, ya que los hogares que se enfrentaban a impagos de hipotecas o alquileres se encontraban casi inevitablemente también en dificultades para pagar facturas de suministros básicos y a menudo acaban endeudándose con las compañías de agua, luz y gas. En ese proceso, APE y PAH se desarrollaron como organizaciones hermanas con objetivos, estrategias y métodos de participación comunitaria compartidos. Tanto la Alianza como la Plataforma organizan asesoramientos colectivos, es decir, reuniones semanales o quincenales en las que las personas afectadas (con problemas en el pago de alquiler o facturas de la vivienda o que se enfrentan a una desconexión del suministro, a una ejecución hipotecaria o a un desahucio) comparten preocupaciones y reivindicaciones en un espacio de confianza entre afectados que han pasado por situaciones similares. Estas reuniones siguen una metodología de inteligencia colectiva: a medida que llegan nuevos casos, se van generando conocimiento y soluciones prácticas de forma conjunta por los participantes de los asesoramientos que permiten dar respuesta a dificultades concretas como, por ejemplo, cómo renegociar una hipoteca con una entidad financiera, o cómo lidiar con compañías suministradoras y servicios sociales para evitar un corte de suministro (Angel, 2019; García-Lamarca, 2017).
Activistas de la APE contra la pobreza energética (de rojo) y de la PAH contra los desahucios (de verde) en una protesta conjunta en Barcelona (España).
Fuente: Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH).
Las familias que se enfrentan al doble riesgo de desahucio y desconexión de suministros, como es el caso de muchos participantes en las asambleas de PAH y APE, ilustran la interconexión de las luchas por el acceso a la vivienda y la energía. Son representativas del millón y medio de personas (el 3% de la población) que en 2016 se enfrentaban simultáneamente a retrasos en el pago de la hipoteca o alquiler y de facturas de suministros básicos según las estadísticas de la Encuesta Condiciones de Vida (ECV) del INE (Tirado Herrero et al., 2018). Estas situaciones señalan la pobreza energética y la inseguridad residencial como formas críticas de precariedad a las que se enfrentan las poblaciones urbanas más empobrecidas. El vínculo entre vivienda y energía es especialmente problemático para el importante número de hogares que ocupan en precario propiedades embargadas, reocupan viviendas de las que habían sido desalojadas o se encuentran en situaciones similares de vivienda informal o irregular. Para estas familias, la pobreza energética se experimenta principalmente como una falta de acceso regular y seguro a los suministros básicos. La razón principal de estas situaciones es la negativa de las empresas suministradoras a firmar contratos de suministro con personas sin un contrato de alquiler o una escritura de propiedad de la vivienda que ocupan. Como recoge la publicación conjunta de PAH/APE (2020)Emergència habitacional, pobresa energètica i salut, se trata de condiciones de vida abiertamente precarias. En dicho informe se recoge, por ejemplo, el caso de Wendy, de 48 años, nacida en Honduras, residente en Barcelona desde principios de la década del 2000 y para quien ocupar el piso donde vivía con su familia fue una cuestión de supervivencia tras ser desahuciada: «No digo que esté bien ocupar un piso, pero es lo único que tienes en ese momento porque no hay leyes que te protejan [...]. Te merma emocionalmente, te hace sentir que no eres una persona completa [...] Muchos vecinos no te aceptan. Vives con la angustia de no saber cuándo tendrás que dejar el piso». Por falta de título habilitante tampoco podían tener un contrato de suministro eléctrico: «Sin electricidad no tienes lavadora, no puedes planchar, tienes que lavar la ropa a mano o pedir a alguien que te ayude. [...] Vivir sin electricidad te afecta mucho, vives en oscuridad cerebral, tu cabeza no puede pensar, no puedes avanzar» (PAH/APE, 2020, pp. 102-103). Las palabras de esta afectada hablan de la carga psicoemocional que experimentan las personas afectadas por la falta de acceso seguro a la vivienda y la energía. Son una confirmación cualitativa de los resultados de estudios de salud pública, que demuestran la existencia de correlaciones estadísticamente significativas entre la mala salud mental, pobreza energética e inseguridad residencial tanto en Barcelona (Oliveras et al., 2020) como en España (Urbanos-Garrido y Lopez-Valcarcel, 2015) y a escala europea (Thomson et al., 2017).
Conscientes de la dura realidad a la que se enfrentan las personas afectadas, la estrategia de APE y PAH se centró en una primera fase en la modificación del marco jurídico que regula desahucios y desconexiones de suministro en Cataluña. Destaca como logro principal de su acción política la Ley 24/2015, de 29 de julio, de medidas urgentes para afrontar la emergencia en el ámbito de la vivienda y la pobreza energética. Se trata de una ley única en España y en la UE que prohíbe el desalojo y la desconexión de suministros básicos de los hogares que los servicios sociales certifiquen que están en riesgo de exclusión residencial. La Ley 24/2015 fue presentada al Parlament de Catalunya a través de una Iniciativa Legislativa Popular puesta en marcha por APE, PAH y el Observatori DESC (Derechos Económicos, Sociales y Culturales) después de recibir el apoyo de 150.000 firmas ciudadanas y de 500 organizaciones de la sociedad civil. Tras su presentación fue debatida, reformulada y aprobada por unanimidad por los diputados del Parlament de Catalunya en julio de 2015. Desde la perspectiva de los tres postulados de la justicia social que se plantean en este artículo, la Ley 24/2015 es de gran relevancia porque: i) reconoce los vínculos entre la inseguridad residencial y la pobreza energética, así como las necesidades de las personas sometidas a esas condiciones en consonancia con los principios del derecho a una vivienda adecuada de Naciones Unidas; ii) al ofrecer a las personas afectadas protección jurídica contra los desahucios y desconexiones de suministro, contribuye a la redistribución de vivienda y energía con criterios de equidad; y iii) en términos de justicia procesal (procedural justice), muestra el potencial transformador de la participación directa de personas afectadas y activistas en la propuesta y redacción de un nuevo texto legal a través de una Iniciativa Legislativa Popular.
Para la PAH y la APE, desahucios y desconexiones son injusticias graves con consecuencias traumáticas para la vida de las personas. Su respuesta basada en la acción consiste en sensibilizar a la sociedad, dar voz a los afectados, proporcionar asesoramiento jurídico y, sobre todo, formar y sostener comunidades de apoyo mutuo y espacios de empoderamiento entre iguales. Como dice en su Libro Verde, «la PAH es un espacio de encuentro, de apoyo mutuo y de confianza, en el que cualquier persona va a poder ayudar y ser ayudada […] La PAH no es una asociación de consumidores ni una entidad caritativa: es un movimiento ciudadano para la defensa y conquista de nuestros derechos» (PAH, 2016, p. 11-13). El trabajo de estas entidades es por tanto abiertamente político al defender el acceso a la vivienda y los suministros básicos desde una perspectiva de derechos que denuncia la consideración de estas necesidades esenciales como bienes de mercado. De este modo, desafían regímenes de verdad preestablecidos y proporcionan marcos alternativos y emancipadores para que los afectados dejen de ver desahucios y desconexiones como una cuestión de fracaso individual, sino como consecuencia de desigualdades estructurales en la provisión de vivienda y energía. En ese proceso, transforman a los afectados, que dejan de ser «objeto de injusticias para convertirse en sujetos activos que actúan para resistir y crear el cambio» (Álvarez de Andrés et al., 2015, p. 256), convirtiéndose así en «sujetos políticos» capaces de alterar el statu quo (García-Lamarca, 2017).
Conclusiones
La pobreza energética e inseguridad residencial existen como ámbitos de investigación y de acción política en gran medida desconectados, a pesar de las evidentes conexiones e interferencias entre ellos. Su consideración como realidades con entidad propia -y no simplemente como manifestaciones específicas de la pobreza en sentido amplio- ha permitido poner el foco sobre dimensiones y factores específicos como, por ejemplo, el funcionamiento de mercados energéticos oligopolísticos o la creciente financiarización del sector inmobiliario que, de otro modo, quedarían opacados en debates generales sobre desigualdad y pobreza. Sin embargo, su tratamiento individualizado ha dado lugar a dos subcampos de investigación en alguna medida autoconfinados y a comunidades políticas y activistas relativamente aisladas entre sí. La diferenciación con fines analíticos de estas dos formas de injusticia en el acceso a bienes esenciales también se contradice con la experiencia vivida por las personas afectadas, que soportan complejos estados de privación material referidos tanto a vivienda como a energía, sin perder de vista además otras necesidades esenciales como alimentación, transporte, atención sanitaria o educación (Kahlheber y Großmann, 2018; Middlemiss, 2020).
En respuesta a la fragmentación de estos espacios de acción e investigación, se propone la reintegración de las cuestiones de vivienda en el marco de la justicia energética. Este artículo plantea la superación del enfoque reduccionista de la eficiencia energética residencial para subrayar la importancia de la vivienda como factor material de primer orden para entender las desigualdades en los niveles de acceso a los servicios energéticos domésticos. En este sentido, la propuesta de este artículo sigue la definición de pobreza energética de Harrison y Popke (2011, p. 949) como un «ensamblaje geográfico de materialidades y relaciones socioeconómicas en red» en el que la vivienda (y sus mecanismos de provisión, como mercados y marcos regulatorios) determinan cómo se utiliza la energía en el hogar y en qué condiciones. Este enfoque de assemblage thinking ayuda a visualizar los sistemas de provisión de energía y vivienda como conjuntos interconectados y relativamente estables de elementos humanos y no humanos en los que la eficiencia energética es un componente no menor, pero tampoco el único ni necesariamente el más importante, como factor explicativo de la pobreza energética. Estas configuraciones ensambladas permiten múltiples configuraciones que dan lugar a diferentes resultados en términos de justicia social, dependiendo de si, como se argumenta, se impone la consideración de vivienda y energía como bienes de mercado o como necesidades esenciales cuya provisión debe asegurarse con independencia de la capacidad de pago de las personas.
Desde el punto de vista de prioridades de investigación futuras, debe avanzarse hacia evaluaciones integradas de la distribución desigual del acceso a la vivienda y a la energía doméstica. Sería importante, por ejemplo, analizar la forma que regímenes de tenencia (propiedad, cesión, alquiler u ocupación en precario) y tipología edificatoria (unifamiliar o multifamiliar) conducen a problemas de acceso y asequibilidad del suministro energético, especialmente en zonas urbanas con un mercado inmobiliario tensionado donde el precio de la vivienda es uno de los principales factores de segregación socioespacial. En este sentido, el estudio de caso de movimientos sociales en Barcelona presentado en el apartado 4 es indicativo del potencial transformador e innovador de una sociedad civil activa e implicada cuando el contexto político lo permite. Para avanzar en la realización efectiva del derecho a la vivienda y a la energía en la práctica, nuestra labor como investigadores puede ayudar a refinar y consolidar formas alternativas de provisión de estos bienes que vayan más allá del binomio Estado-mercado, como es el caso de las asociaciones público-comunitarias o las iniciativas basadas en bienes comunes (commons), que invitan a modelos de provisión de vivienda y energía más justos y democráticos.
Agradecimientos
El autor agradece comentarios y reflexiones de Mònica Guiteras e Irene González (Aliança contra la Pobresa Energètica) a versiones previas de este artículo. Se reconocen también las siguientes fuentes de financiación: el programa de investigación e innovación Horizonte 2020 de la Unión Europea en el marco de la subvención Marie Skłodowska-Curie nº 752870 (TRANSFAIR) y de la subvención nº 847052 (EmpowerMed); y el programa de Ayudas Ramón y Cajal del Ministerio de Ciencia e Innovación español (ayuda RYC2020-029750-I).
Nota
Entendidos como consumidores que participan activamente en el proceso de co-creación de productos y servicios; en este contexto concreto, agentes que producen al menos una parte de la energía que consumen (Kotilainen, 2021).
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